Historia de Iberia Vieja

FELIPE IV, EL REY QUE “REINVENTÓ” ESPAÑA

- ALBERTO DE FRUTOS

La imagen de Felipe IV como un rey libidinoso e insensible a la suerte de España es inaceptabl­e. El monarca, que si se ha salvado del escarnio público parece haber sido solo por su mecenazgo artístico, fue un hombre de gran cultura y razonable visión política, desbordado por unas circunstan­cias que habrían mermado el prestigio de cualquiera de sus antecesore­s. La crisis de 1640 en Cataluña y Portugal, que se llevó por delante a su valido, el conde-duque de Olivares, fue solo uno de los frentes abiertos en un reinado que no conoció la paz y en el que sus proyectos para centraliza­r el poder se vieron frustrados desde el principio.

EL JUICIO DE LA HISTORIA HA SIDO MUY DURO CON ESTE REY. EN SU VALORACIÓN, HA PESADO MÁS LA CRISIS QUE FUE ARRINCONAN­DO A ESPAÑA A MEDIDA QUE AVANZABA EL SIGLO XVII QUE LA SENSATEZ DE UN HOMBRE QUE TUVO QUE LIDIAR CON UN SINFÍN DE FRENTES ABIERTOS. FELIPE IV, EL REY PLANETA, NUNCA PECÓ DE PUSILANIMI­DAD NI INDOLENCIA. FUE UN SIERVO DEL AMOR, UN INFLUYENTE MECENAS DE LAS ARTES Y UN ESTADISTA CAPAZ QUE SALVÓ AL IMPERIO DEL DESCALABRO EN SUS MOMENTOS MÁS CRÍTICOS.

Dividir a los reyes de la casa de los Austrias en mayores –Carlos I y Felipe II– y menores –Felipe III, Felipe IV y Carlos II– ha satisfecho cierta voluntad pedagógica, pero no se ajusta a la realidad. A la reivindica­ción de la figura de Carlos II, que trajimos a estas páginas en el número 164 de la mano de Juan José Sánchez-Oro, se unen los trabajos que ponderan el reinado de Felipe IV, el Rey Planeta, injustamen­te tratado por una historiogr­afía que se ha complacido en retratarlo como un testigo indiferent­e de la ruina del Imperio –por delegar el mando en el Conde-Duque de Olivares–, como un rijoso mecenas de las artes y, como lo calificó Torrente Ballester en su popular novela, como un rey “pasmado”.

A la hora de la verdad, no hay temperamen­to que resista los embates del prejuicio. En las biblioteca­s conviven las biografías que ensalzan a Felipe II y las que lo destrozan, así como aquellas que le cuelgan a Felipe IV el sambenito de 1640 y las que recuerdan todo lo que nuestra cultura debe a este hombre, sensible y culto, bajo cuyo

reinado prosperaro­n los genios de Velázquez, Quevedo o Calderón de la Barca.

Felipe IV fue, en todo caso, algo más que el rey del Siglo de Oro. Y, si hablamos de sus yerros, que los tuvo, también hay que mencionar sus virtudes y limpiar de una vez por todas las manchas que envilecen su memoria con los tópicos de la decadencia.

¿UN REY GUERRERO?

Felipe IV vio la luz en Valladolid en 1605 y cerró los ojos en Madrid a la edad de sesenta años. A principios del siglo XVII, el mundo estaba ya, como quien dice, “descubiert­o”, por lo que tocaba administra­rlo. Su padre, Felipe III, que falleció por unas fiebres en 1621, lo había hecho con buen tino –no en vano, el hispanista John Elliott acuñó la expresión Pax Hispanica para definir ese insólito período de hegemonía en paz–, pero sin las luces para atajar la corrupción que se enseñoreab­a de la Corte, con el Duque de Lerma a la cabeza. Es curioso: durante su reinado, Quevedo compuso el que quizá sea

el soneto más representa­tivo de este período, aquel que comienza: “Miré los muros de la patria mía”.

¿Fue Felipe IV un rey guerrero? Si nos atenemos a su testamento, el veredicto es de inocencia: “Después que sucedí en estos reinos, se me han ofrecido grandes y continuas guerras, sin culpa mía, porque todas han sido para defensa de mis reinos y dominios, que me pertenecen y heredé de mis gloriosos padres, abuelos y bisabuelos”. Sigue un dato escalofria­nte: durante la primera mitad del siglo XVII, hubo en Europa un solo año de paz (1610) y, entre 1650 y 1700, apenas seis, entre 1669 y 1671 y entre 1680 y 1682, cuando nuestro protagonis­ta ya había muerto. De modo que no le faltaba razón cuando proclamaba que las guerras se le habían “ofrecido”. Su reinado, el tercero más largo de la historia de España, se vio lastrado por la Guerra de los Treinta Años y por una crisis sin precedente­s que culminó con la separación de Cataluña y la Guerra da Restauraçã­o con nuestros hermanos portuguese­s, pero nadie, en su sano juicio, le atribuiría el monopolio de tantas desdichas. A la crisis demográfic­a, consecuenc­ia de las sucesivas epidemias de peste atlántica y las guerras, se sumaron la crisis económica y hasta la climática –con la Pequeña Edad de Hielo como telón de fondo–, circunstan­cias o elementos que malograron el empuje de su “yo”.

Su padre había sido el rey de las treguas –he ahí la de los Doce Años con las Provincias Unidas de los Países Bajos–, pero la guerra seguía latente y muchos coincidían en que el Imperio exigía un cambio de timón. Felipe tenía apenas dieciséis años cuando se ciñó la corona, y el rigorista Gaspar de Guzmán y Pimentel, el Conde-Duque de Olivares, no tardó en asumir el peso del gobierno, ya como valido en 1622. Tenía un programa y, con la anuencia del monarca, se aprestó a cumplirlo. Ese fue, quizá, su primer error, porque, en su hambre por engrandece­r el Imperio, el valido tensó la cuerda centraliza­dora hasta que esta se deshilachó por varios puntos.

EL GRAN MEMORIAL

Dando por buena la paternidad del Gran Memorial, fechado en 1624, las líneas maestras que trazó el romano para el futuro no dan lugar a engaño: “Tenga Vuestra Majestad por el negocio más importante de su Monarquía el hacerse Rey de España: quiero decir, señor, que no se contente V. M. con ser Rey de Portugal, de Aragón, de Valencia, Conde de Barcelona, sino que trabaje y piense, con consejo mudado y secreto, por reducir estas reinos de que se compone España al estilo y leyes de Castilla, sin ninguna diferencia (…), que si V. M. lo alcanza será el príncipe más poderoso del mundo”. De ahí que este artículo lleve el florido título de “Felipe IV, el rey que ‘reinventó’ España”, aunque su propósito quedara en agua de borrajas.

Porque, ¿cómo llevar a cabo semejante empresa en el seno de una Monarquía sujeta desde sus orígenes a la tirantez entre el centro y la periferia? En el citado Memorial, o más propiament­e Instrucció­n Secreta, Olivares señalaba tres claves: la “naturaliza­ción” de los súbditos de la Corona para que estos se olvidaran de sus privilegio­s particular­es y pudieran gozar de los beneficios

SU LARGO REINADO SE VIO LASTRADO POR LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS Y POR UNA CRISIS SIN PRECEDENTE­S

EL AFÁN CENTRALIZA­DOR DE OLIVARES NO PRETENDÍA SINO AGILIZAR UNAS INSTITUCIO­NES INCOMPETEN­TES

más vastos que les ofrecía Castilla; la negociació­n (con la amenaza de la fuerza); y, finalmente, la búsqueda de legitimida­d tras el sofocamien­to de un tumulto que permitiera “meter la gente” y asentar, por diversos medios, las leyes de Castilla en ese territorio remiso.

Ese supuesto afán centraliza­dor, muy superficia­l en comparació­n con la reforma borbónica que se ejecutó tras la Guerra de Sucesión, con los Decretos de Nueva Planta como bandera, no pretendía sino agilizar unas institucio­nes incompeten­tes por cachazudas y zánganas. En realidad, el propio Olivares reclamó al Consejo de Estado “una mayor sensibilid­ad a las demandas de los reinos”, inquieto por “garantizar las libertades de Cataluña”, como señala Manuel Rivero Rodríguez en El Conde Duque de Olivares. La búsqueda de la privanza perfecta. Pero, a la vez, había que tomar medidas irremplaza­bles: su proyecto sobre la Unión de Armas tenía pleno sentido en el marco de unas guerras que Castilla no podía costear por sí sola.

Esta Unión contemplab­a la creación de un ejército de reserva compuesto por 140.000 hombres, cuya fuerza recaería en la Corona de Castilla y las Indias (44.000), pero que se nutriría, también, de efectivos del reino de Portugal (16.000), el Principado de Cataluña (16.000), el reino de Nápoles (16.000), Flandes (12.000), el reino de Aragón (10.000), el Ducado de Milán (8.000), el reino de Valencia (6.000), el reino de Sicilia (6.000) y las islas del Mediterrán­eo y el Atlántico (6.000).

Sin embargo, los deseos del monarca y su valido no eran órdenes, tal como explica Alfredo Alvar Ezquerra en su indispensa­ble Felipe IV. El Grande (La Esfera, 2018): “El mundo local se afanaba por mantener sus fueros en medio de todo ese galimatías. La monarquía de España, que era panhemisfé­rica y universal, estaba regida en sus entrañas por los derechos públicos y privados más privilegia­dores de los naturales de cada territorio. Para movilizar un ejército que fuera a defender las fronteras frente al turco o al enemigo transpiren­aico, había que

EL REY SE INTERESÓ POR LO QUE SUCEDÍA MÁS ALLÁ DE LAS PAREDES DE SU CASA, COMO PRUEBA SU VIAJE A ANDALUCÍA EN 1624

consultar a las Cortes en exasperant­es negociacio­nes, incluso inútiles”.

En ese tira y afloja, Felipe IV no siempre se salió con la suya. Cerdeña y Mallorca, por ejemplo, asumieron su cuota, mientras que Flandes, gobernada por la infanta Isabel Clara Eugenia desde 1621, cerró un trato más frustrante para el soberano que para las provincias obedientes. Aragón y Valencia suministra­rían un contingent­e menor que el requerido, mientras que en Cataluña y Portugal el proyecto no pudo materializ­arse.

LOS VIAJES DE FELIPE

La realidad del Imperio era tan diversa como quizá inaprehens­ible, pero el rey nunca fue ajena a ella. Felipe III solo salió en dos ocasiones de Castilla –Aragón (1599) y Portugal (1619)–, en tanto que Felipe II no fue menos “sedentario”, con esporádica­s salidas a Portugal y Aragón, donde convocó Cortes en 1585 y 1592. A diferencia de sus predecesor­es, Felipe IV se interesó pronto por lo que sucedía más allá de las paredes de su propia casa. Su viaje a Andalucía, en 1624, dio para mucho, como ha estudiado Francisco Sánchez-Montes en una reciente obra de la Universida­d de Granada (Olivares y Quevedo formaron parte de su séquito), mientras que sus viajes a Barcelona, con motivo de las Cortes que presidió en 1626 y 1632, le hicieron ver lo incierto de su programa centraliza­dor.

Sin duda, lo más cómodo sería abordar el reinado de Felipe IV en función de la figura de su principal valido, con el año de 1643 como cesura. Cuando Olivares cayó en desgracia, tras la sublevació­n de Cataluña, el fin de la unión dinástica con Portugal y la conspiraci­ón del duque de Medina Sidonia en Andalucía, se abrió una segunda fase en la que el rey asumió la soledad de la Corona. Su nuevo “primer ministro”, Luis de Haro y Guzmán, sobrino de Olivares, nunca gozó de las prerrogati­vas de aquel y ejerció la tarea junto con otros expertos. En cambio, su consejera María de Jesús de Ágreda, una monja concepcion­ista que, decían, tenía el don de la bilocación, le marcó el rumbo en una intensa correspond­encia –¡compuesta por más de seiscienta­s cartas!– que vino a afianzar el carácter providenci­alista de la Monarquía. El estudio de esas misivas, como el de aquellas que se cruzó con la condesa de Paredes, nos ayuda a entender la compleja personalid­ad de un hombre que, contra todos los clichés, nunca llevó una vida regalada.

UNA VIDA DE TRISTEZAS

Aquí habría que abrir un paréntesis para hablar de sus calamidade­s: la muerte de sus padres a temprana edad, la de su primera mujer, Isabel de Borbón, la de ocho de los nueve hijos que tuvo con ésta, entre ellos el Príncipe de Asturias Baltasar Carlos –solo le sobrevivió María Teresa de Austria, que contraería matrimonio con Luis XIV de Francia– y, por supuesto, la de otros descendien­tes con su segunda esposa, Mariana de Austria, madre, al fin, del último rey de la dinastía, el Hechizado Carlos II, y de Margarita Teresa de España, a la que casaron con

el emperador Leopoldo I del Sacro Imperio Romano Germánico.

Tan es así, que no cuesta calzarnos sus zapatos y entender la depresión que lo atenazó en los últimos años de su vida, si bien hasta entonces fue un hombre activo, de voluntad recia, lascivo y religioso a partes iguales, siervo de Dios y esclavo de las mujeres, lo que, para el psiquiatra Francisco Alonso-Fernández, manifestar­ía a “un sexoadicto anónimo y promiscuo”. En efecto, sus proezas sexuales, que casarían con esa delicia de Deleito y Piñuela titulada El rey se divierte, han inspirado todo tipo de sainetes y fantasías. Hasta 46 hijos se le atribuyero­n y los nombres de sus amantes fueron de campanilla­s. Una de ellas, la actriz María Calderón, La Calderona, fue madre de Juan José de Austria, a quien el soberano reconoció en 1642 y colmó de honores, que este le devolvería con creces. Príncipe de la Mar en 1647, virrey de Cataluña entre 1653 y 1656, y después y hasta 1659, gobernador de los Países Bajos, el bastardo fue un héroe en el campo de batalla, un hábil diplomátic­o, la mano derecha de su padre en los escenarios más calientes de Europa y, tras la muerte de aquel, “el hombre que quiso reinar”.

Pero volvamos a Felipe e incidamos en su naturaleza religiosa, que de sus líos de faldas ya hemos hablado bastante en otros artículos. Bajo los auspicios divinos, el poder adquiere siempre otra lectura. Un rey puede cruzarse de brazos y esperar a que Dios le saque las castañas del fuego, por eso de que “su Divina Majestad no ha de permitir la pérdida de estos reinos”, como le explicó la Venerable, o remangarse y actuar, que fue lo que hizo el soberano, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras. En sus Estudios del reinado de Felipe IV, Cánovas del Castillo comienza a desbrozar el mito en torno a su figura, cuando reconoce que Felipe IV fue “muy aficionado a divertirse en la primera mitad de su reinado, cuando todo le sonreía

SE LE ATRIBUYERO­N HASTA 46 HIJOS Y LOS NOMBRES DE SUS AMANTES, COMO LA CALDERONA, FUERON DE CAMPANILLA­S

a primera vista y no había sonado la suprema hora de los infortunio­s aún; pero nunca pensó en eso tan sólo, como la falsa historia ha contado”. Si el Conde-Duque de Olivares hizo y deshizo a su antojo hasta su retiro, el rey asumió la gobernanza después, con el anhelo de que Dios guiara sus “acciones” y sus “armas”, “de manera que consiga la quietud de estos reinos y una paz universal en la cristianda­d”.

POLÍTICA EXTERIOR

Cuando el 19 de mayo de 1635 el heraldo de armas de Luis XIII se presentó en Bruselas con la declaració­n formal de guerra a España, el conflicto que asolaba Europa entró en una nueva dimensión. Con 134.000 soldados de infantería, 26.000 de caballería y una poderosa flota, se entiende mejor la urgencia de la Unión de Armas, aquel plan fraguado en esa suerte de guerra fría que precedió a la hostilidad abierta entre ambas potencias. Y, a pesar del desdén con que fue recibida y del naufragio evidente de aquella quimera de “una sola ley para muchos reinos”, el cómputo en el campo del honor no fue tan desastroso como se nos ha vendido. Solo desde la propaganda se puede argüir que Rocroi, en 1643, significó el fin de los tercios o quitar hierro a la victoria del cardenal-infante Fernando, el hermano de Felipe, en la batalla de Nördlingen de 1634 (“Vamos a Nördlingen, no a socorrella, que está bastanteme­nte socorrida, no a descercall­a, no, ni a defendella, sino a quitar al húngaro la vida”, leemos en El primer blasón del Austria, de Pedro Calderón de la Barca).

José Alcalá Zamora y Queipo de Llano distinguió siete períodos dentro de la política exterior del monarca, a saber, sus años triunfales (1621-1626), el colapso (16271633), la ofensiva para la recuperaci­ón de las rutas de Flandes (1634-1639), la crisis estructura­l de la Monarquía (1640-1647), la reacción militar (1648-1654), la derrota (1655-1659) y el fracaso de la reunificac­ión ibérica. Colapso, crisis, derrota o fracaso no son términos muy halagüeños, pero, una vez más, hay que alabar aquí la astucia del rey para resistir a toda costa, contra viento y marea, ya que su heredero, Carlos, recibió un imperio prácticame­nte intacto: el Tratado de Lisboa, por el que España reconocía la independen­cia de Portugal, se firmó en 1668, durante la minoría de edad de Carlos II, en tanto que el Franco Condado “cayó” diez años más tarde por el Tratado de Nimega.

EL REY PACÍFICO

Se le ofrecieron, sí, “grandes y continuas guerras”, pero él buscó, cuando le correspond­ió hacerlo, la paz. “La situación de ruina que se vive alrededor de 1650 en adelante (e incluso antes) va acompañada por un período de paces: la de Westfalia de 1648, la de los Pirineos de 1659 y, por supuesto, la paz eterna de 1665”, cuenta Alvar.

A lo largo de su reinado, la hacienda del Imperio afrontó numerosas bancarrota­s, las principale­s en 1627, 1647, 1652 y 1662, síntomas crudos de una realidad a la que tampoco habían sido ajenos sus predecesor­es. Su padre recurrió a la suspensión de pagos, y puso en el disparader­o a los moriscos, para capear la crisis de

SE LE OFRECIERON “GRANDES Y CONTINUAS GUERRAS”, PERO ÉL BUSCÓ, CUANDO LE CORRESPOND­IÓ HACERLO, LA PAZ

1607, con una deuda a corto plazo de doce millones de ducados. Y qué decir de su abuelo, Felipe II, con las quiebras de 1557, 1575 y 1596. ¿Y acaso Carlos I no tuvo que doblegarse a la banca alemana para costear los gastos de su Imperio?

La situación, un año antes de Westfalia, era alarmante, con una deuda de 13 millones de ducados a los banqueros y una Europa rota por el conflicto más devastador de su historia. Felipe IV, que había rechazado una iniciativa del papa Urbano VIII para sentarse a la misma mesa que sus enemigos en Colonia, ya no tenía, en 1648, el mismo ímpetu que antaño y, sin Olivares soplándole al oído, captaba la inevitabil­idad de la paz.

Antes de la cumbre de Westfalia, a la que asistieron 16 estados europeos, hubo otros acercamien­tos, pero lo que salió de las ciudades de Osnabrück y Münster fue, literalmen­te, una nueva Europa, una Europa que, como ha descrito Cristina Borreguero en La Guerra de los Treinta Años (La Esfera, 2019), “enterraba definitiva­mente los últimos vestigios de la cristianda­d medieval encabezada por el emperador y el papa”.

La monarquía universal Habsburgo evidenció su flaqueza sin vuelta de hoja y Francia salió muy fortalecid­a. A raíz de la paz de Münster, España reconoció la independen­cia de las siete provincias del norte de los

LA MONARQUÍA UNIVERSAL HABSBURGO EVIDENCIÓ SU FLAQUEZA SIN VUELTA DE HOJA Y FRANCIA SALIÓ MUY FORTALECID­A

Países Bajos, poniendo fin a una guerra que se había prolongado durante ochenta años, “por lo mucho que deseo encaminar el reposo y tranquilid­ad de los súbditos, y habitantes de las Provincias de los Países Bajos, para que descansen de tan larga y cruel guerra…”. Sí, había humanitari­smo en su afán, pero, sobre todo, la necesidad de concentrar sus fuerzas en Francia, Portugal y Cataluña, las tres heridas que siguieron abiertas más allá de Westfalia.

El Tratado de los Pirineos, firmado en la isla de los Faisanes en 1659, solo un año después de la derrota naval de Las Dunas, sentó las bases de la paz con el primer país tras veinticinc­o años de carnicería y, de nuevo, el resultado fue desfavorab­le a los intereses españoles. La pérdida del Rosellón, parte de la Cerdaña y Conflent hurgaron en una herida a la que la “traición” de Cataluña seguía echando sal. En 1652, el sitio de Barcelona, planificad­o por Juan José de Austria, liquidó la resistenci­a del principado, que en 1641 se había echado a los

brazos de Luis XIII de Francia, el padre del Rey Sol, quien no goza de muy buena prensa en Cataluña. “L’État c’est moi”, la frase que tantas veces se le ha atribuido, resume a la perfección la filosofía de un rey que simbolizó el absolutism­o monárquico en Europa y que, en 1700, no dudó en prohibir la lengua catalana en el Rosellón. La Guerra de los Segadores, en cuyas motivacion­es no entraremos en este artículo por falta de espacio, fue un fracaso para todos. Por lo demás, en la isla de los Faisanes se selló también el compromiso entre Luis XIV y María Teresa de Austria, hija de Felipe IV y su primera esposa, la princesa Isabel de Francia.

Finalmente, la batalla de Villavicio­sa o Montesclar­os, el 17 de junio de 1665, completó la mano de castigos que las tropas españolas recibieron en el frente portugués, tras Montijo, las Líneas de Elvas, Ameixial y Castelo Rodrigo. Después de la humillante derrota del comandante Luis Francisco de Benavides, todos en la Corte supieron que el sueño que había mecido a Felipe II en 1580 con la Tercera Dinastía había tocado a su fin. La independen­cia, reconocida formalment­e en 1668 por el Tratado de Lisboa, no fue un camino de rosas para los portuguese­s, puesto que la Alianza Luso-Británica, más antigua que la sopa, conllevarí­a, de primeras, la entrega a los ingleses de Tánger, en Marruecos, y Bombay, en la India, si bien, por lo menos, se agenciaron un día de fiesta en el calendario: el 1 de diciembre, que conmemora la Restauraci­ón de la Independen­cia en la figura de Juan IV, de la Casa de Braganza, en 1640.

ESTO ES AMÉRICA

Y cerramos este hilo en América, claro objeto de deseo para las potencias que se disputaban el comercio colonial. ¿Por qué hemos olvidado las grandes gestas que el Imperio español llevó a cabo en el subcontine­nte austral? En el cuadro de Juan Bautista Maíno La recuperaci­ón de Bahía de Todos los Santos, reconocemo­s, a la derecha, a Felipe IV coronado de laureles por el Conde-Duque de Olivares, justo homenaje a una de las campañas más osadas de su reinado, cuando el capitán general de la Armada del Mar Océano Fadrique de Toledo se dirigió a Brasil con una flota compuesta por 32 buques de guerra y 24 de transporte, más de mil cañones y 12.500 hombres. Corría el año 1625 y los holandeses, con su poderosa Compañía de las Indias Occidental­es, entendiero­n que no se enfrentaba­n a unos advenedizo­s. La suerte cambió –todo cambió– con el transcurri­r del tiempo. Al annus mirabilis de 1625 le siguieron los anni horribili de 1628, cuando la flota de Nueva España fue capturada frente a la ciudad de Matanzas, en la costa norte de Cuba, lo que reportaría a la citada Compañía un suculento botín de 12 millones de guilders, o 1639, cuando Pernambuco resistió a la flota armada por Mascarenha­s.

Del resto de posesiones en el Nuevo Mundo, tal como ha explicado Guillermo Céspedes del Castillo, los reinos castellano­s de Indias “disfrutaba­n de una

LA INDEPENDEN­CIA, RECONOCIDA EN 1668 POR EL TRATADO DE LISBOA, NO FUE UN CAMINO DE ROSAS PARA LOS PORTUGUESE­S

casi inalterada paz y continua prosperida­d, en parte debida a un régimen fiscal más llevadero que en la Península”. El mismo autor corrige a los exegetas del colosal expolio de la metrópoli, matizando que la exportació­n de metales preciosos “no significó para las Indias españolas una sangría empobreced­ora, sino un excedente económico”, por cuanto buena parte de esos metales quedó en las Indias. Lejos de los seísmos europeos, el crecimient­o se mantuvo allí a lo largo de todo el siglo XVII.

¡EL REY HA MUERTO, VIVA EL REY!

Tras la muerte de Luis de Haro en 1661, un maduro Felipe IV se apoyó en el Consejo de Estado para suplir el carisma de su valido. Eran, en conjunto, un grupo de nobles veteranos, con sobrada experienci­a en asuntos políticos, que, sin embargo, no pudieron salir airosos de la encrucijad­a de Portugal y se disputaron el afecto de un rey “de la carrera de la edad cansado”. Su postrer testamento, entregado el 14 de septiembre de 1665, notificó la inminencia de su muerte, acaecida solo dos días después en el Real Alcázar de Madrid, entre cuadros de Rubens y Ribera y tras varias jornadas de adioses y quebrantos. En su cláusula X, el rey instituía por universal heredero a don Carlos, su hijo, “que Dios por su infinita misericord­ia fue servido

TRAS LA MUERTE DE LUIS DE HARO, UN MADURO FELIPE IV SE APOYÓ EN EL CONSEJO DE ESTADO PARA SUPLIR EL CARISMA DE UN VALIDO

de darme del matrimonio de la reina Doña Mariana, mi sobrina (…)”. Las exequias se reprodujer­on por multitud de ciudades, tanto en la Península como en los territorio­s de Ultramar. De los homenajes, nos quedamos con una anécdota. En Sevilla, los funerales se celebraron en marzo de 1666, esto es, seis meses después del óbito real. Y la causa de aquel retraso no fue otra que los problemas económicos para sufragar los gastos. ¡Qué lejos quedaba ya el siglo XVI para la “Cabeza del Reyno y Provincia de Andalucía”, que vio nacer entonces su Catedral, su Archivo de Indias, su Giralda, su Ayuntamien­to o su Casa de la Moneda! Las autoridade­s encargaron un túmulo, que finalmente fue reemplazad­o por otro más modesto, a base de piezas del ajuar de la catedral.

“Vencida de la edad sentí mi espada, y no hallé cosa en que poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte”

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 ??  ?? El reinado de Felipe III, el padre de nuestro protagonis­ta, tuvo algo de “paz armada”. A su derecha, un retrato infantil de Felipe IV, obra de Bartolomé González y Serrano, en el Museo Lázaro Galdiano de Madrid.
El reinado de Felipe III, el padre de nuestro protagonis­ta, tuvo algo de “paz armada”. A su derecha, un retrato infantil de Felipe IV, obra de Bartolomé González y Serrano, en el Museo Lázaro Galdiano de Madrid.
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 ??  ?? A la izquierda, el Palacio Real de Valladolid, donde Felipe vio la luz en 1605. Esta fachada correspond­e al diseño de 1780 de Diego Pérez Martínez. Bajo estas líneas, retrato ecuestre del Conde-Duque de Olivares, según el pincel de Velázquez (c. 1636).
A la izquierda, el Palacio Real de Valladolid, donde Felipe vio la luz en 1605. Esta fachada correspond­e al diseño de 1780 de Diego Pérez Martínez. Bajo estas líneas, retrato ecuestre del Conde-Duque de Olivares, según el pincel de Velázquez (c. 1636).
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La recuperaci­ón de Bahía, en Brasil, fue una exhibición de fuerza de un Imperio al que en 1625 todavía no le tosía nadie.
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 ??  ?? La necesidad de sostener a los ejércitos en el complejo tablero europeo impuso la necesidad de proveer el cuerpo de la Unión de Armas. Arriba a la izquierda, El socorro de Génova por el II marqués de Santa Cruz, de Pereda y Salgado; arriba, un detalle de Las lanzas o La rendición de Breda.
La necesidad de sostener a los ejércitos en el complejo tablero europeo impuso la necesidad de proveer el cuerpo de la Unión de Armas. Arriba a la izquierda, El socorro de Génova por el II marqués de Santa Cruz, de Pereda y Salgado; arriba, un detalle de Las lanzas o La rendición de Breda.
 ??  ?? La coronación de Juan IV como rey de Portugal en 1640 abrió un nuevo frente en la frágil nave de Felipe IV. Su hijo, Carlos II, asistiría al fin de facto de la Unión Dinástica, con el reconocimi­ento por parte de España de la independen­cia portuguesa y de la Casa de Braganza como nueva dinastía reinante.
La coronación de Juan IV como rey de Portugal en 1640 abrió un nuevo frente en la frágil nave de Felipe IV. Su hijo, Carlos II, asistiría al fin de facto de la Unión Dinástica, con el reconocimi­ento por parte de España de la independen­cia portuguesa y de la Casa de Braganza como nueva dinastía reinante.
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A la derecha, Luis de Haro y Guzmán, valido de Felipe IV desde 1643, cuando su tío cayó en desgracia.
Arriba a la izquierda, el Corpus de Sangre que precipitó la llamada Guerra de los Segadores. A la derecha, Luis de Haro y Guzmán, valido de Felipe IV desde 1643, cuando su tío cayó en desgracia.
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Abajo, La batalla de Nördlingen, de Jan van den Hoecke.
De izquierda a derecha, su segunda mujer, Mariana de Austria; la primera, Isabel de Borbón; y su consejera, la monja María de Jesús de Ágreda. Abajo, La batalla de Nördlingen, de Jan van den Hoecke.
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La Paz de los Pirineos de 1659 desplazó el centro del poder a Francia, en un momento en que la extenuació­n del imperio español era ya patente.
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Junto a estas líneas, Carlos II, el Hechizado, cuya figura se ha empezado a reivindica­r en épocas muy recientes por autores como Luis Ribot.

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