El dolmen de Soto
ESTAMOS ANTE UNA DE LAS OBRAS MÁS ESPECTACULARES DE LA HISTORIA. ESTE TEMPLO DE PIEDRA SE ENCUENTRA EN ESPAÑA Y HASTA AHORA NADIE HA MIRADO DE FRENTE A UNA JOYA QUE AHORA ES MÁS CONOCIDA GRACIAS A VARIAS UNIVERSIDADES ESPAÑOLAS Y EXTRANJERAS. ES UN MONUMENTO ÚNICO A NIVEL MUNDIAL. ALGUNOS DE SUS SECRETOS HAN SALIDO A LA LUZ Y HAN SUSCITADO NUEVOS INTERROGANTES A LOS INVESTIGADORES.
Cada equinoccio de primavera y de otoño, los primeros rayos de luz recorren los 21 metros de galería del dolmen de Soto (Trigueros, Huelva) y se proyectan directamente durante unos minutos sobre la última piedra u ortostato de su fondo. Viene ocurriendo así desde hace miles de años. El monumento arqueológico es una de las construcciones megalíticas más importantes del suroeste peninsular y data del 4.500 antes de Cristo. Su orientación de levante a poniente permite este fenómeno solar que para los habitantes del neolítico debió de constituir un ritual repleto de simbolismo. Pero lo más extraño, según una reciente investigación internacional, es que, antes de ser un dolmen de corredor compuesto por algunas “piedras raras” traídas desde 30 km de distancia y orientado astronómicamente a la perfección, en aquel lugar había levantado un enorme círculo de grandes estelas rodeado por un camino deambulatorio cuidadosamente pavimentado. Además, se han encontrado restos de casas y fogatas en las inmediaciones lo que vendría a decirnos que estamos ante un imponente santuario de la Prehistoria al que se acudía a celebrar grandes banquetes ceremoniales. Sin embargo, en un momento dado, se optó por desmontar ese rudimentario Stonehenge y crear con sus piedras un dolmen de corredor. Algo así como si hubiera habido un cambio profundo en las creencias. Quizás la llegada de una religión o sociedad nueva que obligó a reformar el santuario.
EL DESCUBRIMIENTO
Una serie de chocantes casualidades propiciaron el descubrimiento del dolmen en 1923. Según explicaría posteriormente en una carta a las autoridades académicas, el propio Armando de Soto había ordenado levantar sobre un montículo de la finca una pequeña vivienda para el guarda. Al cabo de un tiempo, un amigo le facilitó un acta del Ayuntamiento de Trigueros, redactada el 8 de Enero de 1823, donde se especificaba que era dentro del terreno que “linda por el Poniente con el Cabecillo del Zancarrón donde está enterrado Mohamad Ben Muza, a quien se debe la primera obra algebraica, pues la publicó en el siglo octavo, que contiene la solución de las ecuaciones de segundo grado”.
Curiosamente, el Cabecillo citado por aquel insólito escrito era la referida propiedad de Soto y coincidió además que el maestro albañil encargado de levantar la casa para el guarda le comentó que, al poco de empezar la obra, había topado casi a ras de tierra con una gran roca, por lo que apenas pudo cimentar el edificio. Armando enseguida ató cabos y relacionó las dos informaciones: ¿Sería esa piedra casi a flor de suelo el techo de la tumba musulmana reseñada en el documento? Con la ilusión de estar a punto de abrir el sepulcro intacto de un genio medieval, de Soto se dispuso a perforar la losa y adentrarse en sus misterios.
Él mismo reconoció más tarde que obró con demasiada ligereza y mal aconsejado. Deseaba desentrañar aquel enigma bajo sus pies y no midió adecuadamente la manera de hacerlo. De ahí que, ayudado por cuatro hombres, Armando despejara la superficie, dejando a la intemperie una losa de 3,25 metros de largo por 0,70 de ancho, junto a otra de similares proporciones. Después, dominado por la ansiedad y “sin elementos para sacar a flor de tierra esas piedras, por vehemencia o ignorancia accedí a la proposición de romperlas con un mazo de hierro casi por el centro o sea por el único sitio que sonaba a hueco”, relataría más tarde de Soto.
Los operarios consiguieron levantar las dos mitades fragmentadas que formaban la supuesta tapa de la sepultura. Sin embargo, no vieron allí debajo más que arcilla y otras piedras verticales. Así que cundió la desilusión porque “nada habíamos encontrado de restos humanos, monedas ni cerámica. Me parecía inútil continuar aquel trabajo, mucho más haciendo falta el personal para otros de urgencia y resolví abandonarlo”. Afortunadamente, un tercer factor entró en juego e inclinó la balanza a favor de completar la tarea: “todo el mundo sabe lo que puede en el ánimo de un marido la voluntad de su mujer, y la mía se había forjado tales ilusiones con el soñado hallazgo, que llegó a decirme que ella proseguiría los trabajos. Ante deseo tan vivamente manifestado, se reanudaron los trabajos con mayor empuje a los cuatro días. Confieso, pues, que sin su entusiasmo nada hubiera hecho”. De este modo, gracias la determinación e insistencia de la esposa del dueño de la finca, se culminó el hallazgo del dolmen. Podría decirse, por tanto, que los méritos de este descubrimiento arqueológico
están repartidos entre varios responsables y circunstancias muy azarosas.
A partir de ese instante, de Soto y sus hombres pudieron acceder a la gran galería y contemplar esqueletos humanos junto a un variado ajuar: “Los restos de cada cadáver siempre ocupaban muy poco espacio; como en unos ochenta centímetros de altura había huesos del cráneo cerca de algún fémur y nunca se presentaron en sentido horizontal y menos en una extensión del largo de un hombre corriente, lo que me hizo pensar, por lo que había estudiado, que aquellos cadáveres habían sido enterrados en cuclillas y probablemente atados”.
A este grupo de improvisados arqueólogos les llamó especialmente la atención “los restos de una madre con su hijo que se hallaron debajo de un signo que los representa”, al lado de los cuales “estaban el precioso puñal y el brazalete de hueso que, por su pequeño diámetro, se conoce que pertenecería al niño”.
Todo ese conjunto de vestigios inmemoriales resultaron motivo más que suficiente para solicitar una ayuda facultativa más cualificada en Madrid. Acto seguido, desde la capital, se desplazó al enclave Hugo Obermaier, reputado paleontólogo y prehistoriador hispanoalemán, catedrático de la Universidad Central de Madrid con amplia experiencia en el paleolítico y mesolítico español. Obermaier despejó las dudas. No se trataba de un enterramiento andalusí sino de un “mausoleo importantísimo de la Edad del Cobre”, “construido, como la mayoría de los monumentos similares, en el interior de un túmulo […] completamente artificial” y así lo puso por escrito en el que a la postre sería el primer informe detallado del yacimiento, publicado
DE SOTO Y SUS HOMBRES PUDIERON ACCEDER A LA GRAN GALERÍA Y CONTEMPLAR ESQUELETOS HUMANOS JUNTO A UN VARIADO AJUAR
por el Boletín de la Sociedad Española de Excursiones en 1924.
UN ROMPECABEZAS DE OTRO TIEMPO
Obermaier recoge en su informe la presencia de ocho cadáveres, ubicados en siete lugares distintos dentro del dolmen: “No estaban nunca tendidos horizontalmente, sino siempre sentados en cuclillas y estrechamente arrimados a un monolito de las paredes, que ostentaba en estos casos siempre algún grabado, evidentemente la efigie del muerto o su signo protector totémico”. Por consiguiente, a juicio del arqueólogo hispanoalemán, había una correspondencia simbólica entre las figuras talladas en los ortostatos y los restos humanos apoyados en cada uno de ellos. Algo así como un emblema figurativo del difunto al modo en el que hoy día las lápidas de nuestros cementerios quedan asociadas a quienes yacen debajo de ellas.
El ajuar que acompañaba a los cuerpos humanos lo componían artefactos de cerámica, sílex y hueso. Principalmente, cuencos semiesféricos, brazaletes, hachas y cuchillos pulimentados, siempre muy próximos a los cadáveres. También una varilla de marfil y abundantes conchas marinas.
Algo muy llamativo para Obermaier fue detectar “indicios de pequeñas hogueras (¿fuegos de desinfección?) que no estaban directamente relacionadas con las sepulturas, cuyos huesos no ofrecieron ninguna huella de carbonización”. En un lugar destacado hacia el centro de la cabecera del corredor, había una suerte de “mesa” baja, elaborada con guijarros blancos y arcilla compacta, sin nada encima de ella. Para Obermaier, “esta construcción, colocada en un sitio tan preferente, tenía, seguramente, cierta importancia” y “es de suponer que servía de sitio ‘litúrgico’ y tenía un destino ritual, probablemente durante las ceremonias funerarias que se celebrarían en el dolmen con ocasión del sepelio de algún difunto”.
Desafortunadamente, todos estos elementos no pudieron ser recuperados con las técnicas de excavación de la época. La galería del dolmen había quedado completamente rellena de tierra, en opinión de Obermaier, debido a las filtraciones entre los resquicios de las piedras, acumuladas con el paso de los
ALGO MUY LLAMATIVO PARA OBERMAIER FUE DETECTAR “INDICIOS DE PEQUEÑAS HOGUERAS QUE NO ESTABAN DIRECTAMENTE RELACIONADAS CON LAS SEPULTURAS"
siglos. El resultado de este proceso había sido una “arcilla, tan compacta y tan dura como ‘argamasa’” que “envolvía las sepulturas de un modo tan absoluto, que causó al final, por su presión fuerte y constante, la destrucción casi total de los restos humanos y de la cerámica, que se deshicieron casi todos, ya agrietados desde siglos, en el momento de su extracción”. Debido a lo cual, únicamente pudieron salvarse unos pocos fragmentos óseos de cada difunto.
En suma, la primera valoración del erudito hispanoalemán fue que el dolmen de Soto constituía una santuario en cuyo seno se practicaron ceremonias fúnebres con hogueras y altares de ofrendas en honor a los difuntos que allí mismo reposaban. En esta última morada, a los inquilinos fallecidos se les hizo acompañar de ajuares compuestos por utensilios corrientes que iban desde recipientes para la alimentación hasta adornos y armas. Finalmente, los grabados en los monolitos y la colocación de los cadáveres junto a ellos no se habría dispuesto al azar, sino intencionadamente, siguiendo un criterio simbólico o ligazón ideológica que se nos escapa. Pero todas estas informaciones e impresiones, sumadas a la orientación astronómica del dolmen –capaz de bañar toda su larga cámara con luz del Sol en fechas muy significativas del año– induce a pensar que estamos ante un sofisticado enclave ritual de la prehistoria, reflejo a su vez de unas creencias religiosas no menos complejas y refinadas.
LA RADICAL TRANSFORMACIÓN
Pero el yacimiento prehistórico de Soto tuvo una primera vida muy diferente a la que hoy día podemos contemplar. Las excavaciones efectuadas en el perímetro del túmulo recuperaron la huella de un círculo de piedras del Neolítico levantado a lo largo del borde mismo de la colina artificial. Además, en las inmediaciones, aparecieron fondos de cabañas, hogueras y algunas otras estructuras quizá practicadas con alguna función votiva. Por último, también fue detectada la presencia de un deambulatorio de cinco metros de anchura, pavimentado con cantos de cuarci
LA PRIMERA VALORACIÓN DEL ERUDITO HISPANOALEMÁN FUE QUE EL DOLMEN CONSTITUÍA UNA SANTUARIO EN CUYO SENO SE PRACTICARON CEREMONIAS FÚNEBRES
ta y cuarzo que rodeaba todo el montículo, trazando así un perfecto círculo concéntrico.
La lectura integrada de estos datos hace suponer que, originalmente, antes de construirse el dolmen de corredor en el seno del túmulo, aquel lugar fue una extensión de tierra despejada, llana, sobre la cual se levantó un gran henge megalítico. En este caso, un círculo formado por una treintena de menhires y estelas, distribuidos equidistantemente, con 60 metros de perímetro y destinado a delimitar un espacio ritual o conmemorativo de algún tipo. Este recinto, con sus grandes monolitos hincados en el suelo y su deambulatorio procesional, estuvo en activo durante mucho tiempo. Posiblemente debió de ser un emblemático punto de reunión en la comarca como indican los restos de hogueras y estructuras desenterradas. Tal vez funcionara a modo de santuario al aire libre al que acudir en peregrinación y celebrar banquetes u otros ritos desconocidos que emplearan el fuego en su ceremonial.
Así se mantuvo en uso durante largo tiempo hasta que, súbitamente, sufrió un radical cambio. El henge fue desmontado piedra a piedra, y cada uno de sus monolitos empleados para construir la actual galería que podemos visitar en el dolmen de Soto. Sobre este corredor se acumuló tierra hasta crear el túmulo funerario y albergar en él varios cadáveres y ajuares.
¿Qué motivó ese paso tan extremo de henge a dolmen? No lo sabemos. ¿Sufrió la sociedad local una transformación de sus creencias? ¿Afloró una manera distinta de
vivir la muerte o lo trascendente que requirió de un nuevo recinto material donde poder expresarla de un modo más adecuado? Pudiera ser. Tal vez la llegada de inéditas ideas espirituales o el olvido de las antiguas propiciaron la reforma. No en vano, esta radical metamorfosis de un espacio “sagrado” o ceremonial, recuerda a otros procesos similares registrados en época histórica como cuando los cristianos desmontaron los templos paga
nos y reutilizaron sus materiales para edificar, sobre el mismo lugar, basílicas e iglesias.
Especialistas en Neolítico y Edad del Bronce como Richard Bradley en su obra The Significance of Monuments, postulan que la variabilidad a lo largo del tiempo de la tipología de los enterramientos y megalitos respondería a modificaciones en los ritos y cosmovisión de los constructores. En el caso de Soto, estaríamos ante una re
novada manera de contemplar el mundo, la cual, seguramente, tuvo reflejo en otros muchos aspectos de la comunidad. Desafortunadamente, estamos ante culturas ágrafas. No disponemos de ningún escrito que nos permita “leer” los pensamientos de aquella época por lo que, tan solo, podemos efectuar tentativas de interpretación muy genéricas y especulativas. Así, detrás del cambio de henge a dolmen pudiera subyacer la transición de una sociedad más abierta e igualitaria a otra más jerarquizada, con una mayor diferencia de estatus entre sus miembros, puesto que los enterramientos quedarían restringidos a unos pocos de sus componentes. Es decir, solo para aquellos selectos difuntos que gozaran de un predicamento especial dentro de la población. La muerte siempre habría servido como elemento de cohesión para aquellos individuos, aunque la construcción de una gran galería de piedra requeriría de un grado de coordinación y esfuerzo colectivo muy superior a levantar el círculo de piedras original. Por consiguiente, podríamos estar ante un conjunto de personas donde las jefaturas se habrían acentuado como estructura de poder para culminar con éxito la gestación de un monumento tan laborioso.
Además, la nueva cosmovisión no solamente habría alterado este lugar concreto sino el paisaje de los alrededores. Obermaier recoge en su informe de 1924 que a unos 250 metros al norte de Soto existían las ruinas de otro dolmen de menor tamaño: “Estaba igualmente construido dentro de un montículo artificial, hoy muy aplanado, y gran parte de las losas que le constituían, principalmente las de la cubierta, han sido arrancadas por la gente del país en fecha desconocida”. Estimaba el arqueólogo que el corredor de aquel megalito tendría unos 8 metros de largo por 1,40 de ancho y finalizaba en una cámara oval de unos 6 metros de largo por 2,5 de ancho. Al excavar este enclave, aparecieron abundantes restos: “El número de cráneos, todos destrozados, indicaría unos 18 a 20 individuos, que estaban, según toda probabilidad, en su gran mayoría arrimados a las losas verticales, sentados en cuclillas; hubo, sin embargo, también algunos esqueletos depositados en decúbito supino y en orientación vertical respecto al eje del dolmen”. En opinión de Obermaier, “no cabe duda alguna de que este dolmen es esencialmente sincrónico del grande, erigido en su inmediata vecindad. Esto, lo prueba el ajuar idéntico de ambos. Como este mausoleo destruido estaba, según parece, completamente lleno de esqueletos, opinamos que el hipogeo mayor fue construido después de él, por la necesidad de una nueva cripta funeraria. Esta última se hizo, al mismo tiempo, mayor y más monumental, pero recibió, al final, sólo un número muy reducido de sepulturas, sobreviniendo, al parecer, bastante pronto el momento de su cierre y abandono definitivo, por razones que ignoramos en absoluto”.
Aunque el dictamen acerca de la contemporaneidad y sucesión en el tiempo de ambos dólmenes efectuado por Obermaier carece de suficiente rigor científico, pues se fundamenta en meras observaciones formales, lo cierto es en que podríamos estar ante una nueva relación religiosa de los constructores con el entorno. La comunidad ya no se conformaría con un único recinto a la intemperie, enclavado en un punto concreto, sino que habría articulado una amplia escenografía funeraria. Esto resulta habitual en ciertas etapas del megalitismo prehistórico, donde a la presencia de monumentos muy aislados, le acompañó después, en múltiples ocasiones, conjuntos de dólmenes distribuidos en colinas y valles relativamente cercanos unos de otros. Actualmente, Huelva cuenta con unos 250 enclaves megalíticos de lo más diverso, muchos de los cuales configuran paisajes simbólicos y rituales integrados con diferentes elementos. Por ejemplo, en el grupo de El Pozuelo en Zalamea la Real, se han identificado cuatro dólmenes muy próximos e interrelacionados.
Una posible interpretación de esta práctica e inclinación al agrupamiento de recintos funerarios sería que las comunidades tendieron a arraigar en el espacio donde vivían con mayor intensidad e implicación que antes. Así, regresando al caso de Soto, el henge primitivo y abierto denotaría grupos humanos con modos de vida más itinerantes, frecuentadores ocasionales del santuario a la intemperie en fechas o circunstancias muy determinadas. En cambio, los dos dólmenes que sustituyeron al círculo de piedra original reflejarían a una población con raíces más hondas en el lugar. Más sedentaria y preocupada por vincularse simbólica y religiosamente al espacio que ocupa hasta constituirlo en una parte sustancial y emblemática de su identidad colectiva. Una “geografía sacra” propia de sociedades agrícolas que han tomado plena conciencia individual de lo que son y deciden fijarla en el tiempo y el territorio con anhelos de permanencia y durabilidad. Los dólmenes así concebidos indican preocupación por los ancestros fallecidos, ansia por protegerlos y proyección de su memoria hacia el pasado, pero también hacia el futuro al preservarlos en monumentales “arcas” ciclópeas, bien resistentes, que aspiraban a la eternidad.
ESTA RADICAL METAMORFOSIS DE UN ESPACIO “SAGRADO” RECUERDA A OTROS PROCESOS SIMILARES REGISTRADOS EN ÉPOCA HISTÓRICA