JUANA DE ARCO
TRAVESTI, REBELDE, ESQUIZOFRÉNICA, EPILÉPTICA, GUERRERA, VIRGEN, SANTA, HEREJE… LA LOCURA DE JUANA DE ARCO SALVÓ A UN PAÍS, AUNQUE LE COSTARA EL PEOR DE TODOS LOS DESENLACES: MORIR QUEMADA ENTRE LAS LLAMAS DE LA HOGUERA.
Antes de su muerte en la hoguera en 1431, la doncella de Orléans lideró al ejército de Francia en la Guerra de los Cien Años, que enfrentó a su país contra Inglaterra. La joven lo hizo siguiendo la voz de Dios, que la exhortó a expulsar a los ingleses de su tierra. ¿Cómo pudo llegar tan alto una campesina en la sociedad de su tiempo? ¿Y qué o quiénes propiciaron su caída? La vida de Juana de Arco ha inspirado un sinfín de obras de arte –también cinematográficas–, que perfilan el retrato de una mujer adelantada a su tiempo, a la que años después de su ejecución la Iglesia rehabilitó.
Le gustaba travestirse, oía voces, veía ángeles y tenía delirios de grandeza mesiánica
alimentados por un profundo misticismo religioso. Juana de Arco (1412-1431) pensaba que había sido elegida por Dios para unirse al ejército de Francia y expulsar a los británicos que asediaban Orléans. Gracias a su enfermiza cabezonería, logró su propósito, para gloria de Francia: con tan sólo 17 años encabezó las tropas del ejército francés en la guerra de los Cien Años y logró que Carlos VII de Valois fuera coronado rey de Francia. El legado que la doncella de Orléans dejó a la posteridad fue tan absurdo como gloriosamente inmenso, si tenemos en cuenta la peligrosa costumbre de ensalzar a los fanáticos como héroes: en Francia la convirtieron en heroína de la Liga Católica del siglo XVI, de los círculos patrióticos del siglo XIX y hasta de las campañas de la extrema derecha del siglo XX, y fue fuente de inagotable inspiración a la hora de arengar a las fuerzas aliadas durante la Primera y Segunda Guerra Mundial.
REBELDE SIN CAUSA
Juana de Arco siempre había exhibido un carácter rebelde y un comportamiento heterodoxo. Lejos de encajar en las limitaciones y deberes de las campesinas de su época, desafió todos los convencionalismos, afirmando que debía actuar al margen de su naturaleza femenina por designio de Dios. No ocultaba su misión: tenía que unirse al ejército francés, liberar Orléans del asedio inglés y conducir a Francia a los laureles de la victoria. Y como el que avisa no es traidor, Juana disolvió cualquier duda al respecto de su propósito en la vida: no voy a trabajar en el campo, no voy a casarme, no voy a tener hijos, voy a hacer voto de virginidad porque así se lo he prometido a Dios, voy a ver al delfín de Valois, voy a comandar el ejército de Francia, a echar a los ingleses y a recuperar la lealtad de París. Algo inconcebible para cualquier campesino, sin entrenamiento ni experiencia militar alguna; mucho menos para una mujer. Pero corrían tiempos difíciles, con la guerra de los Cien Años sangrando a la población, matando a millones de personas y destruyen
do buena parte de Francia. La gente estaba tan desesperada que en aquellos momentos se habrían agarrado a un clavo ardiendo si con quemarse hubieran logrado acabar con aquella guerra que duró ciento dieciséis años, así que algunos oídos sí prestaron atención a sus palabras.
En primavera de 1428 engañó a sus padres para ir a ver a Robert de Baudricourt, el señor del lugar. Las voces le habían dicho que ese, y no otro, sería el hombre que habría de conducirla hasta el delfín. La acompañaba Durante Laxalt, primo de su madre, a quien había persuadido de sus historias. No sería la primera vez que daría muestras de sus habilidades de convicción. Sin embargo, cuando llegaron al castillo, Baudricourt se negó a atenderla, y le dijo a Laxalt “que la mandase otra vez con su padre y que debería darle una buena paliza”, según recogía la medievalista Régine Pernaud, en su obra Jeanne d'Arc par
elle-même et par ses témoins. A la doncella de Orléans le sentó bastante mal, ya no por la negativa, sino por el hecho de que según las voces, sólo tenía un año para cumplir su misión. Un año después, en 1429, todavía insistía: “antes de mediada la Cuaresma, debo estar al lado del rey, aunque tenga que gastarme las piernas hasta las rodillas. Pues no hay nadie en el mundo […] que pueda rescatar el reino de Francia”. Baudricourt cambió de idea, probablemente intimidado por la confianza que aquella muchacha sencilla tenía en sí misma, así que le dio un salvoconducto, la montó en el caballo que Laxalt le había comprado y la mandó a Chinon, al castillo donde se escondía el delfín, a 500 kilómetros de distancia. Noche tras noche, y durante once jornadas, la joven cabalgó con la única escolta de seis caballeros de armas atravesando territorios hostiles, ocupados por angloborgoñones.
Al llegar a la residencia feudal del delfín, se presentó ante él sin complejo alguno, contándole a él, y a todos los hombres y mujeres presentes en la sala, la misma historia que había repetido hasta la saciedad. Lo cierto es que después de que la suegra del delfín, Violante de Aragón, procediera a examinarla para comprobar si era verdad que era virgen –lo era–, logró convencer a la élite secular y religiosa de que ella encarnaba la salvación de Francia. Tanto es así, que la propia Violante de Aragón aportó dinero para financiar la hazaña que se había propuesto emprender: ir a Orléans a tomar el mando del ejército francés y acabar con la ocupación inglesa.
LA LOCURA SALVA A UN PAÍS
Partió con el apoyo y beneplácito del delfín, los clérigos de Poitiers y el consejo real. No sabemos mucho sobre el aspecto físico de Juana de Arco, ni de qué color tenía el pelo, pero por los testimonios de admiración de aquellos que la conocieron, es probable que se tratara de una mujer con algún rasgo seductor, atractiva, lozana, ágil, con un tono de
voz firme y convincente, de complexión fuerte y diestra en las actividades físicas. Lo que sí sabemos es que llevaba el cabello a lo paje, cortado por encima de sus orejas, enfundada en un tosco sayo de lana, calzones y sobrecalzas, y que se ganó la confianza, respeto y admiración de propios y extraños. El duque de Alençon, un comandante de veinticinco años, se declaró a sí mismo como “embelesado” por ella. Él mismo le había regalado un caballo al segundo día de estar en Chinon, al verla empuñar la lanza en un torneo. El joven Alençon marchó junto a ella, con más de 4.000 hombres siguiéndola como al flautista de Hamelín. La muchedumbre se agolpaba al verla pasar, sintiéndose ya vencedores, como si su sola presencia barriera todos sus temores. Tal era el efecto que Juana producía en los demás. No tardó en conseguir un rango de autoridad sin igual entre los militares y la élite. En canciller real, quien convivió seis jornadas junto a ella en el campo de batalla, dijo: “soporta el peso y la carga de una armadura increíblemente bien […] [Fue] la primera en colocar una escalera de asalto sobre el bastión del puente”. Era su valiente temeridad lo que más inspiraba a los soldados. Juana de Arco se creía invencible, porque contaba con el escudo divino de creer que aquella victoria –convencida como estaba de que vencería– era voluntad de Dios. Dunois, uno de los siete jefes militares, contaba que en mitad de la lucha, “cogiendo el yelmo de su cabeza, respondió que no estaba sola, que aún la acompañaban cincuenta mil hombres y que no abandonaría ese lugar hasta haber tomado la ciudad. En ese momento, a pesar de lo que ella dijera, no contaba con más de cuatro o cinco hombres […]”. Es decir, Juana se creía rodeada por un ejército de soldados guardianes invisibles.
Nada parecía amedrentarla, ni los golpes que recibía, ni el trastazo que le partió el yelmo, ni las heridas de flecha que sufrió en el cuello y el muslo. Los jefes militares fueron rindiéndose al talento natural que aquella fémina tenía para desplegar tácticas, estrategias e innovadores métodos bélicos.
JUANA DE ARCO SE CREÍA INVENCIBLE, PORQUE CONTABA CON EL ESCUDO DIVINO DE CREER QUE AQUELLA VICTORIA ERA VOLUNTAD DE DIOS
La cuestión es que la locura de Juana salvó a un país, pues nada más llegar, se enfrentó con poco más de cuatrocientos hombres ante ese poderoso ejército inglés que parecía intocable. El secreto de las tropas francesas radicaba en aquel nuevo brío de esperanza que la virgen guerrera les había infundado, haciéndoles sentir que su vida –y su muerte, en caso de hallarla en la contienda– formaba parte de algo más grande, algo que les trascendía, una misión divina por la que siempre serían recordados. Tenían un propósito, y eso es algo que pocos caudillos militares han logrado dar a sus soldados. Pero si los franceses se sintieron envalentonados con su presencia, el mito de aquel fetiche mágico de carne y hueso también consiguió aterrorizar a los ingleses. Tanto es así, que en Meung y Troyes se rindieron prácticamente nada más verla llegar. Fue en Troyes, precisamente, donde ella misma dispuso la artillería. Los elogios de Dunois, Alençon y el resto de jefes militares eran continuos. Todo el mundo estaba maravillado con aquella muchacha de talento extraordinario.
SANTA, GUERRERA, HEROÍNA, TRAVESTI
No sabemos si Juana de Arco era lesbiana o no, pero sí podemos afirmar que la heroína era travesti, y odiaba los vestidos de mujer, pues sabemos, por el encarcelamiento y proceso judicial por el que tuvo que pasar, que se negaba a llevar vestidos –por designio
NO SABEMOS SI JUANA DE ARCO ERA LESBIANA O NO, PERO SÍ PODEMOS AFIRMAR QUE LA HEROÍNA ERA TRAVESTI, Y ODIABA LOS VESTIDOS DE MUJER
de Dios y porque no quería atraer el deseo sexual de los hombres–, pues si había algo que esta joven heroína travesti no estaba dispuesta a entregar –aparte de Francia–, era su virginidad. Podríamos pensar que durante la campaña militar, rodeaba como estaba de hombres, sufrió el acoso sexual de sus compañeros, o cayó en la tentación de yacer con alguno, pero no fue así. De hecho, tal y como señalaban las historiadoras Bonnie S. Anderson y Judith P. Zinser en Historia de
las mujeres, “en campaña intentaba dormir con una mujer siempre que podía”. Ella se sentía como uno más entre los soldados, y les trataba con confianza y naturalidad, dándoles palmaditas en el hombro. Por su parte, ellos sentían lo mismo hacia ella. Era una compañera más, alguien que no les inspiraba ningún tipo de deseo sexual, si hacemos caso a las crónicas. Era como si Juana tuviera un escudo antiatracción.
Pernaud recogía varios testimonios al respecto, como el de dos caballeros que le habían servido de escolta, y que en un principio creyeron que podrían tener relaciones con la joven, “pero, cuando llegó el momento de hablar con ella […] se sintieron tan avergonzados que no se atrevieron […]. Los que alguna vez se echaron a dormir junto a ella en el campamento, decían que jamás habían sentido atracción. Otro muchacho, un oficial llamado Aulon, se explicaba en la misma línea al decir que “mi cuerpo nunca sintió ningún deseo carnal hacia ella […], y eso que había visto sus pechos y piernas desnudas mientras le vendaba las heridas y la ayudaba a ponerse la armadura, como también lo había hecho el joven Alençon. El alto mando Dunouis se expresaba en los mismos términos, sin dejar de sorprenderse por ello: “En cuanto a mí y al resto, cuando nos encontrábamos en su compañía no teníamos ganas ni deseo de intimar, ni de tener relaciones sexuales con mujeres. Lo cual me parece casi un milagro”. En este sentido, Dunois matiza que aquella falta de deseo no era algo que tuviera que ver con Juana de Arco en exclusiva, sino en general. Lo cierto es
PODRÍAMOS PENSAR QUE DURANTE LA CAMPAÑA MILITAR SUFRIÓ EL ACOSO SEXUAL DE SUS COMPAÑEROS, PERO NO FUE ASÍ
que esta doncella guerrera había conseguido transmitir a las tropas un sentido más elevado y espiritual a su causa, sino que había inspirado un modo de vida ejemplar, escenificado por ella misma.
EL JUICIO
¿Cómo es posible que una mujer que gozaba de tanto crédito y respeto entre sus compañeros, gracias a la cual Carlos VII fue coronado como rey de Francia, cayera en desgracia y acabara condenada a morir en la hoguera? ¿Por qué aquella persona que había conseguido levantar el asedio de Orléans y a quien el ejército mimó comprando un “arnés completo para la Doncella, de 100 libras torneras” –según constaba en el libro de cuentas–, no fuera rescatada por su rey cuando el enemigo la capturó?
La coronación de Carlos VII de Valois significó una gran victoria. Los franceses podían considerarse vencedores de la guerra de los Cien Años. Sin embargo, aunque Juana había ayudado a recuperar Francia, todavía quedaba París, la guinda del pastel, pero el recién coronado regente, quien ya tenía lo que quería –un título–, no tenía ganas de seguir guerreando, por lo que tras el acto de coronación, en julio de 1429, se produjo un lapso militar, una tregua que sentó fatal a la doncella guerrera. Todavía no habían completado la misión celestial; Dios seguía instigándola a actuar con su látigo divino; las voces continuaban demandando acción. Así que Juana de Arco no volvió a casa, y siguió guerreando al margen del rey, con poco más de trescientos soldados. Aquel desafío a la autoridad monárquica destapó la caja de las desavenencias.
¿CÓMO ES POSIBLE QUE UNA MUJER QUE GOZABA DE TANTO CRÉDITO CAYERA EN DESGRACIA Y ACABARA CONDENADA A MORIR EN LA HOGUERA?
Sin el apoyo y los recursos reales, Juana no pudo imponerse militarmente ante el enemigo. Cayó en manos de sus adversarios y, obviamente, lo primero que intentaron fue pedir un rescate por la que había sido el Arca de la Alianza de los franceses. El príncipe Juan de Luxemburgo pidió por ella 10.000 coronas de oro, cifra que según Pernoud equivalía al total de la fortuna del rey en aquellos momentos. Que se negaran a pagar aquella cantidad no fue raro; lo extraño fue que no intentaran negociar, ni se molestaran en liberarla. Carlos VII y sus consejeros, sencillamente, se desentendieron de Juana abandonándola a su suerte. Los ingleses no sabían qué hacer con ella. La leyenda
SIN EL APOYO Y LOS RECURSOS REALES, JUANA NO PUDO IMPONERSE MILITARMENTE ANTE EL ENEMIGO Y CAYÓ EN MANOS DE SUS ADVERSARIOS
que aquella mujer había alimentado era tan grandiosa, que los soldados encargados de su custodia desertaban, aterrorizados. A todos ellos mandó castigar el duque de Gloucester. Algo similar sucedió cuando el Arca de la Alianza cayó en manos enemigas, y sus nuevos custodios, ciegos de miedo ante los devastadores efectos que ejercía sobre ellos, la devolvieron tan pronto como pudieron para deshacerse de aquella patata caliente. Juana de Arco intentó escapar del castillo de Beaurevoir saltando desde una torre de veinte metros, pues creía que sus guardianes iban a violarla. Tras aquella tentativa de fuga, la trasladaron a Borgoña de Arras, a cargo del obispo Pierre Cuachon de Beavauis.
Las autoridades se centraron en desenmascararla, pero no iba a ser tarea fácil, porque romper la autoconfianza de aquella moza era como romper el cielo. La lista de cargos contra ella era de varias decenas. Finalmente, se redujeron a doce, siendo el más grave de todos ellos el de invención de falsas revelaciones y apariciones divinas. Montaron un proceso inquisitorial a medida, saltándose los procedimientos eclesiásticos, y sometiéndola a condiciones más crueles de lo normal. Para empezar, cuando encarcelaban a una mujer, la rea estaba al cargo de otras mujeres; pero con Juana de Arco no fue así, la dejaron bajo la atenta vigilancia de cinco hombres, dos fuera y tres dentro de su celda, robándole toda privacidad, y con el consecuente riesgo de violación. Por las noches la ataban a un poste de madera. El obispo Pierre Cauchon y sus secuaces la interrogaban dos veces al día
LOS CARGOS SE REDUJERON A DOCE, SIENDO EL MÁS GRAVE DE TODOS ELLOS EL DE INVENCIÓN DE FALSAS REVELACIONES Y APARICIONES DIVINAS
durante horas, sin nadie que la defendiera. Fueron más de cuarenta personas, entre eclesiásticos, fiscales, jueces, ejecutores, notarios, etc., los que la asediaron a preguntas y abusos psicológicos, amenazándola con torturarla y violarla, intentando por todos los medios derrumbarla mentalmente. No lo consiguieron. Juana se mantuvo en sus trece y desafió la autoridad de aquel tribunal.
LA PESADILLA DE JUANA
Al ver que se les agotaban los recursos, trataron de engañarla sacándola al patio y enseñándole una hoguera, haciéndola creer que si no confesaba, la quemarían. El calor de las llamas la acobardó. Reconoció los cargos de los que se la acusaba, bajo condiciones de absoluta presión, y a cambio de que la dejaran ingresar en una cárcel eclesiástica, para librarse de la custodia inglesa. Juana cumplió su parte del trato y firmó la confesión de su pecado: “pretender con mentiras que había tenido revelaciones de Dios, de sus ángeles, de santa Catalina y de Santa Margarita, y abjuro de todas mis palabras y actos contrarios a la iglesia, deseando permanecer en unión con la iglesia y no abandonarla nunca”. Juana, según el notario que levantaba las actas del juicio, casi parecía feliz. Por fin saldría de lo que para ella era una pocilga inglesa, custodiada por sus archienemigos. Cierto era que para volver a sufrir un encierro, pero en una prisión eclesiástica, donde tenía la esperanza de sentirse más segura. “Venid ahora, de entre vosotros, hombres de iglesia, llevadme a vuestra cárcel, no me dejéis más tiempo en manos de los ingleses”. Sin embargo, el maquiavélico obispo Cauchon salió al paso diciendo: “Llevadla al lugar donde la encontrasteis”. La condujeron de vuelta a la misma celda en la que había estado, le afeitaron la cabeza, la obligaron a quitarse el sayo gris, el manto hasta las rodillas, las calzas y las botas negras, y a ponerse el vestido que le habían dado. Allí estaba otra vez, estancada de nuevo en su peor pesadilla, con los mismos guardianes dentro de su celda. Juana de Arco volvió a presentarse pocos días después enfundada en un jubón de hombre, retractándose de su declaración y declarándose una hereje sin remedio. Sabía lo que le esperaba: la muerte.
LA HOGUERA
Anderson y Zinsser especulan con la idea de que la joven prefiriera morir antes que perder la virginidad. “Debió suponer que ese encarcelamiento dispuesto por Cauchon entrañaba el riesgo de violación a manos de los soldados. La violación significaba la pérdida de su virginidad. La religión de Juana le decía que sin su virginidad se rompería su especial lazo con Dios (...). Explicó a sus interlocutores que había cedido por 'miedo a las llamas'. Les dijo que ahora las santas le hablaban desaprobando sus acciones”. Finalmente, Juana de Arco tuvo que admitir que al decir que Dios la había enviado, sería condenada, pero que aquella era la pura verdad. Cauchon montó en cólera, ni siquiera permitió que los asesores concedieran a Juana un tiempo para reconsiderar la gravedad de sus declaraciones, y mandó preparar las hoguera. “Eres por segunda vez, una hereje reincidente, como un perro que tiene la costumbre de volver a su vómito […] Te repudiamos como miembro podrido”, fueron las palabras que escupió el obispo. La condujeron hasta la pira vestida de mujer. Ella se encomendó a sus santos, recitando una retahíla de palabras piadosas, mientras las llamas la asfixiaban. Se aseguraron de que no quedase nada de ella, ni un solo huesecillo, ni una reliquia que posteriormente pudieran venerar sus devotos.
LA CONDUJERON HASTA LA PIRA Y ELLA SE ENCOMENDÓ A SUS SANTOS, RECITANDO UNA RETAHÍLA DE PALABRAS PIADOSAS MIENTRAS LAS LLAMAS LA ASFIXIABAN