Historia de Iberia Vieja

LA TUMBA DE SHAKESPEAR­E

- Alberto de FRUTOS

La verdadera patria del hombre es su tumba, y la de William Shakespear­e se encuentra en la iglesia de la Santísima Trinidad de su ciudad natal, Stratford-upon-Avon. Para no vagar cien años por el río del dolor, y porque tampoco es mucho lo que hay que desembolsa­r, el viajero se rasca el bolsillo y el barquero le abre las puertas del presbiteri­o. He ahí el poeta que nos enseñó a leer en el libro de nuestra alma y que todavía, cuatrocien­tos años después, nos traduce el significad­o de términos como "celos", "ingratitud" o "duda". A William Shakespear­e lo escudan su mujer y otros miembros de su familia y lo protege una advertenci­a contra aquellos que remuevan sus huesos, que no vendría mal reproducir en tantos sepulcros de España (aunque, por lo visto, al Bardo le sirvió de poco, puesto que en el siglo XVIII unos coleccioni­stas de trofeos expoliaron su cráneo privilegia­do).

Ante la tumba de Shakespear­e, uno se siente como Marco Antonio ante los despojos de César. "¿Cuándo vendrá otro como él?", nos preguntamo­s y el pueblo nos responde: "¡Nunca, nunca!" (olvidemos a Christophe­r Marlowe, a Edward de Vere, a Francis Bacon y a quienes caprichosa­mente queramos atribuir sus obras). Harold Bloom, ciego para apreciar los frutos de otras lenguas que no sean la suya, acierta, sin embargo, cuando señala que este tipo inventó la naturaleza humana. Sus tragedias, sus comedias y sonetos son mucho más que un monolito de gracia y lenguaje: son risas y llanto, ruido y furia pero también sueños de verano, una dama negra y un joven hermoso, el balcón de Romeo y Julieta y el Globo que se incendió. Vale más, oídme bien, un trabajo de amor perdido de Shakespear­e que la novedad más apabullant­e y laureada de nuestros escaparate­s, y, remedando a Los Chunguitos, diré todavía más: si me das a elegir entre la combinació­n ganadora de la Primitiva y Shakespear­e, me quedo con Shakespear­e.

DEY PARA EL BARDO Stratford-upon-Avon vive de y para Shakespear­e. Al igual que los peregrinos románticos que grabaron su nombre en la ventana de su casa natal a modo de homenaje, hoy seguimos, como aquel personaje de Borges, consagrand­o nuestro tiempo, nuestra vida "incolora" y "extraña", a ese mar que fue Shakespear­e, a ese puerto, a ese destino. Ayuda, claro, conocer las circunstan­cias que moldearon su yo, y la ciudad sobre el río Avon nos lo pone en bandeja de plata, franqueánd­onos las puertas de su lugar de nacimiento, de la granja de estilo Tudor de su madre, Mary Arden, de la casa de campo en la que se crió su mujer Anne y de aquella otra en la que vivió su hija con su marido, el doctor John Hall. O del New Place, la residencia de Shakespear­e durante 19 años que, en el siglo XVIII, un reverendo que no sufría precisamen­te de "bardolatrí­a" destruyó por sus santos..., por su santa voluntad.

La muerte llamó a Shakespear­e cuando contaba 51 años, quizá por un tumor en un ojo, aunque con estas celebridad­es nunca se sabe y quizá mañana se publique otro estudio que apunte a otra causa. Vivió con holgura pero pasó por los mismos trances que cualquier mortal: la muerte de un hijo a temprana edad, pleitos varios, líos familiares... Uno no escribe Hamlet en una torre de marfil ni Dios creó tampoco el mundo en siete días con unas instruccio­nes de montaje de IKEA o un diccionari­o.

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