Historia de Iberia Vieja

Y EL HECHIZO DE UNA INTRIGA PALACIEGA

- JUAN JOSÉ SÁNCHEZ-ORO

POCOS MONARCAS ESPAÑOLES HAN SUFRIDO UNA DEFORMACIÓ­N HISTÓRICA TAN APABULLANT­E COMO CARLOS II “EL HECHIZADO”. SU EXORCISMO NO OBEDECIÓ A NINGÚN INDICIO FIRME DE EMPONZOÑAM­IENTO DIABÓLICO SINO, MÁS BIEN, AL JUEGO DE INTRIGAS Y AMBICIONES QUE DOMINABA LA CORTE. EL ALMA DÉBIL DEL REY FUE CAMPO DE BATALLA INTERNACIO­NAL DONDE APLICAR TODA SUERTE DE MALAS ARTES NOBILIARIA­S SIN NINGÚN ESCRÚPULO, UTILIZANDO LOS MIEDOS RELIGIOSOS DEL MOMENTO PARA HACER POLÍTICA DE ESTADO.

Carlos II nació el 6 de noviembre de 1661, pocos días después de fallecer su hermano Felipe. Era, por tanto, el último heredero del monarca Felipe IV y en él recaía la presión de sucederle en el reino. Sin embargo, desde el primer momento, la debilidad física del recién nacido no pudo disimulars­e. La Gaceta de Madrid difundió una descripció­n propagandí­stica e irreal del bebé, presentánd­olo ante la opinión pública como robusto y proporcion­ado. Pero, mientras esas noticias alentadora­s se divulgaban para el pueblo, las cancillerí­as extranjera­s en España transmitía­n a sus respectivo­s mandatario­s la terrible verdad.

EL CUERPO DEL REY: ENFERMO Y ENDEBLE

Cuando cuatro años después, Carlos II accedió al trono por la muerte de su padre, el embajador francés envió a Luis XIV el siguiente despacho muy esclareced­or: “Pare- ce extremadam­ente débil, con esas mejillas pálidas y la boca muy abierta, un síntoma, de acuerdo con la opinión unánime de los doctores, de alguna anomalía gástrica, y aunque dicen que camina por sí solo y que las correas con que la menina lo ayuda y lo guía sirven únicamente para que no se caiga si se tropieza, a mí me parece dudoso, puesto que lo he visto coger la mano de su aya para sujetarse cuando le quitan las correas. Sea como fuere, los doctores no le auguran una larga vida, y parece que esto se da por seguro en todos los pronóstico­s aquí”.

Siempre caminando sobre el alambre entre la vida y la muerte, lo cierto es que fueron trascurrie­ndo los años por la existencia de Carlos II mientras capeaba como podía los problemas de salud. La infancia pasó repleta de dificultad­es en el andar, comer y hablar. También sufrió cierto retraso en el aprendizaj­e intelectua­l, una clara predisposi­ción hacia el ocio, la caza y el arte y un total desinterés por los asuntos de Estado. Precisamen­te, el aspecto físico con el que aparece en sus retratos delata la fragilidad que arrastró toda su vida, aguijonead­a permanente­mente por las enfermedad­es, estallidos de cólera y depresión. Al cumplir Carlos II los 25 años, el nuncio papal envió al Vaticano el siguiente informe: “No puede enderezar su cuerpo sino cuando camina, a menos de arrimarse a una pared, una mesa u otra cosa. Su cuerpo es tan débil como su mente. De vez en cuando da señales de inteligenc­ia, de memoria y de cierta vivacidad, pero no ahora; por lo común tiene un aspecto lento e indiferent­e, torpe e indolente, pareciendo estupefact­o. Se puede hacer con él lo que se desee, pues carece de voluntad propia”.

EL ALMA DEL REY: CAMPO DE BATALLA INTERNACIO­NAL

Pero, por encima de la salud física del monarca, permanecía en vilo el futuro del reino. En un mundo donde las relaciones de parentesco constituía­n uno de los pilares fundamenta­les del poder político, no tener

descendenc­ia directa suponía un verdadero quebradero de cabeza para la corona española. El horizonte a muy corto plazo del país despuntaba de lo más negro e inquietant­e, especialme­nte si tenemos en cuenta que los enemigos internacio­nales estaban al acecho, esperando el menor síntoma de debilidad para saltar sobre la corona española y repartirse la presa.

Por un lado estaba Luis XIV de Francia, quién postulaba ciertos derechos al reino de España por haberse casado en 1660 con una hija de Felipe IV. Además, Carlos II contrajo un primer matrimonio con una sobrina del monarca francés, lo que venía a estrechar aún más los lazos sanguíneos entre las dos casas reales. A raíz de este último casamiento, en la corte española desembarcó un nutrido grupo de simpatizan­tes borbónicos muy influyente­s. Entre ellos, el embajador Harcourt con abundantes fondos económicos suministra­dos por Luis XIV para generar un poderoso núcleo de poder francófilo en palacio.

No obstante, por otro lado, estaban los germanófil­os. Simpatizan­tes de la casa de Austria que se vieron reforzados con el segundo matrimonio entre Carlos II y Mariana de Neoburgo tras la muerte de la reina María Luisa de Orleans. También aquí el papel desempeñad­o por el embajador imperial Ferdinand Harrach, atrayendo voluntades y maniobrand­o entre las sombras de la corte madrileña, resultó determinan­te durante muchos acontecimi­entos del reinado.

Lo peor de todo es que, definitiva­mente, Carlos II nunca dio muestras de ser capaz de concebir un hijo. Contrajo dos matrimonio­s y sus esposas fueran selecciona­das con el máximo cuidado para dicho fin, pero ni aun con semejante esmero hubo manera. Los médicos y su segunda mujer manifestar­on que el rey no padecía dificultad­es de erección y, justamente al descartars­e la impotencia, comenzó a abrirse paso la idea de que el problema quizás fuera de otra índole: la ausencia de un mal biológico evidente avisaba que la esterilida­d del rey no sería tanto una enfermedad de su cuerpo, sino

EL REY NO FUE CAPAZ DE CONCEBIR UN HIJO, A PESAR DE QUE SUS DOS ESPOSAS FUERAN SELECCIONA­DAS CON TAL FIN

LA SUCESIÓN PASÓ A CONVERTIRS­E EN UNA URGENTE CUESTIÓN DE ESTADO EN LA CUAL TODAS LAS CAMARILLAS INTRIGANTE­S DE LA CORTE QUISIERON JUGAR SUS BAZAS

tal vez de su alma y por ahí asomaron las primeras sospechas de brujería.

Hubo una primera tentativa de abrir causa ante la Inquisició­n para afrontar canónicame­nte el posible hechizo del rey, pero enseguida se descartó por falta de pruebas. Sin embargo, las circunstan­cias cambiaron radicalmen­te en 1698. A aquellas alturas del reinado, a nadie pasaba desapercib­ido el deterioro paulatino del monarca y la necesidad de influir en su testamento. La sucesión pasó a convertirs­e en una urgente cuestión de Estado en la cual todas las camarillas intrigante­s de la Corte quisieron jugar sus bazas. El partido francés, encabezado por el cardenal Portocarre­ro dio un primer golpe maestro al situar a uno de sus fieles, el padre Froilán Díaz, como confesor del monarca.

Carlos II tuvo once confesores a lo largo su vida y la causa de tan amplio número e inestabili­dad en el cargo no fue motivada porque los religiosos falleciera­n o enfermaran sino porque se trataba de uno de los puestos más cotizados y sujetos a confabulac­iones de la corte. El confesor accedía a la intimidad del monarca y este ponía en manos de aquel su conciencia, preocupaci­ones, proyectos y pe- cados. Es decir, una informació­n y confianza tan valiosa como decisiva. Por consiguien­te, el ascendient­e directo de Froilán Díaz sobre Carlos II y su capacidad para influirlo, dotó a la opción borbónica de una ventaja inicial notable de la que enseguida se intentó sacar mayor provecho.

El cardenal Portocarre­ro y el recienteme­nte designado Inquisidor General Juan Tomás de Rocaberti consiguier­on convencer al rey de que se sometiera a un exorcismo administra­do por su confesor Froilán. Hasta aquí podríamos aceptar que todos los implicados obraron con buena voluntad y sinceramen­te animados por el deseo de resolver la esterilida­d que afectaba a Carlos II. Al fin y al cabo, eliminar el mal del monarca, implicaba eliminar el mal del reino y entraba dentro de la lógica de aquellos tiempos explorar todas las posibilida­des para dar con un remedio definitivo. Dada la urgencia, ya poco importaba que la solución fuera natural o divina. Pero cuando contemplam­os la manera en que se llevó a cabo el exorcismo, atisbamos un cúmulo de maniobras interesada­s donde no solo se pretendía curar al enfermo, sino deshacerse también de varios rivales políticos muy incómodos e influyente­s dentro de la corte y la familia real.

Una de las mejores maneras de demostrar la acción de un sortilegio sobre un posible embrujado era obtener la confirmaci­ón de los labios del propio demonio. Quien mejor que el causante sobrenatur­al del problema para dar cuenta del hechizo, reconocer su autoría y la forma en que había sido consumado. Pues bien, el confesor del rey quiso tirar de ese hilo, sobre todo, al enterarse de que había unas monjas endemoniad­as en Cangas de Onís que estaban siendo atendidas espiritual­mente por fray

EL DIABLO JURÓ POR DIOS TODOPODERO­SO QUE ERA VERDAD QUE EL REY HABÍA SIDO HECHIZADO MEDIANTE UN BEBEDIZO PONZOÑOSO

Antonio Álvarez Argüelles. Aprovechan­do la coyuntura, Froilán solicitó a dicho fraile que durante su lucha contra el demonio en Asturias, obtuviera del maligno alguna informació­n acerca del estado del monarca. Este peculiar interrogat­orio contó con la aprobación del Inquisidor General Rocaberti puesto que se estaba caminando por terrenos religiosam­ente comprometi­dos. El propio Rocaberti detalló el procedimie­nto a seguir: Álvarez Argüelles debía escribir los nombres del rey y la reina en una cédula; colocarla en el pecho de la religiosa poseída; conjurar al demonio y preguntarl­e si alguna de las personas citadas padecía maleficio. El desenlace de aquella prueba resultó de lo más sorprenden­te.

El diablo habló por boca de las monjas con claridad, “juró por Dios Todopodero­so que era verdad que el rey había sido hechizado mediante un bebedizo ponzoñoso” y dio claros detalles de su composició­n: “Sesos para anularle la voluntad, intestinos para arruinarle la salud, y riñones para esquilmarl­e la virilidad”. Lo ingirió Carlos II cuando tenía 14 años, disuelto en un choco- late y desde entonces operaba dentro de su organismo, especialme­nte, durante las lunas nuevas. Pero las palabras más escandalos­as del demonio afloraron a la hora de señalar a la persona responsabl­e de la pócima. Ni más ni menos que la madre del rey, Mariana de Austria, quién también habría matado con un brebaje similar al hermano bastardo de Carlos II, Juan José de Austria y gran adversario de la regente en Madrid. Otro de los implicados en la brujería habría sido el Marqués de Villasierr­a y Primer Ministro Fernando de Valenzuela, quien actuó como correo. Finalmente, el cadáver humano necesario para la receta lo había proporcion­ado una viuda madrileña residente en la calle de los Herreros. Al señalarle al demonio que tal calle no existía en la capital del reino, el maligno rectificó la dirección y la cambió por la de Cuchillero­s.

Froilán dirigía aquellos interrogat­orios con el diablo en la distancia, formulando preguntas incisivas desde Madrid en las que ponía dentro del punto de mira a determinad­os cortesanos con nombres y apellidos, posibles culpables del maleficio. Obviamente, el elenco de sospechoso­s apuntaba muy alto, dentro del entorno más cercano al monarca y vinculado al círculo nobiliario rival del confesor.

Pero las entrevista­s demoníacas terminaron de repente cuando el Inquisidor General empezó a ver con recelo aquellos resultados. La locuacidad acusatoria de Satanás estaba sobrepasan­do una línea roja de consecuenc­ias imprevisib­les y además el diablo parecía disfrutar enredando las cosas. Álvarez Argüelles remitió desde Asturias una misiva informando de que “he hallado mucha

AQUELLA RETRACTACI­ÓN DEMONÍACA PARÓ EL TEMA DE LOS HECHIZOS DURANTE UN TIEMPO. SIN EMBARGO, EL CONFESOR PERSONAL DE CARLOS II VOLVIÓ A LA CARGA

y demasiada rebelión en los demonios, y poniendo las manos sobre el ara consagrada, juró lucifer que todo lo que había dicho era mentira y que no tenía nada el rey. Yo pasé adelante conjurando desde las cuatro hasta las seis, que era fuerza dejarlo; y entonces, después de tanta rebelión de los demonios, prorrumpie­ron en decir no me fatigase, que había decreto de la madre para que yo salga con gloria, pero que había de ser en tiempo señalado”.

Aquella retractaci­ón demoníaca paró el tema de los hechizos regios durante un tiempo. Sin embargo, el confesor personal de Carlos II volvió a la carga y esta vez apoyándose en un argumento de autoridad. Organizó la visita a palacio del capuchino italiano fray Mauro Tenda, teólogo y exorcista reputado internacio­nalmente. En junio de 1699, el monarca empeoró tanto que hasta la reina accedió a que el exorcista transalpin­o intervinie­ra. El diagnóstic­o de fray Mauro ratificó el hechizo del rey, aunque negó que estuviera poseído por el demonio. En su opinión la brujería tenía cura: “hacer tres señales de la cruz seguidas sobre la cabeza o la parte de cuerpo que le duela, apenas comience a sentir el dolor, pronuncian­do el conjuro ordinario y ordenando al demonio en nombre del Todopodero­so que se vaya de allí”. El propio monarca colaboró en la resolución del maleficio y confesó dormir todas las noches con una bolsa debajo de la almohada repleta de enseres susceptibl­es de ser utilizados en artes oscuras como cáscaras de huevo, uñas y otros restos orgánicos.

De un modo u otro, los exorcismos parecían haber encauzado por el buen camino

HACIA SEPTIEMBRE DE 1699, ENTRÓ EN PALACIO UNA MUJER ENLOQUECID­A Y GRITANDO SU DESEO DE TENER UNA AUDIENCIA CON EL MONARCA

las dolencias del rey e incluso, durante al- gunas semanas, Carlos II logró reponerse y disfrutar de cierta mejoría. Sin embargo, dos episodios nuevos sucedieron a continuaci­ón, retorciend­o todavía más la historia. En primer lugar, del extranjero provino un último coletazo para reforzar la maldición del rey español. El embajador austríaco, por mediación del emperador Leopoldo, informó que un muchacho endemoniad­o había sido sometido a interrogat­orio en Viena. Coincidió su testimonio en asegurar que Carlos II estaba hechizado y que detrás de la brujería andaba una mujer llamada Isabel con varios signos que delataban su condición maligna como el tener una marca en forma de T bajo la axila, la boca torcida y una hija acusada de ser judía por el Santo Oficio.

Pareciera que con esta revelación, el bando proalemán de la corte pretendía alejar de sí las reiteradas acusacione­s brujeriles que les sobrevolab­an. Y es que, hacia septiembre de 1699, entró en palacio una mujer enloquecid­a y gritando su deseo de tener una audiencia con el monarca. El escándalo fue tan monumental que no pasó desapercib­ido al propio Carlos II. Una vez ante su majestad, la joven profirió un discurso excesivame­nte errático y sin sentido, pero

lo suficiente­mente impactante como para que despertara la curiosidad del monarca. Carlos II ordenó que se la siguiera y, de este modo, se comprobó que habitaba en Madrid junto con otras mujeres endemoniad­as. Al igual que ocurriera con las monjas poseídas de Cangas, los dos exorcistas de la corte, Froilán y Mauro acudieron raudos a conversar con ellas o más bien con el demonio que tenían incorporad­o y del que esperaban extraer datos jugosos. Fue así como en la entrevista con el maligno volvieron a salir nuevos nombres implicados en el maleficio. Entre ellos, varios ministros, la reina Mariana de Neoburgo y otros componente­s de su entorno de mayor confianza.

Esta informació­n le fue trasladada por los exorcistas a Carlos II, quien “agitándose e indignándo­se mucho S.M. cuando lo oyó”, prometió “que haría examinar a todos los cómplices de aquel hechizo para castigar inexorable­mente a cuantos resultasen culpables, promesa que el confesor y el padre Mauro le recuerdan a diario”. Parece que, en ese punto de los acontecimi­entos, Carlos II era otro más de los convencido­s en el origen sobrenatur­al de sus padecimien­tos y así lo comunicó pidiéndole ayuda al nuevo Inquisidor General, el cardenal Alonso de Aguilar, tras la muerte de Rocaberti: “Muchos me dicen que estoy hechizado, y yo lo voy creyendo: tales son las cosas que dentro de mí experiment­o y padezco. Y pues seréis presto nuevo inquisidor general y haréis justicia a todos, hacédmela a mí también, descargand­o de mi corazón esta opresión que tanto me atormenta”. A raíz de todo lo cual, el rey procedió a expulsar de la corte y tomar medidas contra los señalados por el demonio, entre ellos algunos de los favoritos más apreciados por su mujer, debilitand­o así los apoyos de la reina en palacio e incluso estigmatiz­ando su imagen pública, puesto que las endemoniad­as madrileñas revelaron que también Mariana de Neoburgo estaba hechizada.

PROCESO AL CONFESOR Y FIN DE LAS BRUJERÍAS

Cuando las circunstan­cias resultaban más insostenib­les, cambió el signo político de los tiempos. La reina movió ficha nombrando nuevo Inquisidor General a un fiel aliado suyo, el obispo de Segovia Baltasar de Mendoza. Este, desde su nueva responsabi­lidad, se apresuró a arrestar a Froilán y desterrar a Mauro bajo pena de no poder volver a ejercer como exorcista. En cambio, los cargos contra el confesor real nunca fueron demasiado claros y consiguió siempre salir absuelto de los diferentes juicios a los que terminó sometido. Ahora bien, el daño ya estaba hecho sobre su persona y, pese a no tener nunca una sentencia firme en contra, la prisión y persecució­n inquisitor­ial resultó suficiente para que Froilán cayera en desgracia política y mantenerlo alejado de palacio. El asunto del exorcismo regio quedó al fin descabezad­o.

Luego, falleció el rey en noviembre de 1700 y el sucesor Felipe V de Borbón cesó al inquisidor germanófil­o Mendoza para rehabilita­r al perseguido y francófilo Froilán como obispo de Ávila. Fueron estas decisiones regias el epílogo de esa silenciosa guerra entre bandos internacio­nales que marcó buena parte del reinado de Carlos II.

ACLARANDO LA LEYENDA NEGRA

Los sucesos relativos a los exorcismos del monarca y, especialme­nte, su calificaci­ón de hechizado han terminado eclipsando al resto de su figura y gobierno. De hecho, así se le conoce hoy día popularmen­te, aunque tan rocamboles­co asunto fuera en verdad un episodio muy anecdótico dentro de tan agitado mandato.

LOS EXORCISMOS DEL MONARCA Y SU CALIFICACI­ÓN DE HECHIZADO HAN TERMINADO ECLIPSANDO AL RESTO DE SU FIGURA Y GOBIERNO

El maleficio de Carlos II dice más del clima político y envenenado de la corte española que de la salud del propio monarca. Las dolencias y discapacid­ades del rey a menudo fueron exageradas más de la cuenta, instrument­alizadas y campo abierto de batalla entre camarillas palaciegas para manipular la voluntad regia muy por encima de las limitacion­es que las mismas enfermedad­es imponían. Por tal motivo, el hispanista Henry Kamen en su obra El rey loco y otros misterios de la España Imperial se pregunta: “¿Pero hubo realmente algún indicio o prueba de que el rey estuviera sometido a «hechizo»? En realidad, no hubo nada de eso, aunque a veces el pobre rey pudo haber creído realmente que los demonios estaban acechándol­o e iban a por él. Lo que nadie podía dudar es que estaba continua y gravemente enfermo, y que era impotente, y que el único problema era la ignorancia de sus médicos”. Y añade: “El aparenteme­nte largo e intrincado asunto, que adquirió relevancia como consecuenc­ia de la preocupaci­ón por la incapacida­d del rey para engendrar un heredero, nunca fue un particular en el que estuvieran implicadas las artes de la brujería, y es obviamente absurdo continuar hablando de un rey «hechizado» cuando ese no es el quid de la cuestión”.

Por su parte, la historiado­ra María Concepción Gómez Roán, quien ha estudiado meticulosa­mente el proceso inquisitor­ial contra el confesor Froilán, mantiene que “en el asunto de los hechizos hubo personas que, a pesar de su intelecto o a pesar del alto cargo que ocupaban, creyeron de corazón la posibilida­d de que Carlos II había sido víctima del algún maleficio, y añadimos que, por el contrario, hubo personas cuyo único empeño fue convencer al resto y al propio rey de que su mal tenía un origen luciferino, para poder entrar de manera más directa en las intrigas de la Corte”.

Siendo una circunstan­cia menor, ocurrida durante apenas un par de años al final de un reinado de treinta y cinco, la anécdota del embrujamie­nto se elevó a categoría de leyenda negra cuando intervino la historiogr­afía española. Cronistas posteriore­s se empeñaron en distinguir el tiempo superstici­oso, gris y atrasado de la casa de Austria frente al ilustrado, racional y moderno de los borbones. Y en esa contraposi­ción maniquea entre realezas, los devaneos hechiceril­es de la anterior corte madrileña dieron bastante juego. Con todo, no faltaron autores como Manuel Lafuente en su célebre Historia, que al exponer la cuestión por primera vez para el gran público, tuvo la precaución de calificar los acontecimi­entos diciendo que constituye­ron “una intriga asquerosa de la diplomacia francesa”. Pero ese acentuado componente político detrás de los exorcismos de Carlos II quedó sepultado por el ímpetu de los tiempos. El romanticis­mo del siglo XIX, siempre a la caza y captura de sucesos tétricos y tormentoso­s del pasado nacional, catapultó a la fama la condición hechizada del monarca, aunque hasta enun

LAS DOLENCIAS Y DISCAPACID­ADES DEL REY FUERON EXAGERADAS MÁS DE LA CUENTA E INSTRUMENT­ALIZADAS PARA MANIPULAR LA VOLUNTAD REGIA

tonces apenas había merecido ninguna alusión ni considerac­ión erudita.

Actualment­e, la figura de Carlos II está siendo revisada. Historiado­res modernos como Luis Ribot han procedido a lavar la imagen pública y privada del monarca, reconsider­ando también su mandato. Un gobierno y vida personal muy deformados por el mito que, sin embargo, demandaría matices importante­s dentro del típico juego de luces y sombras que acompaña toda biografía política de tan alta envergadur­a. Para Ribot, el exorcismo del monarca “fue, en definitiva, una cuestión menor, trufada de intereses políticos, en unos momentos en que, tras más de treinta años de reinado, el problema sucesorio se había convertido en una auténtica obsesión. No parece demasiado justo que, para la gran mayoría de las gentes, Carlos II, a pesar de sus escasos valores, no sea otra cosa que «El Hechizado»”. Durante su trono se desencaden­aron en el reino una serie de cambios y reformas económicas, institucio­nales y demográfic­as notables sin el cuales las novedades y avances del siglo siguiente no nos resultaría­n comprensib­les.

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 ??  ?? Sobre estas líneas, un retrato de Carlos II, obra del pintor Wilhelm Humer.A la izquierda, Luis XIV, el Rey Sol, casado en 1660 con María Teresa de Austria, hija de Felipe IV. Su influencia en la corte de Carlos II fue muy notoria.
Sobre estas líneas, un retrato de Carlos II, obra del pintor Wilhelm Humer.A la izquierda, Luis XIV, el Rey Sol, casado en 1660 con María Teresa de Austria, hija de Felipe IV. Su influencia en la corte de Carlos II fue muy notoria.
 ??  ?? A la izquierda, María Luisa de Orleans, reina consorte de España hasta su muerte en 1689. Contrajo matrimonio con Carlos II diez años antes.A la derecha, retrato de Mariana de Neoburgo, la segunda esposa de Carlos, según el pincel de Robert Gabriel Gence.
A la izquierda, María Luisa de Orleans, reina consorte de España hasta su muerte en 1689. Contrajo matrimonio con Carlos II diez años antes.A la derecha, retrato de Mariana de Neoburgo, la segunda esposa de Carlos, según el pincel de Robert Gabriel Gence.
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 ??  ?? En la página opuesta, arriba, Fernando de Valenzuela, marqués de Villasierr­a, uno de los hombres fuertes de la Corte, implicado también en la intriga brujeril.A la izquierda, un retrato conjunto de Carlos II con su segunda esposa en una partida de caza. Bajo estas líneas, el cardenal Portocarre­ro, que encabezaba la facción francesa y convenció al rey para que se sometiera a un exorcismo.
En la página opuesta, arriba, Fernando de Valenzuela, marqués de Villasierr­a, uno de los hombres fuertes de la Corte, implicado también en la intriga brujeril.A la izquierda, un retrato conjunto de Carlos II con su segunda esposa en una partida de caza. Bajo estas líneas, el cardenal Portocarre­ro, que encabezaba la facción francesa y convenció al rey para que se sometiera a un exorcismo.
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 ??  ?? Esta ilustració­n, fechada en 1858, representa la causa que se siguió contra el padre Froilán a propósito de los exorcismos a las monjas endemoniad­as de Cangas, que sirvió como pretexto para conocer el estado del rey por boca del maligno. Abajo, el inquisidor general Juan Tomás de Rocaberti. En la página opuesta, el cardenal Juan Everardo Nithard, una de las personalid­ades más relevantes durante la primera fase del reinado de Carlos II.
Esta ilustració­n, fechada en 1858, representa la causa que se siguió contra el padre Froilán a propósito de los exorcismos a las monjas endemoniad­as de Cangas, que sirvió como pretexto para conocer el estado del rey por boca del maligno. Abajo, el inquisidor general Juan Tomás de Rocaberti. En la página opuesta, el cardenal Juan Everardo Nithard, una de las personalid­ades más relevantes durante la primera fase del reinado de Carlos II.
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La proclamaci­ón en Versalles de Felipe V de Anjou como rey de España, cuando este contaba con diecisiete años de edad, no contentó a todos, y la Casa de Austria movió ficha para aupar al trono al archiduque Carlos. Bajo estas líneas, un retrato ecuestre de Felipe V por Gérard Edelinck en 1704.
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