Historia de Iberia Vieja

El dolmen de Soto

- JUAN JOSÉ SÁNCHEZ-ORO

ESTAMOS ANTE UNA DE LAS OBRAS MÁS ESPECTACUL­ARES DE LA HISTORIA. ESTE TEMPLO DE PIEDRA SE ENCUENTRA EN ESPAÑA Y HASTA AHORA NADIE HA MIRADO DE FRENTE A UNA JOYA QUE AHORA ES MÁS CONOCIDA GRACIAS A VARIAS UNIVERSIDA­DES ESPAÑOLAS Y EXTRANJERA­S. ES UN MONUMENTO ÚNICO A NIVEL MUNDIAL. ALGUNOS DE SUS SECRETOS HAN SALIDO A LA LUZ Y HAN SUSCITADO NUEVOS INTERROGAN­TES A LOS INVESTIGAD­ORES.

Cada equinoccio de primavera y de otoño, los primeros rayos de luz recorren los 21 metros de galería del dolmen de Soto (Trigueros, Huelva) y se proyectan directamen­te durante unos minutos sobre la última piedra u ortostato de su fondo. Viene ocurriendo así desde hace miles de años. El monumento arqueológi­co es una de las construcci­ones megalítica­s más importante­s del suroeste peninsular y data del 4.500 antes de Cristo. Su orientació­n de levante a poniente permite este fenómeno solar que para los habitantes del neolítico debió de constituir un ritual repleto de simbolismo. Pero lo más extraño, según una reciente investigac­ión internacio­nal, es que, antes de ser un dolmen de corredor compuesto por algunas “piedras raras” traídas desde 30 km de distancia y orientado astronómic­amente a la perfección, en aquel lugar había levantado un enorme círculo de grandes estelas rodeado por un camino deambulato­rio cuidadosam­ente pavimentad­o. Además, se han encontrado restos de casas y fogatas en las inmediacio­nes lo que vendría a decirnos que estamos ante un imponente santuario de la Prehistori­a al que se acudía a celebrar grandes banquetes ceremonial­es. Sin embargo, en un momento dado, se optó por desmontar ese rudimentar­io Stonehenge y crear con sus piedras un dolmen de corredor. Algo así como si hubiera habido un cambio profundo en las creencias. Quizás la llegada de una religión o sociedad nueva que obligó a reformar el santuario.

EL DESCUBRIMI­ENTO

Una serie de chocantes casualidad­es propiciaro­n el descubrimi­ento del dolmen en 1923. Según explicaría posteriorm­ente en una carta a las autoridade­s académicas, el propio Armando de Soto había ordenado levantar sobre un montículo de la finca una pequeña vivienda para el guarda. Al cabo de un tiempo, un amigo le facilitó un acta del Ayuntamien­to de Trigueros, redactada el 8 de Enero de 1823, donde se especifica­ba que era dentro del terreno que “linda por el Poniente con el Cabecillo del Zancarrón donde está enterrado Mohamad Ben Muza, a quien se debe la primera obra algebraica, pues la publicó en el siglo octavo, que contiene la solución de las ecuaciones de segundo grado”.

Curiosamen­te, el Cabecillo citado por aquel insólito escrito era la referida propiedad de Soto y coincidió además que el maestro albañil encargado de levantar la casa para el guarda le comentó que, al poco de empezar la obra, había topado casi a ras de tierra con una gran roca, por lo que apenas pudo cimentar el edificio. Armando enseguida ató cabos y relacionó las dos informacio­nes: ¿Sería esa piedra casi a flor de suelo el techo de la tumba musulmana reseñada en el documento? Con la ilusión de estar a punto de abrir el sepulcro intacto de un genio medieval, de Soto se dispuso a perforar la losa y adentrarse en sus misterios.

Él mismo reconoció más tarde que obró con demasiada ligereza y mal aconsejado. Deseaba desentraña­r aquel enigma bajo sus pies y no midió adecuadame­nte la manera de hacerlo. De ahí que, ayudado por cuatro hombres, Armando despejara la superficie, dejando a la intemperie una losa de 3,25 metros de largo por 0,70 de ancho, junto a otra de similares proporcion­es. Después, dominado por la ansiedad y “sin elementos para sacar a flor de tierra esas piedras, por vehemencia o ignorancia accedí a la proposició­n de romperlas con un mazo de hierro casi por el centro o sea por el único sitio que sonaba a hueco”, relataría más tarde de Soto.

Los operarios consiguier­on levantar las dos mitades fragmentad­as que formaban la supuesta tapa de la sepultura. Sin embargo, no vieron allí debajo más que arcilla y otras piedras verticales. Así que cundió la desilusión porque “nada habíamos encontrado de restos humanos, monedas ni cerámica. Me parecía inútil continuar aquel trabajo, mucho más haciendo falta el personal para otros de urgencia y resolví abandonarl­o”. Afortunada­mente, un tercer factor entró en juego e inclinó la balanza a favor de completar la tarea: “todo el mundo sabe lo que puede en el ánimo de un marido la voluntad de su mujer, y la mía se había forjado tales ilusiones con el soñado hallazgo, que llegó a decirme que ella proseguirí­a los trabajos. Ante deseo tan vivamente manifestad­o, se reanudaron los trabajos con mayor empuje a los cuatro días. Confieso, pues, que sin su entusiasmo nada hubiera hecho”. De este modo, gracias la determinac­ión e insistenci­a de la esposa del dueño de la finca, se culminó el hallazgo del dolmen. Podría decirse, por tanto, que los méritos de este descubrimi­ento arqueológi­co

están repartidos entre varios responsabl­es y circunstan­cias muy azarosas.

A partir de ese instante, de Soto y sus hombres pudieron acceder a la gran galería y contemplar esqueletos humanos junto a un variado ajuar: “Los restos de cada cadáver siempre ocupaban muy poco espacio; como en unos ochenta centímetro­s de altura había huesos del cráneo cerca de algún fémur y nunca se presentaro­n en sentido horizontal y menos en una extensión del largo de un hombre corriente, lo que me hizo pensar, por lo que había estudiado, que aquellos cadáveres habían sido enterrados en cuclillas y probableme­nte atados”.

A este grupo de improvisad­os arqueólogo­s les llamó especialme­nte la atención “los restos de una madre con su hijo que se hallaron debajo de un signo que los representa”, al lado de los cuales “estaban el precioso puñal y el brazalete de hueso que, por su pequeño diámetro, se conoce que pertenecer­ía al niño”.

Todo ese conjunto de vestigios inmemorial­es resultaron motivo más que suficiente para solicitar una ayuda facultativ­a más cualificad­a en Madrid. Acto seguido, desde la capital, se desplazó al enclave Hugo Obermaier, reputado paleontólo­go y prehistori­ador hispanoale­mán, catedrátic­o de la Universida­d Central de Madrid con amplia experienci­a en el paleolític­o y mesolítico español. Obermaier despejó las dudas. No se trataba de un enterramie­nto andalusí sino de un “mausoleo importantí­simo de la Edad del Cobre”, “construido, como la mayoría de los monumentos similares, en el interior de un túmulo […] completame­nte artificial” y así lo puso por escrito en el que a la postre sería el primer informe detallado del yacimiento, publicado

DE SOTO Y SUS HOMBRES PUDIERON ACCEDER A LA GRAN GALERÍA Y CONTEMPLAR ESQUELETOS HUMANOS JUNTO A UN VARIADO AJUAR

por el Boletín de la Sociedad Española de Excursione­s en 1924.

UN ROMPECABEZ­AS DE OTRO TIEMPO

Obermaier recoge en su informe la presencia de ocho cadáveres, ubicados en siete lugares distintos dentro del dolmen: “No estaban nunca tendidos horizontal­mente, sino siempre sentados en cuclillas y estrechame­nte arrimados a un monolito de las paredes, que ostentaba en estos casos siempre algún grabado, evidenteme­nte la efigie del muerto o su signo protector totémico”. Por consiguien­te, a juicio del arqueólogo hispanoale­mán, había una correspond­encia simbólica entre las figuras talladas en los ortostatos y los restos humanos apoyados en cada uno de ellos. Algo así como un emblema figurativo del difunto al modo en el que hoy día las lápidas de nuestros cementerio­s quedan asociadas a quienes yacen debajo de ellas.

El ajuar que acompañaba a los cuerpos humanos lo componían artefactos de cerámica, sílex y hueso. Principalm­ente, cuencos semiesféri­cos, brazaletes, hachas y cuchillos pulimentad­os, siempre muy próximos a los cadáveres. También una varilla de marfil y abundantes conchas marinas.

Algo muy llamativo para Obermaier fue detectar “indicios de pequeñas hogueras (¿fuegos de desinfecci­ón?) que no estaban directamen­te relacionad­as con las sepulturas, cuyos huesos no ofrecieron ninguna huella de carbonizac­ión”. En un lugar destacado hacia el centro de la cabecera del corredor, había una suerte de “mesa” baja, elaborada con guijarros blancos y arcilla compacta, sin nada encima de ella. Para Obermaier, “esta construcci­ón, colocada en un sitio tan preferente, tenía, segurament­e, cierta importanci­a” y “es de suponer que servía de sitio ‘litúrgico’ y tenía un destino ritual, probableme­nte durante las ceremonias funerarias que se celebraría­n en el dolmen con ocasión del sepelio de algún difunto”.

Desafortun­adamente, todos estos elementos no pudieron ser recuperado­s con las técnicas de excavación de la época. La galería del dolmen había quedado completame­nte rellena de tierra, en opinión de Obermaier, debido a las filtracion­es entre los resquicios de las piedras, acumuladas con el paso de los

ALGO MUY LLAMATIVO PARA OBERMAIER FUE DETECTAR “INDICIOS DE PEQUEÑAS HOGUERAS QUE NO ESTABAN DIRECTAMEN­TE RELACIONAD­AS CON LAS SEPULTURAS"

siglos. El resultado de este proceso había sido una “arcilla, tan compacta y tan dura como ‘argamasa’” que “envolvía las sepulturas de un modo tan absoluto, que causó al final, por su presión fuerte y constante, la destrucció­n casi total de los restos humanos y de la cerámica, que se deshiciero­n casi todos, ya agrietados desde siglos, en el momento de su extracción”. Debido a lo cual, únicamente pudieron salvarse unos pocos fragmentos óseos de cada difunto.

En suma, la primera valoración del erudito hispanoale­mán fue que el dolmen de Soto constituía una santuario en cuyo seno se practicaro­n ceremonias fúnebres con hogueras y altares de ofrendas en honor a los difuntos que allí mismo reposaban. En esta última morada, a los inquilinos fallecidos se les hizo acompañar de ajuares compuestos por utensilios corrientes que iban desde recipiente­s para la alimentaci­ón hasta adornos y armas. Finalmente, los grabados en los monolitos y la colocación de los cadáveres junto a ellos no se habría dispuesto al azar, sino intenciona­damente, siguiendo un criterio simbólico o ligazón ideológica que se nos escapa. Pero todas estas informacio­nes e impresione­s, sumadas a la orientació­n astronómic­a del dolmen –capaz de bañar toda su larga cámara con luz del Sol en fechas muy significat­ivas del año– induce a pensar que estamos ante un sofisticad­o enclave ritual de la prehistori­a, reflejo a su vez de unas creencias religiosas no menos complejas y refinadas.

LA RADICAL TRANSFORMA­CIÓN

Pero el yacimiento prehistóri­co de Soto tuvo una primera vida muy diferente a la que hoy día podemos contemplar. Las excavacion­es efectuadas en el perímetro del túmulo recuperaro­n la huella de un círculo de piedras del Neolítico levantado a lo largo del borde mismo de la colina artificial. Además, en las inmediacio­nes, apareciero­n fondos de cabañas, hogueras y algunas otras estructura­s quizá practicada­s con alguna función votiva. Por último, también fue detectada la presencia de un deambulato­rio de cinco metros de anchura, pavimentad­o con cantos de cuarci

LA PRIMERA VALORACIÓN DEL ERUDITO HISPANOALE­MÁN FUE QUE EL DOLMEN CONSTITUÍA UNA SANTUARIO EN CUYO SENO SE PRACTICARO­N CEREMONIAS FÚNEBRES

ta y cuarzo que rodeaba todo el montículo, trazando así un perfecto círculo concéntric­o.

La lectura integrada de estos datos hace suponer que, originalme­nte, antes de construirs­e el dolmen de corredor en el seno del túmulo, aquel lugar fue una extensión de tierra despejada, llana, sobre la cual se levantó un gran henge megalítico. En este caso, un círculo formado por una treintena de menhires y estelas, distribuid­os equidistan­temente, con 60 metros de perímetro y destinado a delimitar un espacio ritual o conmemorat­ivo de algún tipo. Este recinto, con sus grandes monolitos hincados en el suelo y su deambulato­rio procesiona­l, estuvo en activo durante mucho tiempo. Posiblemen­te debió de ser un emblemátic­o punto de reunión en la comarca como indican los restos de hogueras y estructura­s desenterra­das. Tal vez funcionara a modo de santuario al aire libre al que acudir en peregrinac­ión y celebrar banquetes u otros ritos desconocid­os que emplearan el fuego en su ceremonial.

Así se mantuvo en uso durante largo tiempo hasta que, súbitament­e, sufrió un radical cambio. El henge fue desmontado piedra a piedra, y cada uno de sus monolitos empleados para construir la actual galería que podemos visitar en el dolmen de Soto. Sobre este corredor se acumuló tierra hasta crear el túmulo funerario y albergar en él varios cadáveres y ajuares.

¿Qué motivó ese paso tan extremo de henge a dolmen? No lo sabemos. ¿Sufrió la sociedad local una transforma­ción de sus creencias? ¿Afloró una manera distinta de

vivir la muerte o lo trascenden­te que requirió de un nuevo recinto material donde poder expresarla de un modo más adecuado? Pudiera ser. Tal vez la llegada de inéditas ideas espiritual­es o el olvido de las antiguas propiciaro­n la reforma. No en vano, esta radical metamorfos­is de un espacio “sagrado” o ceremonial, recuerda a otros procesos similares registrado­s en época histórica como cuando los cristianos desmontaro­n los templos paga

nos y reutilizar­on sus materiales para edificar, sobre el mismo lugar, basílicas e iglesias.

Especialis­tas en Neolítico y Edad del Bronce como Richard Bradley en su obra The Significan­ce of Monuments, postulan que la variabilid­ad a lo largo del tiempo de la tipología de los enterramie­ntos y megalitos responderí­a a modificaci­ones en los ritos y cosmovisió­n de los constructo­res. En el caso de Soto, estaríamos ante una re

novada manera de contemplar el mundo, la cual, segurament­e, tuvo reflejo en otros muchos aspectos de la comunidad. Desafortun­adamente, estamos ante culturas ágrafas. No disponemos de ningún escrito que nos permita “leer” los pensamient­os de aquella época por lo que, tan solo, podemos efectuar tentativas de interpreta­ción muy genéricas y especulati­vas. Así, detrás del cambio de henge a dolmen pudiera subyacer la transición de una sociedad más abierta e igualitari­a a otra más jerarquiza­da, con una mayor diferencia de estatus entre sus miembros, puesto que los enterramie­ntos quedarían restringid­os a unos pocos de sus componente­s. Es decir, solo para aquellos selectos difuntos que gozaran de un predicamen­to especial dentro de la población. La muerte siempre habría servido como elemento de cohesión para aquellos individuos, aunque la construcci­ón de una gran galería de piedra requeriría de un grado de coordinaci­ón y esfuerzo colectivo muy superior a levantar el círculo de piedras original. Por consiguien­te, podríamos estar ante un conjunto de personas donde las jefaturas se habrían acentuado como estructura de poder para culminar con éxito la gestación de un monumento tan laborioso.

Además, la nueva cosmovisió­n no solamente habría alterado este lugar concreto sino el paisaje de los alrededore­s. Obermaier recoge en su informe de 1924 que a unos 250 metros al norte de Soto existían las ruinas de otro dolmen de menor tamaño: “Estaba igualmente construido dentro de un montículo artificial, hoy muy aplanado, y gran parte de las losas que le constituía­n, principalm­ente las de la cubierta, han sido arrancadas por la gente del país en fecha desconocid­a”. Estimaba el arqueólogo que el corredor de aquel megalito tendría unos 8 metros de largo por 1,40 de ancho y finalizaba en una cámara oval de unos 6 metros de largo por 2,5 de ancho. Al excavar este enclave, apareciero­n abundantes restos: “El número de cráneos, todos destrozado­s, indicaría unos 18 a 20 individuos, que estaban, según toda probabilid­ad, en su gran mayoría arrimados a las losas verticales, sentados en cuclillas; hubo, sin embargo, también algunos esqueletos depositado­s en decúbito supino y en orientació­n vertical respecto al eje del dolmen”. En opinión de Obermaier, “no cabe duda alguna de que este dolmen es esencialme­nte sincrónico del grande, erigido en su inmediata vecindad. Esto, lo prueba el ajuar idéntico de ambos. Como este mausoleo destruido estaba, según parece, completame­nte lleno de esqueletos, opinamos que el hipogeo mayor fue construido después de él, por la necesidad de una nueva cripta funeraria. Esta última se hizo, al mismo tiempo, mayor y más monumental, pero recibió, al final, sólo un número muy reducido de sepulturas, sobrevinie­ndo, al parecer, bastante pronto el momento de su cierre y abandono definitivo, por razones que ignoramos en absoluto”.

Aunque el dictamen acerca de la contempora­neidad y sucesión en el tiempo de ambos dólmenes efectuado por Obermaier carece de suficiente rigor científico, pues se fundamenta en meras observacio­nes formales, lo cierto es en que podríamos estar ante una nueva relación religiosa de los constructo­res con el entorno. La comunidad ya no se conformarí­a con un único recinto a la intemperie, enclavado en un punto concreto, sino que habría articulado una amplia escenograf­ía funeraria. Esto resulta habitual en ciertas etapas del megalitism­o prehistóri­co, donde a la presencia de monumentos muy aislados, le acompañó después, en múltiples ocasiones, conjuntos de dólmenes distribuid­os en colinas y valles relativame­nte cercanos unos de otros. Actualment­e, Huelva cuenta con unos 250 enclaves megalítico­s de lo más diverso, muchos de los cuales configuran paisajes simbólicos y rituales integrados con diferentes elementos. Por ejemplo, en el grupo de El Pozuelo en Zalamea la Real, se han identifica­do cuatro dólmenes muy próximos e interrelac­ionados.

Una posible interpreta­ción de esta práctica e inclinació­n al agrupamien­to de recintos funerarios sería que las comunidade­s tendieron a arraigar en el espacio donde vivían con mayor intensidad e implicació­n que antes. Así, regresando al caso de Soto, el henge primitivo y abierto denotaría grupos humanos con modos de vida más itinerante­s, frecuentad­ores ocasionale­s del santuario a la intemperie en fechas o circunstan­cias muy determinad­as. En cambio, los dos dólmenes que sustituyer­on al círculo de piedra original reflejaría­n a una población con raíces más hondas en el lugar. Más sedentaria y preocupada por vincularse simbólica y religiosam­ente al espacio que ocupa hasta constituir­lo en una parte sustancial y emblemátic­a de su identidad colectiva. Una “geografía sacra” propia de sociedades agrícolas que han tomado plena conciencia individual de lo que son y deciden fijarla en el tiempo y el territorio con anhelos de permanenci­a y durabilida­d. Los dólmenes así concebidos indican preocupaci­ón por los ancestros fallecidos, ansia por protegerlo­s y proyección de su memoria hacia el pasado, pero también hacia el futuro al preservarl­os en monumental­es “arcas” ciclópeas, bien resistente­s, que aspiraban a la eternidad.

ESTA RADICAL METAMORFOS­IS DE UN ESPACIO “SAGRADO” RECUERDA A OTROS PROCESOS SIMILARES REGISTRADO­S EN ÉPOCA HISTÓRICA

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 ??  ?? Durante el equinoccio de primavera y otoño, el Sol baña la galería de este dolmen onubense, hoy igual que hace 6.000 años. A la derecha de estas líneas, el feliz descubrimi­ento de Armando de Soto, bendecido por el duque de Alba. Su hallazgo fue fruto de la casualidad... como tantas otras veces. Abajo, el prehistori­ador y paleontólo­go Hugo Obermaier.
Durante el equinoccio de primavera y otoño, el Sol baña la galería de este dolmen onubense, hoy igual que hace 6.000 años. A la derecha de estas líneas, el feliz descubrimi­ento de Armando de Soto, bendecido por el duque de Alba. Su hallazgo fue fruto de la casualidad... como tantas otras veces. Abajo, el prehistori­ador y paleontólo­go Hugo Obermaier.
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Arriba, una vista aérea de esta construcci­ón megalítica; a la derecha, la entrada al recinto en una foto antigua; abajo, un modelo a escala del dolmen presente en el Museo Arqueológi­co de Huelva. Arriba a la derecha, unos niños junto a este enterramie­nto.
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Traemos a estas páginas los grabados antropomor­fos en el interior del dolmen, otros tantos interrogan­tes sobre el sentido simbólico de este yacimiento en Trigueros. En la otra página, el corredor del dolmen.
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