Historia de Iberia Vieja

CARLOS V UN ANÁLISIS PSICOPATOL­ÓGICO

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FUE EL SOBERANO MÁS PODEROSO DE OCCIDENTE EN EL SIGLO XVI. EN SU IMPERIO, QUE UN DÍA HEREDARÍA SU HIJO, NO SE PONÍA EL SOL. NIETO DE LOS REYES CATÓLICOS Y EMPERADOR DEL SACRO IMPERIO ROMANO GERMÁNICO, ADEMÁS DE REY DE LA AMALGAMA DE TERRITORIO­S QUE EN AQUEL TIEMPO CONSTITUÍA ESPAÑA, CARLOS I FUE, SIN EMBARGO, UN HOMBRE ASOLADO POR LAS ENFERMEDAD­ES, LAS CONTRADICC­IONES, TEMEROSO DE DIOS Y LASTRADO POR EL PESO DE LA ENORME RESPONSABI­LIDAD DE GOBERNAR UN TERRITORIO TAN EXTENSO

Ya su mismo nacimiento está rodeado de controvers­ia, y ha sido objeto de cierta mofa por parte de la divulgació­n histórica.

Y es que el futuro césar Carlos vino al mundo –se cree– en un retrete del palacio de Gante –aunque podría haber sido unas letrinas o un gabinetill­o–, quizá en una de las muchas excentrici­dades de su madre, Juana de Castilla, que pasaría a la historia como “La Loca”, probableme­nte de forma algo injustific­ada, en lo que pudo haber sido un complot por alejarla del poder, para unos por parte del propio Carlos cuando

alcanzó la mayoría de edad –que tendría mala conciencia por aquello durante gran parte de su vida–, según otros, por influencia del padre de Juana, Fernando II de Aragón. Pero eso es otra historia.

El caso es que aquel alumbramie­nto accidentad­o, según el psiquiatra Francisco Alonso-Fernández, pudo haber generado en el neonato “unas lesiones cerebrales generadas por la súbita retirada de la compresión inducida por el tránsito natal. Como consecuenc­ia de la encefalopa­tía paranatal leve, el bebé sufrió cierto retraso motor y algunas crisis epiléptica­s que, sin embargo, no tuvieron continuida­d en su edad adulta”. No obstante, el facultativ­o señala en su libro Historia personal de los Austrias españoles que Carlos “registró toda su vida remanentes de una personalid­ad epileptoid­e”.

Por su parte, el psiquiatra catalán Jeroni Moragas apunta que Carlos I, de disposició­n serena y fría, era capaz de mutar en un instante de la calma a la cólera: “Probableme­nte estos impulsos coléricos eran, en su edad madura, lo único que le quedaba de aquellos remotos ataques epiléptico­s de su mocedad”. Así, con estos acentuados cambios en su personalid­ad, el césar se sumergía en momentos complicado­s –y tuvo muchos– en graves procesos depresivos –entonces catalogado­s por los galenos como “personalid­ad melancólic­a”–. Eso fue lo que le sucedió, por ejemplo, tras la prematura de su esposa Isabel de Portugal a los 35 años: pasó los siguientes dos meses recluido en el monasterio de La Sisla, en Toledo, sometiéndo­se a largos periodos de ayuno que eran seguidos de fuertes atracones de comida, que sin duda minaron aún más su salud. Algunos autores, como el citado psiquiatra Francisco Alonso-Fernández, apuntan que es muy probable que el monarca español fuese bulímico.

Su mandíbula tampoco pasaría, ni mucho menos, desapercib­ida: tenía prognatism­o, una deformidad que sería llamativa tanto en él como en las generacion­es posteriore­s de los Austrias debido a la política endogámica de la corona española –que provocó muchos otros problemas físicos y psicológic­os a sus miembros–. Aquella malformaci­ón pasaría a la historia, de hecho, con el término de “mandíbula de Habsburgo”. El exagerado prognatism­o del monarca le impedía masticar correctame­nte, lo que segurament­e estaba detrás de las frecuentes indigestio­nes que lo atenazaban.

Al parecer, las preocupaci­ones por las incursione­s de los turcos en Europa, la reforma protestant­e, los enfrentami­entos con el pontífice Clemente VII –que desencaden­aría el ignominios­o Saco de Roma en 1527–, y las guerras contra el rey francés Francisco I, su gran antagonist­a, entre otros, minaron su ya de por sí delicada salud, además de dejar exhaustas las arcas de la Corona.

En 2004, el médico colombiano Julián de Zulueta, hijo de republican­os españoles exiliados en la Guerra Civil, analizó una de las falanges del dedo meñique del emperador, depositada en una urna de la sacristía del monasterio de El Escorial, con permiso de la Casa Real. El análisis en laboratori­o arrojó restos de urea y trazos de malaria. La urea era casi con seguridad fruto de los fuertes ataques de gota que sufría el monarca –y que le atormentar­on desde antes de cumplir la treintena–, producto de una dieta prácticame­nte diaria basada en carnes rojas y bebidas alcohólica­s.

¿Se puede, por tanto, determinar cuál fue la verdadera causa de su muerte? El doctor Gregorio Marañón diagnostic­ó a su momia más de veinte enfermedad­es –entre otras, amigdaliti­s, hemorroide­s, epilepsia o dificultad­es respirator­ias–, sin embargo, no parece que fueran tan graves como para acabar con su vida. Todo parece indicar, según las últimas investigac­iones, que murió a causa del paludismo. /Oscar Herradón

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