Historia de Iberia Vieja

LA GRAN EVASIÓN

- JAVIER GARCÍA BLANCO

En 1938, cerca de 800 presos se escaparon del fuerte de san Cristóbal, en el monte navarro de Ezkaba. Eran, en su mayoría, trabajador­es afiliados a sindicatos o partidos del Frente Popular, intelectua­les, militares y funcionari­os leales a la República, que sobrevivía­n en unas condicione­s infrahuman­as. El éxito inicial de su evasión tuvo, sin embargo, el peor de los finales, ya que cientos de soldados franquista­s procediero­n a una auténtica “caza” humana que se saldó con la muerte de más de 200 de ellos. Los demás, salvo cuatro, fueron capturados de nuevo.

EN PLENA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA, LOS PRESOS DE UNA CÁRCEL FRANQUISTA DE PAMPLONA PROTAGONIZ­ARON UNA DE LAS MAYORES FUGAS DE LA HISTORIA: CASI 800 PRISIONERO­S HUYERON MONTE A TRAVÉS CON LA ESPERANZA DE ALCANZAR TERRITORIO FRANCÉS. MUY POCOS CONSIGUIER­ON LA ANSIADA LIBERTAD…

Pasan pocos minutos de las 7 y media de la tarde del 22 de mayo de 1938. La mayor parte de los 2.487 presos del fuerte San Cristóbal, en el monte Ezkaba, a escasos kilómetros de Pamplona, mata el rato como puede mientras llega la raquítica cena. Al mismo tiempo, un pequeño grupo de prisionero­s, unos cincuenta, está a punto de pasar a la acción. Llevan meses esperando y preparando a conciencia este momento. Es tarde de domingo y, aprovechan­do la ausencia del oficial de la prisión y que la cena está a punto de reunir a la mayor parte de los soldados en el comedor, pretenden hacerse con el control del fortín y huir de aquella ratonera inmunda.

Todo se desarrolla con rapidez. Los presos Baltasar Rabanillo y Leopoldo Pico –este último, militante del PCE y amigo de Pasionaria, es el cabecilla de la fuga–, capturan al guardia que se dispone a repartir el rancho entre los penados de la primera brigada. Pico le arrebata la pistola y se viste con sus ropas. A continuaci­ón, diez presos más se unen a ellos y se dividen para dirigirse a distintos puntos del fuerte. El primer grupo acude a la cocina y reduce a tres cocineros y un guardia, encerrándo­los en un cuarto. Después continúan su camino hasta el edificio de pabellones, donde se encuentran con otros dos centinelas. Uno de ellos se rinde al momento, pero otro se resiste e intenta dar la voz de alarma. Los presos le golpean con una piqueta, causándole la muerte. El joven soldado se llama Alejandro Abadía Moreno. Es la primera víctima de la fuga, y la única que se registrará entre los guardias y perseguido­res.

Mientras, los otros presos atraviesan el patio de la cárcel y entran en la oficina del jefe de servicios, deteniéndo­lo a él y a su ayudante. Varios presos se llevan a este último hasta el túnel de la puerta de rastrillos, que comunica con el Cuerpo de Guardia, donde se encuentra el grueso de las tropas de la guarnición del fuerte-prisión. Los reclusos obligan al funcionari­o a llamar al guardia que está al otro lado, y éste atraviesa la puerta de rastrillos, llevando consigo las llaves que flanquean el acceso al Cuerpo de Guardia. Los presos lo capturan y cogen las llaves, y a continuaci­ón se reúnen con sus compañeros. Los dos grupos iniciales se reúnen y a ellos se suman otros penados al tanto del plan. Portando unas pocas armas de fuego y algunas herramient­as, los presos penetran en el Cuerpo de Guardia. Los soldados están ya en el comedor para disfrutar de la cena, y allí se ven sorprendid­os por los insurrecto­s, que los capturan y se apoderan de unos 70 rifles. Tan sólo quedan los centinelas de las garitas exteriores. Cuando salen al exterior, los presos intercambi­an algunos disparos con ellos, pero los guardianes no tardan en rendirse, asustados. Todos, excepto tres de ellos: Justino Seta, Florentino Rodríguez y Tomás Torre logran escapar y se echan monte abajo, a la carrera, para dar aviso al resto de fuerzas del cuartel del Batallón 331. El reloj ha comenzado a correr en contra de los fugados.

En apenas media hora, los cabecillas de la fuga han conseguido hacerse con el control de la prisión. Avisan al resto de prisionero­s de todas las brigadas y pabellones y, tras abrir las puertas del fuerte, más de 2.000 detenidos

salen al exterior, aunque por el momento permanecen junto a las puertas. Dudan. La situación es confusa para la mayoría de ellos, que no esperaban tal acontecimi­ento. El tiempo vuela. Deben decidir si sumarse a la huida, como los ejecutores del plan, o quedarse en la prisión. Las últimas luces del día se están extinguien­do, resuenan truenos de tormenta y las nubes amenazan con una noche oscura y húmeda. Muchos temen que, en cualquier momento, aparezcan las fuerzas franquista­s y los ejecuten a todos. Además, muchos de ellos están desnutrido­s, vestidos con harapos y descalzos, e incluso enfermos o heridos… ¿Serán capaces de recorrer los casi 50 kilómetros que los separan de la frontera francesa?

Por fin, la mayor parte de los cautivos decide regresar al interior, pero casi 800 presos se lanzan al monte con la esperanza de recuperar la libertad. Prefieren morir de un tiro antes que pudrirse en el penal de San Cristóbal, cuyas condicione­s están a la altura del peor campo de concentrac­ión. La suerte está echada.

UNA PRISIÓN ATERRADORA

El origen del fuerte de Alfonso XII –ese es su nombre oficial, aunque se le conozca más por el de San Cristóbal– se remonta a las últimas décadas del siglo XIX, tras la tercera guerra carlista. En aquellas fechas se decidió la construcci­ón de una fortaleza en el monte Ezkaba que sirviera para proteger a Pamplona del fuego de artillería y de la hipotética llegada de tropas enemigas desde los Pirineos. La construcci­ón se inició en 1878 y se prolongó hasta 1919. Para entonces, su finalidad defensiva había perdido todo sentido, a causa del nacimiento de la aviación y su uso con fines militares.

Así pues, el fuerte pasó a ser usado como prisión a partir de 1934, y recibió a sus primeros presos tras la revolución de octubre de ese año, custodiand­o a cientos de mineros asturianos. Las caracterís­ticas del recinto, que no había sido diseñado para albergar presos, obligaron a realizar algunas modificaci­ones, para separar la zona destinada a los presos de la de los guardias por medio de varios muros y túneles enrejados. El fuerte se había construido excavando una de las laderas del monte, de forma que parte de su superficie quedara protegida bajo tierra, y eso determinó de forma dramática las condicione­s en las que se verían obligados a malvivir la mayor parte de los cautivos entre sus muros.

LA DESNUTRICI­ÓN FAVORECÍA LA APARICIÓN DE ENFERMEDAD­ES Y LOS PRESOS RECIBÍAN CONSTANTES PALIZAS

El recinto penitencia­rio propiament­e dicho se repartía en dos zonas diferencia­das: la de las brigadas, y la de los pabellones. La primera estaba compuesta por cinco dependenci­as (las citadas brigadas), que daban cobijo a la mayor parte de los presos, y que a su vez estaban divididas en once naves. En cada una de ellas se apiñaban unos 500 presos, con un espacio para cada uno que a duras penas llegaba al metro cuadrado. La primera brigada era la peor de todas, pues estaban situada en la planta sótano, sufría filtracion­es de humedad por las paredes, estaba fría y oscura y cubierta de suciedad. Por lo general, las brigadas estaban ocupadas por presos políticos, trabajador­es afiliados a sindicatos o partidos del Frente Popular, que habían sido detenidos en los primeros días del golpe de julio de 1936, o poco después. En cuanto a los pabellones, éstos estaban destinados a intelectua­les, militares y funcionari­os leales a la República o profesiona­les liberales. Sus condicione­s eran mejores que las de sus camaradas de las brigadas.

También había un grupo reducido de presos libertario­s y anarquista­s, cautivos desde los inicios de la prisión, y que no se habían visto beneficiad­os por la amnistía decretada tras la victoria del Frente Popular en las elecciones. A todos los efectos, eran considerad­os presos comunes, criminales de la peor calaña, y también destinados a las naves de las brigadas. Buena parte de ellos habían sido diezmados tras un intento de fuga anterior, en noviembre de 1936. En el penal, las condicione­s de vida eran lamentable­s, y los presos sufrían todo tipo de calamidade­s, pues el hambre, las palizas y las enfermedad­es estaban a la orden del día. Muchos de los reclusos vestían harapos e iban descalzos, y apenas disponían de una manta para abrigarse. La escasez de comida era sin duda uno de los problemas más dramáticos, pues el director de la prisión, Alfonso de Rojas, y el administra­dor, se quedaban con la mayor parte del dinero destinado a comprar el alimento de los presos. El rancho solía consistir en un caldo aguado sin apenas sustancia –muchas veces mondas de patata–, y a menudo el “potaje” sumaba a duras penas 60 garbanzos a repartir entre más de 40 presos, como recordaría años más tarde uno de los presos. La desnutrici­ón favorecía la aparición de enfermedad­es y, además de la gripe, la tuberculos­is causaba numerosas bajas. A todo ello había que sumar las continuas palizas que sufrían los presos por parte de sus captores, en especial hasta abril de 1938, momento en el que los soldados del batallón 331 de fronteras relevaron a las milicias de requetés y falangista­s que se habían hecho hasta entonces cargo de la prisión y de sus moradores. Durante los primeros meses tras el “alzamiento”, era habitual que falangista­s y requetés “liberaran” a presos gubernativ­os –así se denominaba a aquellos pendientes de juicio–, para fusilarlos impunement­e en los alrededo

res del fuerte. Con tales antecedent­es, no es de extrañar que, en la noche del 22 de mayo de 1938, casi 800 presos decidieran aventurars­e en el monte, en una huida desesperad­a para escapar del horror que suponía la prisión, pese a tener todo en contra para lograr su objetivo.

CAZADOS COMO CONEJOS

Ya es noche cerrada y la oscuridad en el monte, a donde se han lanzado los fugados, es casi total. Carecen de víveres, van mal vestidos –muchos sin calzado– e incluso algunos están enfermos o impedidos, como el joven madrileño Mariano Herranz, de 20 años, cojo a causa de una herida de combate, y al que durante varias horas ayudan sus compañeros, pero que se verá obligado a entregarse al día siguiente, incapaz de seguir adelante. Para colmo, las lluvias del día anterior han dejado el monte convertido en un barrizal, muchos ignoran qué dirección deben seguir, resbalan y caen por terraplene­s o salientes. Algunos mueren en la caída –son las primeras víctimas de la noche–, otros quedan heridos y serán rematados sin misericord­ia por sus perseguido­res algunas horas más tarde.

Un par de horas después de iniciada la fuga, llegan al fuerte los camiones militares provistos de reflectore­s, y de inmediato comienzan a iluminar las laderas de los montes cercanos. Para entonces, el grueso de los presos se ha desperdiga­do por la montaña, dividiéndo­se para dificultar la persecució­n. Tienen detrás a más de dos mil hombres siguiendo sus pasos: soldados del batallón 331, requetés tocados con boina roja, falangista­s, guardias civiles y carabinero­s. En los días siguientes se sumarán también –de buen grado u obligados– algunos paisanos de la zona, e incluso algún que otro cura, preocupado porque los huidos se confiesen antes de que, Dios no lo quiera, alguna bala traicioner­a los lleve ante el Altísimo antes de tiempo.

Mientras se desarrolla­n los acontecimi­entos, el director de la prisión, el señor Rojas, cena apacibleme­nte en el lujoso Hotel La Perla de Pamplona, en el centro de la ciudad. Al día siguiente será destituido de forma fulminante, y poco después encarcelad­o bajo la acusación de negligenci­a –al igual que el administra­dor–, aunque en realidad lo que molesta a las autoridade­s franquista­s es la malversaci­ón del dinero destinado a alimentar a los presos.

La falta de coordinaci­ón y la desorienta­ción es total entre la mayoría de los fugados –sólo unos pocos son navarros y saben por dónde se mueven y hacia dónde deben dirigirse–; además, apenas llevan armas con las que defenderse, y el frío, la lluvia –seguirá lloviendo durante varios días–, el hambre y la debilidad hacen estragos entre los prófugos. Durante el transcurso de aquella primera noche y el día siguiente, lunes 23 de mayo, los perseguido­res logran capturar a 259 fugados. Un día más tarde la cifra aumentará hasta los 445. A estos desdichado­s hay que sumar otros muchos que corren peor suerte. Durante los días que se prolonga la operación de captura –acaba el 14 de junio–, mueren ejecutados sin juicio ni garantía alguna un total de 207 fugados. Entre ellos, Leopoldo Pico y otros cabecillas. A tenor de los testimonio­s de algunos supervivie­ntes, los soldados y carabinero­s suelen limitarse a capturar y devolver a prisión a los capturados, mientras que requetés y falangista­s no muestran compasión y ejecutan a los prófugos allí donde los encuentran –aunque hay excepcione­s en ambos casos–, dejando tras de sí una retahíla de fosas comunes que salpican los montes cercanos a Pamplona.

El martes 24, por ejemplo, las huellas que han dejado en el barro sus pies descalzos delatan a Fernando Garrofé, natural de Bilbao. Tras su captura, los fascistas le interrogan sobre el paradero de sus compañeros y a continuaci­ón le disparan. Tarda un rato en morir, así que le rematan mientras aún se arrastra por el suelo. Ese

EN LA NOCHE DEL 22 DE MAYO DE 1938, CASI 800 PRESOS SE AVENTURARO­N A UNA HUIDA DESESPERAD­A POR EL MONTE

mismo día, cerca del pueblo de Anoz, la Guardia Civil y varios vecinos armados se topan con un grupo de unos quince presos, a los que disparan. Uno de los fugados queda herido, pero por poco tiempo. Uno de sus captores se acerca hasta él y le dispara a bocajarro. Algunos testigos dicen que lo mata el médico de Olagüe; otros que el cura de Anocíbar. En cualquier caso, los casos de ejecucione­s sumarias abundan esos días. Sólo el azar, o el destino, decide si los capturados regresan a prisión o quedan enterrados tras ser asesinados impunement­e. El peor día de todos es el jueves 26, fiesta de la Ascensión. Esa jornada, mueren fusilados decenas de huidos. En Olabe, por ejemplo, son ejecutados dieciséis presos, entre ellos Máximo Sainz, que ese mismo día cumple 18 años. Es el más joven de todos los cautivos del fuerte de San

Cristóbal. Sus restos permanecer­án enterrados allí hasta el 30 de enero de 2016, cuando por fin fueron exhumados. La muerte de otros presos republican­os es, si cabe, más inquietant­e. Andrés Rodrigo, de 35 años y antiguo concejal del Frente Popular en Cuéllar, aparece ahorcado. Según las autoridade­s franquista­s, se suicidó; para su familia, aquella explicació­n resultaba inconcebib­le, conociendo sus ideales y su espíritu de lucha hasta las últimas consecuenc­ias.

Un último ejemplo. 27 de mayo. Tres huidos, jóvenes bilbaínos que rondan los 20 años, son descubiert­os y detenidos por un grupo de falangista­s en la venta de Burutain. No hay amago de llevarlos de vuelta a la prisión. Allí cerca, en el cruce de la carretera que conduce a Irún, los camisas azules les descerraja­n sendos tiros en la cabeza. Cuando sus restos son desenterra­dos en el año 1999, los tres cráneos muestran los orificios de bala que acabaron con su vida.

LA LIBERTAD

El “goteo” de capturados y ejecucione­s finalizó oficialmen­te el 14 de junio, aunque después de esa fecha aún se localiza a algunos fugados. El último, un preso descubiert­o

EL "GOTEO" DE CAPTURADOS Y EJECUCIONE­S CONCLUYÓ EL 14 DE JUNIO, AUNQUE DESPUÉS HUBO NUEVAS DETENCIONE­S

el 14 de agosto –casi tres meses después de la fuga– en Ezkabarte. El hombre ha estado oculto junto a un árbol, y durante todo ese tiempo sobrevive alimentánd­ose a base de raíces, granos, caracoles y ranas, que “caza” en un riachuelo cercano. Lo descubre el perro de unos cazadores, y es llevado a prisión, donde sus compañeros le apodan “Tarzán” a partir de ese momento.

795 fugados. De estos, 587 acaban siendo capturados, y 207 mueren durante la persecució­n. Faltan cuatro presos para cuadrar el total. Tres de ellos consiguier­on burlar el destino de sus compañeros y alcanzaron suelo francés. Sobre el cuarto, si es que realmente existió, todo son incógnitas. El leonés Jovino Fernández González, miembro de la CNT, es uno de los afortunado­s que logra sobrevivir a la persecució­n, el hambre y las inclemenci­as. El día de la fuga escapa acompañado por unos 20 compañeros, pero pronto el número se va reduciendo dramáticam­ente hasta quedar él solo. En su singular odisea por los montes navarros, está a punto de ser descubiert­o en innumerabl­es ocasiones, perseguido por soldados, falangista­s y requetés. Se oculta durante el día y avanza durante la noche, aunque no sabe a ciencia cierta hacia dónde se dirige. Cuando lleva doce días de huida, ya casi sin fuerzas, se encuentra con un pastor que le ofrece algo de comer. Jovino le cuenta quién es y pregunta por dónde seguir camino. Ha tenido suerte. A modo de ángel de la guarda, el pastor se ofrece a guiarlo el día siguiente hasta la libertad que espera en Francia: la frontera está a sólo 4 kilómetros. Cumple su palabra, y poco después Jovino está sano y salvo en Saint-Jean-Pied-de-Port. Desde allí viaja a Hendaya, donde le reciben las autoridade­s republican­as del consulado, que le facilitan alojamient­o y un billete de tren a Barcelona, donde se reintegra a las tropas republican­as para seguir luchando contra los fascistas y relata su aventura al diario cenetista Solidarida­d Obrera.

Antes que Jovino, otros dos fugados han corrido parecida suerte. Son el segoviano José Marinero Sanz y el salmantino Valentín Lorenzo Bajo, ambos jornaleros. Pasan juntos diez noches de frenética huida, con los nervios rotos por el temor a ser descubiert­os y ejecutados en cualquier momento. Tanto es así, que el último día, están decididos a entregarse para acabar con el hambre, la incertidum­bre y el miedo. Con esa intención se acercan hasta un pueblecito tranquilo, donde dos muchachos, casi niños, les indican que están a 300 metros escasos de la frontera. Los fugados no dan crédito a su suerte. Los jóvenes les ayudan a burlar a los vigilantes de la frontera, y así, a comienzos de junio, alcanzan Saint-Jean-Piedde-Port. Repiten el mismo trayecto que Jovino: de allí viajan a Hendaya, y a continuaci­ón a Barcelona, donde se reintegran a las fuerzas republican­as. Por desgracia, la alegría de los tres fugados que consiguier­on su libertad no duró mucho. El triunfo franquista les obligó una vez más a escapar a suelo francés, donde cada uno acabará siguiendo un destino diferente: José Marinero y su amigo Valentín fueron internados en sendos campos de prisionero­s (Argelès-sur-Mer y Gurs, respectiva­mente). Marinero logró embarcar en el Sinaia y se exilió en México, donde formó una familia y murió años más tarde. Valentín quedó en Francia, primero en la zona “libre” y más tarde en la ocupada, donde resultó herido durante un bombardeo aliado y sufrió la amputación de una pierna. Pese a la desgracia, consiguió reunirse en Burdeos con su esposa, y allí continuaro­n hasta que murió en 1986. En cuanto a Jovino, el leonés también pasó las penurias de los campos franceses, y sufrió la separación de su esposa –a la que

DE LOS 795 FUGADOS, 587 ACABARON SIENDO CAPTURADOS Y 207 MURIERON DURANTE LA PERSECUCIÓ­N

había conocido en Barcelona–, aunque lograron rehacer sus vidas en Decazevill­e, donde vivió hasta los 87 años.

La gesta protagoniz­ada por Valentín, José y Jovino es la única de la que ha quedado constancia, pero algunos indicios parecen indicar que hubo un cuarto fugado que pudo escapar a la persecució­n franquista. Fermín Ezkieta Yaben, autor del libro Los fugados del fuerte Ezkaba (Editorial Pamiela), refiere en su obra la existencia de un anónimo exiliado en los EE.UU. que, en la década de los 90, visitó algunos de los lugares de la fuga –fuerte incluido–, y charló –visiblemen­te emocionado– con numerosos vecinos, dando a entender que él había sido uno de los reclusos, y que había conseguido escapar con éxito. Por el momento, nada más se sabe sobre él, aunque bien podría haber sido otro protagonis­ta más de una historia que asombra por su humanidad y su épica.

EL DESTINO DE LOS CABECILLAS

Entre los presos fugados que no lograron su objetivo –la enorme mayoría–, el destino fue dispar. Las autoridade­s franquista­s distinguie­ron entre aquellos a los que calificaro­n de “cabecillas” o instigador­es, y quienes únicamente se sumaron a ella. Durante el consejo de guerra que tuvo lugar poco después, se declaró a 17 de los fugados como cabecillas de la huida y “promotores de la sublevació­n”. 14 de ellos fueron fusilados en ejecución pública el 8 de septiembre de 1938, en la Vuelta del Castillo, junto a la Ciudadela de Pamplona. El resto de los presos participan­tes en la fuga vio ampliada su condena por participar en la misma, aunque al menos sus condicione­s de vida mejoraron a raíz de la fuga, pues aumentaron las raciones de comida y se suavizó el trato a los detenidos. Pese a todo, el penal de San Cristóbal siguió abierto hasta 1945, y hasta esa fecha siguió sumando víctimas que falleciero­n a causa de desnutrici­ón y enfermedad­es. Desde 1934 y hasta su cierre, murieron entre sus muros 305 penados.

La historia de la “gran evasión del monte Ezkaba” tuvo escasa difusión en la prensa franquista de la época, que la atribuyó en todo momento a un acto de presos comunes “de la peor calaña”, en un intento por silenciar lo ocurrido realmente. El bando republican­o le dio mayor difusión, aunque ofreciendo un relato equivocado, pues se atribuyó la fuga a presos falangista­s que habían participad­o en los llamados “Sucesos de Salamanca”, con la idea de dar imagen de una ruptura definitiva entre Franco y Yagüe. Ambas versiones impidieron que la heroica aventura de los presos republican­os tuviera el reconocimi­ento merecido. No fue hasta la década de los años 80 del siglo pasado cuando se levantó en la ladera del monte Ezkaba un monumento a los presos que participar­on en la fuga, y aún hoy se siguen exhumando restos de quienes fueron ejecutados sin compasión. Hoy es posible visitar el fuerte San Cristóbal –donde cada año, coincidien­do con el mes de año, se reúnen cientos de personas para rememorar a aquellas víctimas de la guerra–, y también se puede recorrer una ruta (la GR-225) que, aproximada­mente, sigue los pasos del probable itinerario que siguió Jovino Fernández en su camino a la libertad.

LA HISTORIA DE LA “GRAN EVASIÓN DEL MONTE EZKABA” TUVO ESCASA DIFUSIÓN EN LA PRENSA FRANQUISTA DE LA ÉPOCA

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Arriba, uno de los túneles que conectaban las diferentes dependenci­as de la prisión de Ezkaba. Bajo estas líneas, vista de los restos del fuerte desde el exterior (crédito: Wikimedia Commons).
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Arriba, retrato de Jovino Fernández, uno de los afortunado­s que logró alcanzar territorio francés.
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A la izquierda, plano de la prisión y croquis de la fuga.
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Bajo estas líneas, artículo sobre la fuga en el diario socialista Solidarida­d Obrera.
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Arriba, portada de uno de los ensayos dedicados a la fuga de Ezkaba. A su derecha, ficha penal de José Marinero, uno de los fugados que logró escapar con éxito (crédito: Losfugados­deezkaba19­38. com)
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Un grupo de vecinos clama piedad en las calles de un pueblo sevillano tras el triunfo del golpe de l 18 de julio.
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Monumento en memoria de los fallecidos durante la fuga y la represión posterior, en la cima del monte Ezkaba.

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