LA TUMBA DE SHAKESPEARE
La verdadera patria del hombre es su tumba, y la de William Shakespeare se encuentra en la iglesia de la Santísima Trinidad de su ciudad natal, Stratford-upon-Avon. Para no vagar cien años por el río del dolor, y porque tampoco es mucho lo que hay que desembolsar, el viajero se rasca el bolsillo y el barquero le abre las puertas del presbiterio. He ahí el poeta que nos enseñó a leer en el libro de nuestra alma y que todavía, cuatrocientos años después, nos traduce el significado de términos como "celos", "ingratitud" o "duda". A William Shakespeare lo escudan su mujer y otros miembros de su familia y lo protege una advertencia contra aquellos que remuevan sus huesos, que no vendría mal reproducir en tantos sepulcros de España (aunque, por lo visto, al Bardo le sirvió de poco, puesto que en el siglo XVIII unos coleccionistas de trofeos expoliaron su cráneo privilegiado).
Ante la tumba de Shakespeare, uno se siente como Marco Antonio ante los despojos de César. "¿Cuándo vendrá otro como él?", nos preguntamos y el pueblo nos responde: "¡Nunca, nunca!" (olvidemos a Christopher Marlowe, a Edward de Vere, a Francis Bacon y a quienes caprichosamente queramos atribuir sus obras). Harold Bloom, ciego para apreciar los frutos de otras lenguas que no sean la suya, acierta, sin embargo, cuando señala que este tipo inventó la naturaleza humana. Sus tragedias, sus comedias y sonetos son mucho más que un monolito de gracia y lenguaje: son risas y llanto, ruido y furia pero también sueños de verano, una dama negra y un joven hermoso, el balcón de Romeo y Julieta y el Globo que se incendió. Vale más, oídme bien, un trabajo de amor perdido de Shakespeare que la novedad más apabullante y laureada de nuestros escaparates, y, remedando a Los Chunguitos, diré todavía más: si me das a elegir entre la combinación ganadora de la Primitiva y Shakespeare, me quedo con Shakespeare.
DEY PARA EL BARDO Stratford-upon-Avon vive de y para Shakespeare. Al igual que los peregrinos románticos que grabaron su nombre en la ventana de su casa natal a modo de homenaje, hoy seguimos, como aquel personaje de Borges, consagrando nuestro tiempo, nuestra vida "incolora" y "extraña", a ese mar que fue Shakespeare, a ese puerto, a ese destino. Ayuda, claro, conocer las circunstancias que moldearon su yo, y la ciudad sobre el río Avon nos lo pone en bandeja de plata, franqueándonos las puertas de su lugar de nacimiento, de la granja de estilo Tudor de su madre, Mary Arden, de la casa de campo en la que se crió su mujer Anne y de aquella otra en la que vivió su hija con su marido, el doctor John Hall. O del New Place, la residencia de Shakespeare durante 19 años que, en el siglo XVIII, un reverendo que no sufría precisamente de "bardolatría" destruyó por sus santos..., por su santa voluntad.
La muerte llamó a Shakespeare cuando contaba 51 años, quizá por un tumor en un ojo, aunque con estas celebridades nunca se sabe y quizá mañana se publique otro estudio que apunte a otra causa. Vivió con holgura pero pasó por los mismos trances que cualquier mortal: la muerte de un hijo a temprana edad, pleitos varios, líos familiares... Uno no escribe Hamlet en una torre de marfil ni Dios creó tampoco el mundo en siete días con unas instrucciones de montaje de IKEA o un diccionario.