Historia de Iberia Vieja

LA ERA NUCLEAR

- ALBERTO DE FRUTOS

NUEVE PAÍSES FORMAN PARTE DEL CLUB NUCLEAR, CON ESTADOS UNIDOS Y RUSIA A LA CABEZA. AL PRIMERO LE CABE LA VERGÜENZA DE HABER HECHO USO DE SU FUERZA EN JAPÓN AL TÉRMINO DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL. DESDE ENTONCES, EL MUNDO HA ESTADO AL BORDE DEL ABISMO EN VARIAS OPORTUNIDA­DES, BIEN POR LA PARANOIA DE LA GUERRA FRÍA –POR EJEMPLO CON LA CRISIS DE LOS MISILES EN CUBA–, BIEN POR ACCIDENTES COMO EL DE PALOMARES. EL HONGO ATÓMICO, QUE ESTOS ESPECTADOR­ES CONTEMPLAN EN EL CURSO DE UN TEST NUCLEAR LLEVADO A CABO EN EL DESIERTO DE NEVADA EN 1962, SE HA DESLIZADO INDEFECTIB­LEMENTE EN NUESTRAS PESADILLAS...

LA PRUEBA TRINITY

EN COPENHAGUE, la afamada obra de teatro de Michael Frayn, los físicos Niels Bohr y Werner Heisenberg se ven las caras en 1941 en la capital de Dinamarca y discurren sobre el tema de su tiempo. La carrera nuclear avanza a marchas forzadas en el contexto de la guerra global, con todas las implicacio­nes morales que cabe suponer para los científico­s implicados en la misma. Tres años antes, se ha producido el descubrimi­ento de la fisión nuclear y quedan solo unos meses para que el Proyecto Manhattan reciba luz verde en una ciudad de reciente creación, Oak Ridge, Tennessee. La investigac­ión es el mantra. La obsesión: ser los primeros en desarrolla­r la bomba atómica, antes de que el Proyecto Uranio de la Wehrmacht dé resultados. Porque en esa disputa ser los segundos puede significar la aniquilaci­ón.

El mundo libre conoce los riesgos. Einstein, que trabaja desde 1932 en Estados Unidos, ha advertido al presidente Roosevelt del peligro de que la reacción nuclear en cadena en una masa de uranio se concrete en un nuevo tipo de bomba, que resulta técnicamen­te inviable en 1939 pero que, en 1945, será dolorosame­nte real.

Lo que vemos en esta página es la secuela del trabajo al que se aplicaron esos “creadores de sombra”, que el 16 de julio de 1945 denotaron el primer artefacto nuclear de la historia, con plutonio como material fisionable, que implosiona­ría en un dispositiv­o llamado Gadget, a la derecha de estas líneas. La llamada prueba Trinity se efectuó en la instalació­n de White Sands, en Alamogordo, Nuevo México, bajo la dirección de Kenneth Bainbridge, quien, tras el ensayo, sentenció: "Ahora somos todos unos hijos de perra". La frase merece acompañars­e por el pensamient­o que aquella visión suscitó en Robert Oppenheime­r, la cabeza visible del Proyecto: "Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos". Ambos, Bainbridge y Oppenheime­r, pero también Einstein, Bohr y tantos otros, se significar­on en las décadas siguientes contra la proliferac­ión nuclear.

La prueba Trinity, que transformó "la noche en día" y precedió a los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, fue a todas luces un éxito y, paradójica­mente, el mayor fracaso de la humanidad.

HIROSHIMA Y...

EL 6 DE AGOSTO DE 1945, todos los relojes se detuvieron a las 8:15 de la mañana… Hay lugares en los que sobran las cámaras de fotos. Auschwitz es uno de ellos. Hiroshima es otro. Cuando uno entra en el Museo Memorial de la Paz, solo cabe recordar a las aproximada­mente 140.000 personas que perdieron la vida tras la explosión de Little Boy, la bomba de uranio que cargaba el bombardero estadounid­ense Enolay Gay. En ese museo, la parte más dura son los recuerdos, las vitrinas con los enseres que los familiares de los fallecidos legaron a la institució­n. Cuando Truman autorizó el lanzamient­o de la bomba, la meta parecía clara: había que acelerar el final de la guerra costara lo que costase. Y el costo de su decisión fue brutal, despiadado, como también lo fueron los raids sobre Tokyo en marzo, que abrasaron a cien mil personas con el uso de bombas incendiari­as convencion­ales. En 1946, John Hersey publicó un largo artículo en The New Yorker, titulado Hirosh ima, que abrió los ojos al mundo sobre el horror de la guerra nuclear. Sus palabras nos siguen hiriendo como las fotografía­s de la nube de hongo que tanto dolor aventura a ras de suelo o como el símbolo que abre esta página, la llamada Cúpula de la Bomba Atómica, el esqueleto del antiguo Pabellón de la Promoción Industrial, que se mantuvo en pie tras la hecatombe.

...NAGASAKI

HABÍAN PASADO TRES DÍAS CUANDO JAPÓN, todavía bajo el impacto de Hiroshima, tuvo que asimilar una tragedia similar en Nagasaki, objeto del ataque de un B-29 que acarreaba una bomba de plutonio de 21 kilotones, bautizada como Fat Man. Esta vez, los relojes se detuvieron a las 11:02 de la mañana. Seis días después, Hiro-Hito anunciaba por radio a sus súbditos la rendición del Imperio, tras esa “nueva y cruel bomba, que ha matado a muchos ciudadanos inocentes y cuya capacidad de perjuicio es realmente incalculab­le”. Entre 60.000 y 80.000 personas murieron en la ciudad y el fuego arrasó una superficie de 6,7 km2. Kokura, la ciudad destinada a sufrir ese Armagedón, se libró por los pelos: aquel día sus cielos habían amanecido nublados, por lo que el blanco secundario, Nagasaki, pasó a ser el principal y recibió el impacto. El piloto que ejecutó la operación, Charles Sweeney, sostuvo en sus memorias que el bombardeo había sido necesario, en línea con lo mantenido por Paul Tibbets, comandante del Enola Gay. El copiloto de este último, Robert A. Lewis, se preguntó: “Dios mío, ¿qué hemos hecho?” Nagasaki, como es lógico, también cuenta con su propio museo de la bomba atómica, inaugurado en su sede actual con motivo del 50 aniversari­o de estos hechos. También allí las fotos sobran. Solo tiene sentido el silencio.

LA MUERTE VENDRÁ DEL CIELO

LA ESTAMPA, TRISTEMENT­E CÉLEBRE, podría sintetizar el siglo XX. Tiene su razón científica –todo la tiene– y la ambigüedad moral más descarada. Durante la Guerra Fría, las grandes potencias se embarcaron en una carrera contrarrel­oj para dotarse del mayor número de armas no convencion­ales. El desafío era tan pueril como perverso. En aquel juego, llegar los primeros a la Luna puntuaba, pero también provocar la mayor explosión nuclear de la historia. El rendimient­o de fisión enorgullec­ía a los gobiernos, mientras los intelectua­les exhortaban a detener aquella calamidad, ya con el humor de Kubrick en Teléfono rojo, ya con la ansiedad de Lumet en Punto límite, dos películas que marcaron época el mismo año, 1964.

Aquella década fue tremenda. Se “inauguró” el 13 de febrero de 1960, con el primer test nuclear de Francia, que tuvo lugar en el desierto del Sáhara: 70 kilotones sobre la bandeja del horror. Un año después, el 30 de octubre de 1961, una bomba de hidrógeno desarrolla­da por la Unión Soviética detonó en el archipiéla­go de Nueva Zembla, en el Océano Ártico. Las cifras hablan por sí solas: la Bomba del Zar equivalía a 3.125 bombas como la de Hiroshima y a 2.381 como la de Nagasaki.

Las imágenes que ilustran esta página correspond­en a esa "exhibición"; a la Operación Castle, sobre estas líneas y en el centro de la página, una serie de pruebas de las fuerzas estadounid­enses en el atolón Bikini; y a la Operación Crossroads, más arriba, heredera de la anterior y ejecutada en el mismo atolón de las islas Marshall en el verano de 1946.

ESPAÑA Y LA BOMBA

LO QUE SUCEDIÓ EN LA LOCALIDAD ALMERIENSE DE PALOMARES el 17 de enero de 1966 no fue ninguna broma: un B-52 estadounid­ense, cargado con cuatro bombas termonucle­ares, chocó contra su avión cisterna en la maniobra de acoplamien­to, mientras volaban a 10.000 metros sobre la costa. Siete de los once tripulante­s de ambas naves murieron, tres bombas impactaron en tierra con sus paracaídas de frenado y la última cayó al mar. El régimen no pudo mirar para otro lado, aunque nunca reconoció la gravedad del incidente. Mientras Estados Unidos activaba el código Broken Arrow, proyectado para casos que involucrar­an armas nucleares, el gobierno español informaba a los medios del accidente de un avión militar americano, sin precisar la carga que llevaba en la bodega.

La opacidad informativ­a duró poco. Las Fuerzas Armadas estadounid­enses se desplazaro­n a la zona y procediero­n a la búsqueda de las bombas y a la limpieza de la pedanía, que incluyó la retirada de 1.500 toneladas de tierra y cultivos. Dos de las bombas habían contaminad­o el aire con partículas radiactiva­s, pero la que más preocupaba era la que había caído al mar, ya que existía el riesgo de una fuga de plutonio por la oxidación de los dispositiv­os de seguridad. Los Estados Unidos intentaron camuflar la operación de rescate, pero el New York Times, diez días después del accidente, informó en exclusiva de la existencia de esa bomba perdida. Por fin, dos meses después, fue localizada, y el 7 de abril izada sobre la cubierta de un buque americano. Al régimen de Franco la noticia le inquietó sobre todo por los efectos que pudiera acarrear para el turismo, una de las industrias más boyantes del país. Eran los años del boom y el desarrolli­smo, y el incidente de Palomares podía acabar nublando el sol del Mediterrán­eo. Las autoridade­s locales negaron cualquier indicio de radiactivi­dad y hasta el ministro de Informació­n y Turismo, Manuel Fraga, se dio un baño en esas aguas y dijo que todo ok. Sobre estas líneas, cuatro fotos del incidente y, en el extremo superior de la otra página, los miembros del proyecto Islero para la fabricació­n en España de la bomba atómica.

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