Los diez mandamientos Rosario de Acuña
Joven aunque sobradamente preparada, la madrileña Rosario de Acuña, hija de uno de esos linajes de rancio abolengo que podemos rastrear varias generaciones, publicó sus primeros artículos en prensa y obras de teatro a los veintipocos años. Sus títulos más famosos, Rienzi el Tribuno y El padre Juan, son, aun así, bastante desconocidos para el gran público, lo que confirma que el pasado literario lleva siempre consigo el germen de la derrota. Porque, ¡ay!, en su día, y hablamos del último cuarto del siglo XIX, estos dramas estuvieron en boca y furor de todos, hasta el punto de que, tras el estreno del segundo, el teatro donde se representaba, que había sido alquilado por la misma autora, fue clausurado. Hay que reconocer que Acuña no dejaba indiferente a nadie. Librepensadora y republicana, puso su firma, en alguna ocasión con pseudónimo, al servicio del arte y de los mandatos de su tiempo, que, en ciertos casos, siguen siendo los mismos. Tenía graves problemas de visión, pero nunca padeció ceguera moral. Denunció la desigualdad de la mujer y demandó la separación de la Iglesia y el Estado –la polémica de El padre Juan vino por su anticlericalismo–, lo que le granjeó la simpatía de los progresistas y el desdén de los conservadores. Casada con un teniente de infantería, ¡osó abandonarlo por las constantes infidelidades de este!
A lo largo de sus 72 años de vida, Rosario de Acuña, pionera del feminismo –fue la primera mujer que ocupó la tribuna de oradores del Ateneo–, amante sincera de la Naturaleza y exiliada por un artículo muy controvertido, ¡otro más!, y francamente irónico sobre la falta de respeto de unos estudiantes de la Universidad Central, escribió de todo –teatro, artículos de prensa, ensayos, obras didácticas y poesías– y vivió de todo. Pasó sus últimos años en Gijón, en una casa llamada La Providencia situada sobre un acantilado. Que sí, que puede y debe verse./A.F.D.
La mujer puede y debe pensar; ningún límite impuso la naturaleza a sus facultades racionales.
Amé y odié, pero jamás ha dado asilo el alma a la pasión que ciega.
Salud ¡oh pueblo! El poder de la vida en ti reside.
¡Justicia es lo que necesitamos, no galantería!
El catolicismo es la esclavitud, el rebajamiento y la humillación para la mujer.
¡Para ser madre de hombres o mujeres no humanos mejor es entregar al pudridero de la tierra el raudal de nuestras fecundidades!
La vida del periodista es la vorágine monstruosa, dispuesta siempre a tragar al incauto o al débil.
Ruedan los años sobre la ancha esfera, y en el último trance de la muerte, aún nos dice tu voz ¡espera!, ¡espera!
La caridad es la única virtud que puede transformar la tierra en morada de ángeles.
¡Quién sabe si el Quijote de Cervantes fue una sonrisa amarga de tristeza al ver rendida su genial cabeza entre tantas de imbéciles triunfantes!