Historia de Iberia Vieja

UN CASTIGO divino

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› La sociedad de la Edad Media lo ignoraba todo acerca de microbios, virus y bacterias, y la Medicina del momento se reducía a una mezcla de conocimien­tos heredados de los autores clásicos (teoría de los cuatro humores) y astrología médica. Si a eso sumamos las terribles caracterís­ticas de la plaga y su elevadísim­a mortalidad –algo que no se recordaba– la mayor parte de la población interpretó aquel infierno sobre la Tierra como una muestra de la ira divina por los pecados cometidos, una especie de Dies irae anticipo del Juicio Final.

Entre los eruditos, la opinión más extendida era que la epidemia se había desencaden­ado como consecuenc­ia de una corrupción del aire, provocada a su vez por una conjunción planetaria de Saturno, Júpiter y Marte en el signo de Acuario. Tras la putrefacci­ón del aire y los primeros contagios, los vapores emanados de los cadáveres y de los lugares infestados favorecían la propagació­n de la epidemia. Así lo creía, por ejemplo, el profesor de la Universida­d de Padua Gentile da Foligno, autor de un opúsculo sobre la plaga (Concilia contra pestilenti­am, 1348). El

único que se acercó a lo que realmente sucedía, aunque sin imaginar la complejida­d de la causa, fue el médico almeriense Ibn Jatima, autor de una pequeña obra sobre la peste, publicada en 1349. En ella, el galeno musulmán atribuía la enfermedad a organismos minúsculos que pasaban de un cuerpo a otro.

En cualquier caso, el grueso de la población atribuyó lo ocurrido a la cólera divina, así que no es de extrañar que muchos pensaran que la única forma de combatir la epidemia pasara por rezar, expiar los pecados y recuperar la gracia de Dios. Pese a todo, no faltaron medidas más prácticas que buscaban reducir o minimizar el contagio: en algunos lugares se establecie­ron ordenanzas destinadas a mejorar la higiene –no porque imaginaran que la limpieza impidiera las infeccione­s, sino porque se creía que las inmundicia­s favorecían la corrupción del aire–, se prohibió la entrada en ciertas poblacione­s (para evitar contagios) y, sobre todo, se impuso la huida a lugares menos poblados, popularizá­ndose citas latinas como Cito, longe, tarde (que sugería huir pronto, lejos y regresar tarde). Algo similar propuso siglos más tarde, con motivo de nuevos brotes pestilenci­ales, el médico español Sorapán de Rieros: «Huir de la pestilenci­a con tres ‘eles’ es prudencia: luego, lexos y luengo tiempo».

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