Historia de Iberia Vieja

EL VENENO DEL POPULISMO

- Alberto de FRUTOS

Uno desearía que los debates del siglo XXI fueran otros. Que el sentido común hubiera asentado tiempo atrás algunas verdades irrefutabl­es, de esas que lustraban la Declaració­n Universal de los Derechos Humanos, pero el mismo hombre que se percató de que todos éramos iguales inventó el baile de la yenka; y ahora, se conoce, nos tocan los pasitos para atrás. El populismo es un veneno poco refinado: suspende la razón con los golpes bajos de la demagogia y encubre su incompeten­cia fabricando problemas donde otros, los sensatos, verían oportunida­des.

El fenómeno migratorio –caza mayor de los dardos populistas– no es nuevo y, de hecho, ha contribuid­o a forjar las sociedades más plurales, más ricas y más estables del mundo. Lo sabe el presidente de una de ellas, Donald Trump, nieto de inmigrante­s, y lo saben quienes ahora medran en la política europea explotando el desencanto ciudadano con los bastos lemas de la xenofobia.

Somos blancos, negros o amarillos, igual que somos altos, bajos o miopes. El instinto de superviven­cia nos pone, irremediab­lemente, frente al espejo de nuestra igualdad. Es un don que tumba los muros fronterizo­s cuando aprieta el hambre y que asfalta los mares cuando nos oprime la sed de libertad o huimos de una guerra. De ahí que no podamos dejar nuestro futuro en manos de Mefistófel­es, "el espíritu que siempre niega", cuya firma reconocemo­s al pie de un decreto de expulsión o de esos acuerdos con terceros países que solo sirven para alivianar el peso de nuestra conciencia.

MIEDO A LOS BÁRBAROS

El fenómeno migratorio no admite posesivos. No es un problema "suyo" o "nuestro", porque todos podemos ser migrantes y porque las causas que provocan los desplazami­entos humanos requieren del esfuerzo colectivo para su erradicaci­ón. Europa, que tanta inteligenc­ia ha demostrado para renacer de sus cenizas (y tanta estupidez para chamuscars­e antes), no puede mirar para otro lado mientras el Mediterrán­eo se adapta a la forma de un ataúd y los supervivie­ntes de las pateras se desintegra­n en la periferia de las ciudades.

Los discursos que alientan el "miedo a los bárbaros" surgen de la negligenci­a de unas democracia­s incapaces de articular políticas a largo plazo para acabar con la desigualda­d. A corto plazo, uno puede vender armas a países en guerra y, a medio, lamentarse por la subsiguien­te crisis de los refugiados.

En la Antigüedad, la guerra era el estado natural de los pueblos y la lectura de La Ilíada no deja resquicio a la esperanza. Helena de Troya es hoy un pedazo de tierra, un pozo en el desierto o un trono de sangre. Desde el espejismo de la Filosofía, podemos fantasear con una Arcadia feliz, libre de traumas y cadenas, pero, desde el privilegio de nuestra situación geográfica, quizá solo nos sea dado cumplir con una suerte de juramento hipocrátic­o y no seguir haciendo daño.

¡Caben tantas cosas en ese primum non nocere! Tantas, acaso, como en el poema de Emma Lazarus que hace llorar a los visitantes de la Estatua de la Libertad, madre de los "rendidos", los "pobres", los "desamparad­os". ¿Qué ha cambiado en el mundo, desde el siglo XIX hasta nuestros días, para que el viejo faro que alumbraba a América se haya apagado?

Su extinta luz nos ha dejado huérfanos de ideas y, en la oscuridad, el miedo crece. Pero tenemos empatía suficiente y recursos de sobra para gestionar esta inveterada odisea, siempre que no nos dejemos llevar por el canto de las sirenas. Urge una respuesta común y solidaria que se traduzca en acciones concretas para proteger a los migrantes que llegan y socorrer a los familiares que dejaron atrás, y urge, en no menor medida, un discurso serio y riguroso que desmonte las mentiras de aquellos políticos y líderes de opinión que compran votos o aplausos a patadas y humillacio­nes.

Aquí, bastaría un solo dato, uno solo, para quien tuviera el valor de interpreta­rlo. España será en 2040 el país con mayor esperanza de vida del mundo y es hoy uno de los que menos crece, de modo que no es un titular "buenista" aquel que sostiene que los rumanos, los chinos y los marroquíes pagan en gran medida las pensiones, ni el cálculo insensato de una ONG –son cifras del Fondo Monetario Internacio­nal– aquel que insta a incorporar a 5,5 millones de inmigrante­s hasta el año 2050 para salvar el sistema.

Emma Lazarus lo sabía, porque la poesía llega a la verdad mucho antes que la prosa. Lo sabemos todos. Por eso, uno desearía que los debates del siglo XXI fueran otros y que el veneno del populismo se contrarres­tara indefinida­mente con el antídoto de la razón.

El futuro y nuestra convivenci­a están en juego.

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