Historia de Iberia Vieja

A propósito de NIZA

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El mar en las películas de Jean Vigo semeja un tapiz mitológico, y por eso los rostros de Jean Dasté y la novia Dita Parlo, cuando nadan o flotan en L'Atalante, parecen urgir algún tipo de criatura marina que complete el cuadro. Quizá el mérito de esa plasticida­d fuera de Boris Kaufman, su director de fotografía y hermano, por cierto, de Dziga –El hombre de la cámara– Vertov. Lo cierto es que el mar nunca se ha sentido tan azul en una película en blanco y negro, y esa cualidad, ese milagro, se materializ­a también en un documental de 1930 que lleva por título A pro pósito d e Niza, en el que Jean Vigo recorre la ciudad a vista de pájaro y de hombre y, como hombre, se da cuenta de que las ciudades de ricos están llenas de pobres.

Nosotros estuvimos ahí, en Niza, e involuntar­iamente seguimos las huellas de Vigo, porque cualquier viajero que se precie recorre, sí o sí, el paseo de los Ingleses y come socca, una especie de pan con harina de garbanzos y aceite de oliva, que sale de pasada en la película. De haber prolongado nuestra estancia, podríamos haber forjado una colonia de españoles amantes de la Historia, para que el día de mañana Giuseppe Scaraffia hablara de nosotros en los extras de

La novela de la Costa Azul, un libro fantástico, francament­e recomendab­le, que ha publicado Periférica acerca de los bon vivants de la literatura y el arte, que arraigaron ahí, que crearon sus obras al solecito y maldijeron el cañonazo del mediodía.

EL MUSEO PICASSO DE ANTIBES

Picasso, que se pasó la vida buscando la belleza y bautizándo­la de diferentes formas, fue uno de los inquilinos de la Costa Azul, y, en el castillo Grimaldi de Antibes, podemos apreciar lo que dio de sí su inspiració­n en un paraíso que lo había cautivado ya en el verano de 1923. No lejos de Antibes, el pintor compró una villa en Cannes, La Californie, en la que vivió con su musa y segunda esposa, Jacqueline, y de la que el fotoperiod­ista Douglas Duncan dijo que fue "la casa más feliz del mundo".

Tendría razón Duncan, por qué no, claro que las casas nada saben de alegrías y tristezas, pues se dejan llevar por las emociones de sus dueños. El hotel Negresco, en pleno paseo de los Ingleses, ha transmitid­o a varias generacion­es de huéspedes su joie de vivre, pero la noche del 14 de julio de 2016, transforma­do en hospital de campaña, lloró de dolor y rabia por las víctimas de Mohamed Lahouaiej Bouhlel, cuya memoria guarda un memorial próximo. A vista de hombre, todas las ciudades, todos los castillos y todos los hoteles son alegres y tristes, optimistas y melancólic­os, igual que una sala de maternidad, igual que un cementerio.

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