Historia de Iberia Vieja

La historia natural de la DESTRUCCIÓ­N

- Alberto de FRUTOS

■ Cuando el fuego consumía la techumbre de Notre Dame de París, muchos nos acordamos de la catedral de Reims, otro de los grandes tesoros del gótico europeo. En septiembre de 1914, la catedral mártir fue víctima de los bombardeos alemanes y heló el corazón de los franceses y del resto del mundo por los daños sufridos. Las postales se tiñeron del color de las llamas y el humo ahogó las torres de un templo en el que se habían coronado 33 reyes de Francia. En las páginas de los periódicos, los intelectua­les se preguntaba­n “por qué” y el silencio les daba la callada por respuesta. Si el silencio hablara, puede que se hubiera limitado a citar a Kipling: "Si alguien pregunta por qué hemos muerto/ diles que fue porque nuestros padres mintieron". Solo unos días antes, se había librado la batalla del Marne, que acabó con la vida de unos 150.000 soldados de ambos bandos. ¿Cuántos arquitecto­s, cuántos albañiles, cuántas catedrales con sus sueños coronados perecieron en aquella calamidad?

Nosotros estuvimos hace unas semanas en la catedral de Reims y, por algún motivo, pensamos en la tenaz Sophia Loren, que buscaba a su amado Marcello Mastroiann­i, perdido en el Frente Oriental, en la película de Vittorio de Sica Los girasoles.

Igual que esa planta crecía sobre los cadáveres de los soldados caídos en Rusia, así Notre-Dame de Reims fue floreciend­o de sus ruinas, como tantas veces antes en la historia. Hoy, la catedral ya no huele a humo y el horror de 1914 se mezcla con los siniestros que lo precediero­n en el tiempo.

EL FUEGO QUE SOMOS

Somos supervivie­ntes transitori­os del fuego, pasajeros de una diligencia que avanza a trompicone­s por territorio apache y se pone a tiro de los malos, sean estos quienes sean. Somos la balsa de la Medusa y los Budas de Bāmiyān, el agua y la dinamita, el desdén del olvido y la ceniza.

Por supuesto, el buen Quasimodo volverá a repicar las campanas de Notre Dame de París y los turistas no tardarán en hacer cola para ver las gárgolas de cerca. Y, por supuesto también, la historia se repetirá algún día y otras hogueras, otras lágrimas, prenderán en nuestros ojos asombrados, porque no tenemos memoria y todo nos parece insólito, nuevo, desusado. Pero todo es viejo. Lo saben las estatuas que nos miran en la catedral de Reims, sus capitales, sus vidrieras. Lo saben las palabras de los libros –Edith Wharton anotó que en el interior de la ciudad de Reims se respiraba una "desolación absoluta"– y lo saben los textos en latín de las placas.

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