EL VENENO DEL POPULISMO
Uno desearía que los debates del siglo XXI fueran otros. Que el sentido común hubiera asentado tiempo atrás algunas verdades irrefutables, de esas que lustraban la Declaración Universal de los Derechos Humanos, pero el mismo hombre que se percató de que todos éramos iguales inventó el baile de la yenka; y ahora, se conoce, nos tocan los pasitos para atrás. El populismo es un veneno poco refinado: suspende la razón con los golpes bajos de la demagogia y encubre su incompetencia fabricando problemas donde otros, los sensatos, verían oportunidades.
El fenómeno migratorio –caza mayor de los dardos populistas– no es nuevo y, de hecho, ha contribuido a forjar las sociedades más plurales, más ricas y más estables del mundo. Lo sabe el presidente de una de ellas, Donald Trump, nieto de inmigrantes, y lo saben quienes ahora medran en la política europea explotando el desencanto ciudadano con los bastos lemas de la xenofobia.
Somos blancos, negros o amarillos, igual que somos altos, bajos o miopes. El instinto de supervivencia nos pone, irremediablemente, frente al espejo de nuestra igualdad. Es un don que tumba los muros fronterizos cuando aprieta el hambre y que asfalta los mares cuando nos oprime la sed de libertad o huimos de una guerra. De ahí que no podamos dejar nuestro futuro en manos de Mefistófeles, "el espíritu que siempre niega", cuya firma reconocemos al pie de un decreto de expulsión o de esos acuerdos con terceros países que solo sirven para alivianar el peso de nuestra conciencia.
MIEDO A LOS BÁRBAROS
El fenómeno migratorio no admite posesivos. No es un problema "suyo" o "nuestro", porque todos podemos ser migrantes y porque las causas que provocan los desplazamientos humanos requieren del esfuerzo colectivo para su erradicación. Europa, que tanta inteligencia ha demostrado para renacer de sus cenizas (y tanta estupidez para chamuscarse antes), no puede mirar para otro lado mientras el Mediterráneo se adapta a la forma de un ataúd y los supervivientes de las pateras se desintegran en la periferia de las ciudades.
Los discursos que alientan el "miedo a los bárbaros" surgen de la negligencia de unas democracias incapaces de articular políticas a largo plazo para acabar con la desigualdad. A corto plazo, uno puede vender armas a países en guerra y, a medio, lamentarse por la subsiguiente crisis de los refugiados.
En la Antigüedad, la guerra era el estado natural de los pueblos y la lectura de La Ilíada no deja resquicio a la esperanza. Helena de Troya es hoy un pedazo de tierra, un pozo en el desierto o un trono de sangre. Desde el espejismo de la Filosofía, podemos fantasear con una Arcadia feliz, libre de traumas y cadenas, pero, desde el privilegio de nuestra situación geográfica, quizá solo nos sea dado cumplir con una suerte de juramento hipocrático y no seguir haciendo daño.
¡Caben tantas cosas en ese primum non nocere! Tantas, acaso, como en el poema de Emma Lazarus que hace llorar a los visitantes de la Estatua de la Libertad, madre de los "rendidos", los "pobres", los "desamparados". ¿Qué ha cambiado en el mundo, desde el siglo XIX hasta nuestros días, para que el viejo faro que alumbraba a América se haya apagado?
Su extinta luz nos ha dejado huérfanos de ideas y, en la oscuridad, el miedo crece. Pero tenemos empatía suficiente y recursos de sobra para gestionar esta inveterada odisea, siempre que no nos dejemos llevar por el canto de las sirenas. Urge una respuesta común y solidaria que se traduzca en acciones concretas para proteger a los migrantes que llegan y socorrer a los familiares que dejaron atrás, y urge, en no menor medida, un discurso serio y riguroso que desmonte las mentiras de aquellos políticos y líderes de opinión que compran votos o aplausos a patadas y humillaciones.
Aquí, bastaría un solo dato, uno solo, para quien tuviera el valor de interpretarlo. España será en 2040 el país con mayor esperanza de vida del mundo y es hoy uno de los que menos crece, de modo que no es un titular "buenista" aquel que sostiene que los rumanos, los chinos y los marroquíes pagan en gran medida las pensiones, ni el cálculo insensato de una ONG –son cifras del Fondo Monetario Internacional– aquel que insta a incorporar a 5,5 millones de inmigrantes hasta el año 2050 para salvar el sistema.
Emma Lazarus lo sabía, porque la poesía llega a la verdad mucho antes que la prosa. Lo sabemos todos. Por eso, uno desearía que los debates del siglo XXI fueran otros y que el veneno del populismo se contrarrestara indefinidamente con el antídoto de la razón.
El futuro y nuestra convivencia están en juego.