ÁABDERRAMÁN III
Abderramán III rompió los últimos vínculos con los abasíes de Bagdad y los fatimíes del norte de África y se proclamó califa en el año 929. Durante su gobierno, tan largo como complejo, puso orden en sus propias filas y se enfrentó con desigual resultado a los reyes cristianos en un sinfín de batallas. La derrota en Simancas marcó un punto de inflexión en su biografía y la erección de la ciudad palaciega de Madinat al-Zahra, a las afueras de Córdoba, fue su mejor legado para la posteridad.
EL FUNDADOR DEL CALIFATO OMEYA DE CÓRDOBA FUE EL HOMBRE MÁS PODEROSO DE SU TIEMPO. PUSO ORDEN EN SU “CASA” Y SE ENFRENTÓ A LOS CRISTIANOS DEL NORTE DE LA PENÍNSULA, QUE CONTUVIERON SU EMPUJE EN LA BATALLA DE SIMANCAS. TRAS UNA VIDA DE LUCHA Y OPULENCIA, FALLECIÓ A LOS 73 AÑOS EN LA CIUDAD PALACIEGA DE MEDINA AZAHARA, UN TESORO QUE ÉL MISMO MANDÓ CONSTRUIR Y QUE EL AÑO PASADO FUE DECLARADO PATRIMONIO DE LA HUMANIDAD.
Su abuelo, Abdalá I de Córdoba, séptimo emir omeya de Córdoba, se casó con la princesa vascona Onneca Fortúnez, hija del rey de Pamplona Fortún Garcés. De aquella unión nació el padre de Abderramán, Muhammad, destinado a heredar la corona pero muerto a manos de su propio hermano. Las luchas intestinas desangraban a los descendientes del extinto califato de Damasco –que había sido liquidado por la Revolución abasí en el año 750– cuando Abderramán III fue señalado por su abuelo para sucederle.
A la muerte de Abdalá en 912, su nieto pasó a ser el octavo emir independiente de Córdoba. Tenía 21 años y, como su abuelo, los ojos azules y la piel blanca, rasgos propios de la secular unión de su dinastía con mujeres del norte de la Península, a las que incorporaban como favoritas a sus harenes. Él tuvo varias mujeres conocidas y otras de las que no ha quedado huella: la primera fue la princesa Fátima, hija del hermano de su abuelo; Maryan se llamó otra, una esclava cristiana que se convirtió en su favorita y alumbró a su heredero, Alhakén II; y a una tercera se la conoció como Umm Qurays, “la madre de los hombres de Quraysh”. Estas y otras le dieron un total de dieciséis hijas y dieciocho o diecinueve varones (de estos últimos sobrevivieron once o doce).
El territorio pasaba entonces por su momento más delicado, con el prestigio del emir disuelto en una tolvanera de conflictos locales –rebeliones de árabes, muladíes (musulmanes de origen español) y bereberes–, que el ejército, a todas luces insuficiente, se veía incapaz de sofocar, así como con una corrupción latente en todas las esferas de la administración.
Su abuelo había lidiado con la rebelión del príncipe Ibn al-Qitt, que, tras proclamarse Mahdi –“mesías”–, aspiró a conquistar Zamora, y, sobre todo, con la sublevación del guerrillero de origen hispano-godo Ibn Hafsún, que arrinconó al emirato y forjó un estado dentro del propio Estado. Muchos de sus deberes, entre ellos la campaña de Ibn Hafsun y las luchas tribales que subvertían su mando, seguían sobre el tapete cuando, en su lecho de muerte, le entregó el anillo a “aquel que haría triunfar la religión de Alá”.
UN EMIRATO EN CRISIS
Abderramán I había sido el primer emir de Córdoba, a mediados del siglo VIII. Cuando los abasíes derro
LA REBELIÓN DE IBN HAFSÚN FUE EL PRIMER GRAN DESAFÍO DE ABDERRAMÁN III, QUE SE PRESENTÓ EN BOBASTRO PARA SOFOCARLA
taron a la dinastía omeya de Damasco, escapó a una muerte segura y, tras cruzar el norte de África, arribó a las costas de Granada en el año 755, proclamando el emirato independiente unos meses más tarde. Con un ejército de 40.000 hombres, trató de asegurar las fronteras y se las vio y deseó con los árabes y bereberes remisos. Fue él quien emprendió las obras de la mezquita de Córdoba, en los ratos que le dejaban sus acciones de armas. Lo siguieron, en el ejercicio del poder, Hisham I (788-796), Alhakén I (796-822), Abderramán II (822-852), Muhammad I (852-886), Almundir (886-888), el citado Abdalá I (888-912) y nuestro Abderramán III (912-929).
La división territorial en marcas y coras había provisto a ciertos caudillos de una fuerza que el centralismo del nuevo emir no podía consentir. La rebelión de Ibn Hafsún, iniciada en el año 880, fue el primer gran desafío de Abderramán III. Este guerrillero “malagueño” se hizo fuerte en Bobastro y extendió su dominio a otras fortalezas de la zona, hasta conquistar Málaga y Granada. A su muerte, su hijo Suleymán continuó la lucha, ya bastante debilitada, y aplastada, finalmente, por las huestes del emir. El propio Abderramán III se presentó en Bobastro –cuyas ruinas, en el entorno de Las Mesas de Villaverde, Málaga, pueden verse todavía– y destruyó la mezquita mayor y las fortificaciones, con el apoyo de la población rural.
A la rebelión del muladí se unía la desobediencia de las coras, que se administraban por sí mismas. Nuestro personaje despachó esos dilemas con una combinación de nervio e inteligencia: tomó Écija, derrotó a los bereberes del Campo de Calatrava y sometió Sevilla, aprovechando la crisis de los Banū Ḥaŷŷāŷ, una poderosa familia andalusí que se había
aliado con Ibn Hafsún. El éxito de la campaña de Monteleón, en el año 913, advirtió a sus contemporáneos de que Abderramán III era un guerrero diestro y osado, y los reyes cristianos no tardaron en acreditar el valor de su enemigo.
LOS REYES CRISTIANOS
En el siglo IX, Alfonso III el Magno había consolidado el Duero como frontera de su reino; en el año 913, Ordoño II de León saqueó Évora y masacró a la población musulmana; y, en Pamplona, Sancho Garcés I siguió ampliando su frontera meridional mediante una serie de campañas. Pues bien: el primero, Alfonso, murió antes de que Abderramán llegara al poder, pero no así los otros, que fueron derrotados en la batalla de Valdejunquera en el año 920. El ejército cristiano, en desbandada, se refugió en las fortalezas de Muez y Viguera, no lejos de Pamplona y, tras el asedio de las tropas de Abderramán, los cautivos fueron degollados.
Indudablemente, Abderramán III fue un gobernante cruel, como corresponde a una época de guerra; y, en función de las crónicas que leamos, su “ferocidad” tendrá más o menos peso: administraba sus victorias sin piedad y exhibía su rostro más vengativo en el desastre (ver recuadro de Simancas). Desde su
EL EJÉRCITO CRISTIANO SE REFUGIÓ EN LAS FORTALEZAS DE MUEZ Y VIGUERA Y, TRAS EL ASEDIO DE LAS TROPAS DE ABDERRAMÁN, LOS CAUTIVOS FUERON DEGOLLADOS
base naval en Almería, incursionó contra los fatimíes que lo hostigaban en el norte de África y, según Ibn Hayyan –y antes que él Ibn Hazm (sí, el autor de El collar de la paloma)–, “colgó a los hijos de los negros en la noria de su palacio a modo de arcaduces para sacar agua, haciéndolos perecer”. El mismo historiador recuerda que a una esclava que rechazó uno de sus arrumacos le quemó la cara con una vela para destruir sus encantos, mientras unos eunucos la sujetaban. A su vez, el verdugo Abu ‘Imran le cortó la cabeza a una ramera por mero capricho de su señor, en otro episodio de su vesania citado por Sánchez Albornoz.
Tan oscuras como las cifras de los muertos en las batallas medievales podrían ser algunas de estas historias, a las que se añaden, ahora sí, decapitaciones probadas, crucifixiones varias y torturas con leones, que perfilan la siniestra psicología del cordobés. Quien, antes de proclamarse califa en el año 929, concluyó la primera fase de sus acciones militares, con las campañas de 922 –república marítima de Pechina–; 924 –Tudmir, Valencia, Zaragoza y también Pamplona, tras la muerte de Ordoño II–; 925 –Gormaz–; 926 –Zorita de los Canes–; o 929 –Badajoz, Silves y Algarve.
EL PRIMER CALIFA
El 16 de enero de ese último año, en efecto, Abderramán III se proclamó califa, rompiendo sus últimos vínculos con los abasíes de Bagdad y los fatimíes del norte de África, que en 909 habían proclamado también su propio califato, con Abdullah al-Mahdi Billah disputando a Córdoba y Bagdad el liderazgo de la comunidad islámica. Con ese movimiento, Abderramán, el príncipe de los creyentes (amir al-muminin), afianzaba el poder en Al Andalus y marcaba el inicio del período de mayor esplendor del Islam en la Península.
De su vida –como de la vida de cualquier hombre poderoso– sabemos lo que sus sucesores quisieron que supiéramos, pero sus obras lo han sobrevivido. Y es ahí, en sus obras, donde la figura de Abderramán III adquiere una nueva dimensión. ¿Quién no recuerda la escena de Lawrence de Arabia en la que el príncipe Faisal se dirige al teniente británico en estos términos: “¿No sabe usted que en la ciudad árabe de Córdoba había dos millas de alumbrado por las calles cuando Londres era un villorrio?”. La Córdoba de los Omeyas, que Antonio Muñoz Molina recorrió en un libro maravilloso, fue, en tiempos del primer califa, la luz de Occidente, un paraíso de belleza y cultura que el tiempo, siempre tan fugaz, no borraría del todo.
Era la Córdoba de los jardines, las villas, los comercios, las calles pavimentadas, los baños públicos, las bibliotecas, la oración en las mezquitas, El collar único de Ibn Abd Rabbihi, la ciencia del judío Hasday ibn Shaprut y la de Abulcasis, que vio la luz en el año 936. Durante su gobierno, Córdoba perdió el miedo a los ataques “foráneos”, se dotó de una nueva ceca, y el mercado y la casa de correos fueron reconstruidos tras un pavoroso incendio. Un acueducto llevaba las
EN EL AÑO 929, SE PROCLAMÓ CALIFA, ROMPIENDO LOS VÍNCULOS CON LOS ABASÍES DE BAGDAD Y LOS FATIMÍES DEL NORTE DE ÁFRICA
aguas a su villa de an-Na’ura, Almunia de la Noria, y numerosos puentes afinaron la maquinaria defensiva del califato.
La astronomía, la filosofía, la botánica, la medicina, la poesía, la música… se enseñorearon en esa Arcadia más o menos feliz en la que residían cerca de un millón de habitantes, que se beneficiaron de las constantes mejoras que el califa fue implementando en la ciudad. El desarrollo de la agricultura fue excepcional, con el perfeccionamiento del regadío y la introducción de nuevos cultivos. Y, en el ámbito religioso, tal como precisa Maribel Fierro en Abderramán
ERA LA CÓRDOBA DE LOS JARDINES, LAS VILLAS, LOS COMERCIOS, LAS CALLES PAVIMENTADAS, LOS BAÑOS PÚBLICOS, LAS BIBLIOTECAS...
LA BATALLA DE SIMANCAS, EN 939, REPRESENTÓ EL MAYOR GOLPE CONTRA SU SUPREMACÍA, Y HASTA SU MUERTE ALTERNÓ LOS PERÍODOS DE GUERRA Y PAZ
III y el califato omeya de Córdoba (Nerea, 2010), “no se proclamó infalible y se sometió a la censura de ulemas que gozaban de autoridad y prestigio religiosos”, permitiendo “la existencia de distintas corrientes jurídicas en Al-Andalus, en lo que parece una apuesta por el pluralismo religioso apoyado (y controlado) por la propia dinastía”.
CATORCE DÍAS DE FELICIDAD
Hasta su muerte, en 961, Abderramán III alternó los períodos de guerra y paz. La batalla de Simancas, en 939, representó el mayor golpe contra su supremacía, pero, hasta entonces, sus expediciones militares exteriorizaron el músculo de sus fieles a lo largo y ancho de la Península. El asedio de Toledo se zanjó con la rendición de esta ciudad en 932 y, en 934, arrasó el monasterio de San Pedro de Cardeña y pasó a cuchillo a sus doscientos monjes, en el curso de la campaña de Burgos, en la que arrasó salvajemente la ciudad y otros núcleos hasta su derrota en Osma.
Volcado en la construcción del complejo palaciego de Medina Azahara, cuyas obras se iniciaron en 936,
EL CALIFA MURIÓ EN 961. SU HIJO, ALHAKÉN II, LO SUCEDIÓ HASTA EL AÑO 976, Y A ESTE HISHAM II. ERAN, YA, LOS TIEMPOS DE ALMANZOR
trasladó la corte a esa ciudad en 945 y dos años después hizo lo propio con la ceca o casa de la moneda. Su anhelo de tranquilidad no se conciliaba, empero, con el empuje cristiano, que siguió inalterable tras la muerte de Ramiro II en el año 951. Su hijo, Ordoño III, asestó un nuevo golpe al prestigio del cordobés con el ataque a Lisboa de 955, que forzó al Califato a una tregua por la que ambos cedieron algunas plazas fuertes y desmantelaron otras. A este le sucedió Sancho I el Craso, pero por poco tiempo. Destronado por la nobleza leonesa, su abuela, Toda I de Pamplona, solicitó la ayuda del califa para restablecerlo en el trono y aquel no perdió la oportunidad de ahondar en la división para lanzar una nueva campaña tras la que sucumbieron Zamora y León. La resistencia cristiana tardaría un tiempo en reorganizarse –Ordoño IV, por ejemplo, suplicó la alianza musulmana para enfrentarse a su primo Sancho– y solo la muerte de Abderramán salvó a los reinos del norte de un trance más apurado.
El califa miró atrás y, a la hora de partir, redactó este balance vital: “He reinado más de cincuenta años en victoria o paz; amado por mis súbditos, temido por mis enemigos y respetado por mis aliados. Riquezas, honores, placeres y poder aguardaron mi llamada. No existe terrena bendición que me haya sido esquiva. En esta situación he anotado diligentemente los días de pura y auténtica felicidad que he disfrutado: suman catorce”.
Su hijo, Alhakén II, lo sucedió hasta el año 976, y a este Hisham II. Eran, ya, los tiempos de Almanzor.