VILLA GRIMALDI
■ Desde la parada de metro de Plaza Egaña, en Santiago de Chile, varios autobuses llevan a Villa Grimaldi, en la comuna de Peñalolén, uno de esos lugares en el mundo que nos golpean, nos aturden, nos asustan el alma. Entre 1973 y 1978, miles de personas fueron recluidas en este recinto, ya distorsionado con el nombre de Cuartel Terranova. Torturadas por los criminales de la Dirección de Inteligencia Nacional, la policía secreta de Pinochet, 241 fueron ejecutadas, aunque oficialmente la cifra fue de 18. El resto siguen desaparecidos. Conocemos el nombre de las víctimas y de los verdugos, y es bueno que los tengamos presentes, tanto a las unas como a los otros.
JUGAR CON FUEGO
¿Qué puede pasar por la cabeza de nadie para aplicar descargas eléctricas a un cuerpo sufriente o colgarlo de una barra y asfixiarlo? Cuando se suicidó el coronel Germán Barriga, uno de los procesados por estos abusos, se le encontraron varias cartas en los bolsillos: “Todo por vivir y cumplir órdenes en el período del Gobierno Militar”, se justificaba en una de ellas. Si no conociéramos al ser humano, si no supiéramos de su servilismo y su crueldad, los testimonios de los supervivientes resultarían increíbles. Pero lo conocemos. Lo hemos visto en otras latitudes y volveremos a verlo.
La Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación concluyó que la red de recintos de detención llegó a sumar 1.157 sedes, laberintos del horror que encanallaron los derechos humanos en el país y abrieron una herida a la que la muerte del general Pinochet en la cama de un hospital no hizo sino echar más sal. Villa Grimaldi, pese a su condición clandestina, fue el más conocido, pero hubo otros: Londres 38, en pleno centro, la casa de José Domingo Cañas o Venda Sexy. Durante los meses que sucedieron al golpe del 11 de septiembre, cientos de personas fueron torturadas y ejecutadas en el Estadio de Chile, que hoy lleva el nombre de Víctor Jara, una victoria que, si nos atenemos a la triste condición del recinto, no basta. Hay que cuidar la memoria como se cuidan las tumbas y hacerla habitable como nuestra propia casa. Porque, en el fondo, ahí vivimos, en la canción de Víctor Jara Te recuerdo, Amanda, y en el compromiso del periodista estadounidense Charles Horman, el Desaparecido de la película de Costa-Gavras.
En aquella cinta, un personaje, el capitán Ray Tower, le explicaba al padre del periodista lo que le podía haber sucedido a éste: “Cuando juegas con fuego, te acabas quemando”. En su terminología, jugar con fuego era sencillamente hacer preguntas, buscar la verdad sobre el derrocamiento de Salvador Allende, que fue apoyado por Estados Unidos sin importar el coste. Quienes de verdad jugaron con fuego –Pinochet, Kissinger o Michael Townley, el sicario de la CIA implicado en el asesinato de Orlando Letelier en Washington– no pasaron ni frío ni calor.