EL DEPORTE DE NUESTROS BISABUELOS
Las cualidades de plasticidad y dinamismo del deporte se han prestado siempre al arte figurativo y, cuando uno rastrea su historia más remota, no puede dejar de pensar en el Discóbolo de Mirón, las escenas de lucha en las ánforas griegas o el Púgil en reposo hallado en las termas de Constantino.
Con la aparición de las revistas ilustradas en el siglo XIX, el deporte empezó a captar el interés del público más instruido, pero, sin duda, fue en el XX, con la creciente profesionalización de los clubes y sociedades deportivas, cuando cobró una nueva dimensión y se consagró como el fenómeno de masas que es hoy en día. Para Ortega, la cultura no era “hija del trabajo, sino del deporte”, porque la civilización nace siempre del “esfuerzo superfluo y desinteresado”, virtudes que adornaban a la práctica deportiva tal como la vemos en estas estampas (hoy, con el negocio como santo y seña, habría que poner esos adjetivos en cuarentena). Sea como fuere, el homo ludens de Huizinga está programado para el juego y la competición, para el aprendizaje de unas reglas y la perseverancia de una meta. Las ilustraciones que traemos a estas páginas constituyen otras tantas lecciones de historia, que nos traen a las mientes los nombres de James Starley –considerado el inventor de la bicicleta, aunque unas décadas antes Karl Drais había tanteado ya su máquina de correr o “draisiana”– o del marqués de Queensberry, cuyas reglas de boxeo guiaron a este deporte a lo largo del siglo XIX (y frenaron, por ejemplo, golpes como el de la izquierda).
La esgrima, las pesas o el polo gozaron de gran predicamento también en esa centuria y, por si no fuera suficiente, uno podía ponerse en forma practicando gimnasia con aparatos como el del extremo superior derecho de la página opuesta.