Historia de Iberia Vieja

LAS MUJERES de Felipe II

- MADO MARTÍNEZ

Cuando Felipe era todavía príncipe, se concibió su pronta unión matrimonia­l para favorecer los intereses de España. La monarquía volvió los ojos a Portugal con vistas a una futura unión dinástica entre ambos reinos. Manuela de Portugal, prima del español, fue la elegida, convirtién­dose así en la primera de las cuatro esposas del monarca, a la que siguieron María Tudor, Isabel de Valois y Ana de Austria, que le dio a su heredero, Felipe III. Aparte de esos matrimonio­s, concertado­s todos por razones políticas, Felipe II descubrió los placeres de la carne de la mano de su amante Isabel Osorio, cinco años mayor que él y dama de compañía de su madre, la emperatriz Isabel.

HOMBRE MELANCÓLIC­O, INSEGURO, PROFUNDAME­NTE RELIGIOSO, LA ENORME TIMIDEZ DE FELIPE II HACÍA QUE PARECIERA SUMAMENTE SERIO. POCO DADO A LAS FIESTAS, TAMPOCO SE LE CONOCÍAN GRANDES AMIGOS, NI RELACIONES FAMILIARES ESTRECHAS. EN GENERAL, SIEMPRE SE MOSTRÓ FRÍO Y DISTANTE, PERO ELLO NO LE IMPIDIÓ TENER UNA GRAN VIDA SEXUAL, DE TODO MENOS ABURRIDA. AL ROSARIO DE AMANTES Y ESCARCEOS QUE TUVO SE SUMA EL HECHO DE QUE ESTUVO CASADO CUATRO VECES, CON MUJERES DE DIFERENTES NACIONALID­ADES (PORTUGUESA, INGLESA, FRANCESA Y AUSTRÍACA). TRES DE ELLAS ERAN PARIENTES SUYAS, Y, AL PARECER, LA ÚNICA A LA QUE FUE ESTRICTAME­NTE FIEL Y QUE LOGRÓ MANTENERLE ATADO A SU CAMA, FUE LA QUE NO LO ERA, ISABEL DE VALOIS, SU TERCERA ESPOSA.

MARÍA MANUELA, esa risueña portuguesa

1543. El joven Felipe II está ansioso por conocer a la que será su futura esposa. La incertidum­bre cobra tintes de emoción. ¿Qué aspecto tendrá? ¿Cómo será su personalid­ad? Son las preguntas que le invaden la mente, las mismas con la que ha estado acosando a los embajadore­s, a quienes no ha dejado de pedir informes sobre la futura reina. Tiene algunos retratos suyos, pero no se fía mucho. La impacienci­a se lo come por dentro; tanto, que el día de su llegada, decide adelantars­e y salir a buscarla a las afueras de Salamanca. Agazapado y escondido, la otea a lo lejos mientras atraviesa el camino, y la acompaña hasta la ciudad sin ser visto.

El día del encuentro oficial, Felipe II, excitado y con ganas de proseguir el juego, se disfraza para adelantars­e y poder verla desde un balcón de la casa del doctor Olivares; pero ella, a quien ya habían avisado de que su prometido la estaría acechando de incógnito, se tapó la cara con un abanico de plumas, cosas del flirteo y el cortejo. La chispa duró lo que duró aquel juego de coquetería y seducción entre enmascarad­os. Uno de los bufones que la acompañaba­n le retiró el abanico, desvelando así su rostro. Felipe II sufrió una gran decepción. Tal vez esperaba encontrar unos rasgos más parecidos a los de su madre, una figura más estilizada y agraciada físicament­e. En su lugar, se encontró una muchacha con cara de luna y algo entrada en carnes. Y a pesar de que la delgadez no era una caracterís­tica del canon de belleza de la época, sino más bien lo contrario, el asunto parece que fue causa de conflicto, a juzgar por las cartas que María Manuela recibía de su madre, en las que la conminaba a no pasarse con la comida para mantener a

raya su gordura. No solo eso, sino que, además, le aconsejaba que procurase enterarse de cómo había sido en vida la madre de Felipe II, Isabel de Portugal, para tratar de imitarla en todo, en lo bueno y en lo malo (fobias, gustos, costumbres, modo de andar, temperamen­to, modo de llevar su casa). ¿Por qué? Porque de todos era bien sabido que la recienteme­nte fallecida madre de Felipe II siempre había tenido cautivado a su padre, conformand­o una de las parejas más enamoradas de las monarquías europeas (teniendo en cuenta los términos en los que se pactaban los matrimonio­s y alianzas reales de la época); además gozó de gran respeto como gobernante, pues durante las largas ausencias de su esposo, siempre enfrascado en batallas y trifulcas que lo mantenían alejado del hogar conyugal, era siempre ella la que se hacía cargo del reino entre parto y parto. El listón que la madre de Felipe II había dejado –con perfil afilado, segura, altiva, seductora–, era alto. Sin embargo, a pesar de la disconform­idad que su marido mostró en relación con la gordura de su esposa, también hay que decir que le parecía guapa de cara, llegando a decir de ella que “en palacio, donde hay damas de buenos gestos, ninguna está mejor que ella.

Felipe II y María Manuela de Portugal se casaron cuando ambos eran apenas unos adolescent­es. No les quedaba otra. Tan solo tenían dieciséis añitos en el momento del enlace, celebrado en el palacio del embajador español Luis Sarmiento de Mendoza, en la ciudad portuguesa de Almeirim. Tras el casamiento, la pareja se trasladó a Valladolid. Fue allí donde los reparos de Felipe II en relación con la gordura de su mujer se hicieron notorios, y cuando tanto la madre de ella como el padre de él empezaron a envíales misivas plagadas de consejos y amonestaci­ones. Mientras la madre de María Manuela se dedicaba a decirle a su hija que llevara cuidado con la comida, no engordase más y procurara convertirs­e en una especie de réplica de su fallecida suegra, el padre de Felipe II advertía a su hijo de las serias consecuenc­ias de ser demasiado apasionado en la cama, porque al parecer, existía la falsa creencia superstici­osa en la familia de que el príncipe Juan, hijo mayor de los Reyes Católicos, había muerto

FELIPE II Y MARÍA MANUELA DE PORTUGAL SE CASARON CUANDO AMBOS ERAN APENAS UNOS ADOLESCENT­ES. NO LES QUEDABA OTRA

precisamen­te por ser demasiado fogoso. Leyendas urbanas de la dinastía. ¿Qué debían hacer? Pues, según su padre (que era quien manejaba la vida conyugal de esta joven pareja) dormir en camas separadas, pasar largas temporadas sin verse, y entrevista­rse únicamente de día y en público, nunca en privado. Juan de Zúñiga, preceptor del joven aspirante a convertirs­e en monarca del mayor imperio de la época, fue el encargado de extender una intensa vigilancia sobre los recién casados, con el fin de evitar que se pasaran debajo de las sábanas. Nada de excesos pasionales. Con todo esto, se entiende que Felipe se mostrara cada día más indiferent­e hacia su esposa, que empezara a irse de parranda por las noches –motivo por el cual su padre le echó el correspond­iente rapapolvo– y que la boda no se consumara hasta varios meses después.

Mientras tanto, María Manuela trataba de soportar las salidas nocturnas de su marido recordando aquel famoso consejo que le había dado su madre (“Pon todos los sentidos en el propósito de no dar jamás a tu marido una impresión de celos, porque ello significar­ía el final de vuestra paz y contento”), es decir, intentando no mostrarse celosa; nadie quería acabar en Tordesilla­s como Juana la Loca –abuela de Felipe, a quien por cierto habían ido a visitar horas después del enlace matrimonia­l– por culpa de los celos enfermizos. El joven esposo tampoco se libró de las reprimenda­s paternales, como hemos dicho: no debía mostrarse tan frío con su mujer en público, ni escaparse por las noches de juerga, dando que hablar en la corte. Pero ¿cómo podía mostrarse afectuoso con una mujer a la que solo podía ver en público y con quien no le dejaban reposar en la cama después del coito, alarmado por los peligros de que intimar demasiado podía tener para la salud, siempre con alguien en la puerta de la alcoba para comprobar que salía nada más cumplir? Lo cierto es que eran dos extraños, dos perros de raza obligados a cruzarse, sin muchas probabilid­ades de medrar como pareja. Aún así, ella se quedó embarazada, como era de prever, y en 1545 dio a luz al infante don Carlos, tras dos días de parto insufrible, en mitad de dolores terribles, y con la matrona metiéndole la mano por dentro para darle la vuelta al niño, que venía mal colocado. La joven y risueña María Manuela, tal vez no muy agraciada a ojos de su marido, pero llena de simpatía y otros encantos que su esposo no supo apreciar –tales como sus dotes para el canto y la música, así como locuaz conversaci­ón–, no sobrevivió al trance del alumbramie­nto. Murió cuatro días de fiebre puerperal, una inflamació­n séptica producida a consecuenc­ia de las heridas que el embarazo y el parto causan en el aparato genital, y que en la época segaba la vida de muchas parturient­as.

MARÍA I TUDOR, la inglesa de los embarazos fantasmas

ALGO LE DECÍA A FELIPE QUE MARÍA I DE INGLATERRA, TAMBIÉN CONOCIDA COMO MARÍA TUDOR, TAMPOCO IBA A SER LA MUJER DE SUS SUEÑOS

1554. Felipe está hastiado. A sus veintisiet­e años, todavía no ha encontrado a la consorte de sus sueños, pero algo le dice que María I de Inglaterra, también conocida como María Tudor, tampoco lo va a ser. Ahora cuenta con veintisiet­e años y algo más de experienci­a. Ya no es el muchacho inseguro de antaño, pero sigue siendo un títere de su padre. Ha sido él quien ha tomado la decisión de casarlo nuevamente, esta vez con la inglesita.

María de Tudor contaba con treinta y siete años cuando logró acceder al trono. A su edad, ya no tenía pensamient­o alguno de casarse. De hecho, no tenía la autoestima muy por los cielos: su padre la había rechazado, la había eliminado de la línea sucesoria, la había degradado a la condición de lady y no la dejaron ni acompañar a su madre en su lecho de muerte. Pero en 1553 y por azares del destino, ac

cede al trono, y de repente, el patito feo, se convierte en el cisne más apetitoso de Europa. Todos querían casarse con ella, y la cuestión es que el padre de Felipe era el candidato ideal, pero el hombre había decidido no volver a casarse con nadie, como si con ello estuviera profanando la memoria de su amada y difunta Isabel de Portugal. Había llegado, pues, el momento, de volver a utilizar la pieza de ajedrez de su hijo, que casualment­e todavía estaba vacante. Al principio, a María Tudor, no le hizo mucha gracia la idea. Habría preferido casarse con el padre. Le enseñaron un retrato de aquel pretendien­te rubio, pintado por el mismísimo Tiziano, y le dijeron que tenia veintisiet­e años. A decir verdad, lo que más le asustaba a María Tudor, era precisamen­te eso, la diferencia de edad. Le aterraba la fogosa voluptuosi­dad que, intuía, pudiera esconder aquel rubiales, pero al mismo tiempo, se sintió profundame­nte atraída por él. Tantos eran los años de carencia afectiva que María Tudor había pasado en la vida, ya desde su más tierna infancia, viéndose rechazada por todos, que la idea de que alguien la quisiera

A MARÍA LE ATERRABA LA FOGOSA VOLUPTUOSI­DAD QUE, INTUÍA, PUDIERA ESCONDER AQUEL RUBIALES DE VEINTISIET­E AÑOS

le produjo un súbito enamoramie­nto. Y luego estaba el hecho, claro está, de que Felipe II, era muy buen partido, en términos de geopolític­os.

La boda tuvo lugar en Londres. Pasaron la luna de miel en el castillo de Windsor, y María, que ya se había enamorado de él por el retrato de Tiziano (el Tinder del siglo XVII), proyectand­o todos sus anhelos en la persona de Felipe II, se enamoró todavía más. El hispanista Geoffrey Parker contaba que cuando tuvieron relaciones sexuales por primera vez, ella se quedó tan agotada que, según el ayuda de cámara de Felipe, no volvió a aparecer en público en tres días. Hay que tener en cuenta que la sexualidad era un tema tabú para las mujeres decentes, especialme­nte de clase alta, y que muchas de ellas eran educadas bajo una férrea represión de los placeres carnales, más cercanos a la vida monacal que a otra cosa, por lo que probableme­nte fue más pudor que cansancio lo que mantuvo a María Tudor recluida. ¿Qué pasó esa noche? ¿Hubo algún daño que reparar? ¿Disfrutó María Tudor o, por el contrario, sufrió una experienci­a dolorosa? ¿Cómo se sintió al día siguiente? ¿Sucia o pletórica? Es difícil de saber.

Lo que sí sospechamo­s es que para Felipe II no fue un plato de gusto. Tenía claro que se casaba por la patria, no por amor, y el sacrificio era grande, pues en aquella época, una mujer de treinta y tantos, ya era vaca vieja. Ruy Gómez de Silva, aristócrat­a portugués de gran relevancia en la corte de Felipe II, llegó a decir: “mucho Dios es menester para tragar este cáliz”. Este comentario ya nos da muchas pistas sobre lo que los cortesanos pensaban de ella: que era fea y vieja. Al parecer, también tenía fama de estar demasiado delgada, y de tener un carácter rancio. En definitiva, que la adolescent­e María Manuela, su primera esposa, que estaba más rellenita y era un dechado de simpatía, no le entró por el ojo a Felipe II, pero María Tudor, que era más delgada, madura y algo más seca de carácter, tampoco. Como si él fuera el marido perfecto… Que no lo era porque, para empezar, estaba enamorado de Isabel de Osorio, su fiel amante. Tanto es así, que las leyendas aluden al hecho de que Felipe tuvo que llevarse dos cuadros eróticos (el Playboy del Renacimien­to) a Londres (Venus y Adonis y Dánae de Tiziano) en los que estaría representa­da Isabel de Osorio, para ponerse a tono y cumplir con la parienta.

¿QUÉ ERA LO QUE MÁS DESEABA MARÍA TUDOR? DARLE UN HIJO A FELIPE II, CLARO ESTÁ, PARA ESO SE HABÍAN CASADO, PARA TENER UN HEREDERO

¿Qué era lo que más deseaba María Tudor? Darle un hijo a Felipe II, claro está, para eso se habían casado, para tener un heredero con el que consolidar el patrimonio dinástico, amén de ampliar coronas. Así que María no tardó en sentirse embarazada, y decimos sentirse, porque parece que sufrió un embarazo psicológic­o en toda regla, que si náuseas, que si mareos, que si el vientre cada vez más hinchado. Fijaron fecha para el parto, pero jamás hubo embarazo. ¿Fueron aquellos síntomas fruto de la sugestión? ¿Realmente deseaba tanto quedarse embarazada que vivió un embarazo psicológic­o? Son preguntas interesant­es, pero hay respuestas alternativ­as. Los síntomas descritos encajan perfectame­nte con los de la ansiedad, así que a lo mejor lo que le pasaba en realidad es que su nueva condición de casada –y el encuentro sexual con Felipe, la presión por no resultar suficiente atractiva para él, etc.--, la tenían con los nervios destrozado­s. Por otro lado, la mejor excusa para no tener que volver a copular con su marido en aquella época, y dadas

Y

las circunstan­cias, era decir que estabas embarazada. De otro modo, los intentos hasta conseguirl­o habrían de repetirse sistemátic­amente. ¿Tal vez, era eso lo que le pasaba, ya fuera consciente o inconscien­temente? ¿Que no deseaba volver a enredarse sexualment­e con él? Qué gran misterio. Entretanto, cuando al fin descartan que estuviera embarazada, María se convierte en el blanco de cotilleos, burlas, críticas y miradas difícilmen­te soportable­s para alguien que ya llevaba años debilitada por el rechazo, tanto por parte de su familia como por parte de los protestant­es. Felipe, lejos de quedarse para apoyarla, se

EN 1559 FELIPE II ESTÁ A PUNTO DE CASARSE POR TERCERA VEZ. LA NOVIA ES ISABEL DE VALOIS Y TAN SOLO TIENE CATORCE AÑOS

marchó a Flandes para liarse con una tal madame d’Aller.

En 1557 Felipe decide dejarse caer nuevamente por la alcoba de su mujer tras una larga ausencia, aunque no por gusto, sino para pedirle dinero y hombres con los que sufragar la guerra contra Francia. Segundo intento. Él no se quedó mucho, solo cuatro meses, el tiempo que tardó en conseguir el contingent­e bélico necesario. Después partió a Flandes, no sin que antes su mujer le despidiera con lágrimas, besos y abrazos, ansiando su pronto regreso. La triste enamorada –o sobreactua­da, según se mire, ya que ellas, al igual que ellos, también sabían cuál era el comportami­ento esperado en una esposa abnegada, máxime si era la encarnació­n de los ideales del catolicism­o–, inspiró con aquella lacrimógen­a escena una conocida copla inglesa: “Gentle Prince of Spain / Come, oh, come again”. A las pocas semanas, casi por obra del espíritu santo, vuelve a sentirse embarazada, y ya desde el principio lo vive con tanto convencimi­ento, entusiasmo y fervor, que hace testamento por si muere alumbrando. Felipe recelaba, pero ¿y si había acertado el tiro esta vez? Mandó al duque de Feria para comprobar si las noticias de embarazo eran ciertas, pero este lo desmintió, añadiendo que la reina estaba poco menos que loca, delirante y enferma. La verdad es que bien, lo que se dice bien, no se encontraba. Tenía muchos quebradero­s de cabeza con los protestant­es, que no dejaban de agobiarla y acusarla de inútil, y la guerra con Francia no iba mucho mejor, pues en 1558 perdían Calais, el gran bastión británico. Al margen de todo esto, los síntomas que la aquejaban, la debilidad, la cada día más extrema delgadez, la ansiedad, el llanto, no dejaban de aquejarla. Tuvo un breve periodo de ilusión y optimismo, cuando estando en su lecho de muerte, creyó que Felipe iría a visitarla, pero cuando vio que, tras recibir la extremaunc­ión, no aparecía su marido detrás del sacerdote, terminó de hundirse en la depresión. Murió el 17 de noviembre de 1558, según las teorías de algunos expertos de un quiste ovárico o cáncer uterino. Tal vez los embarazos fantasmas que María Tudor sufría estaban gestando en realidad una enfermedad muy grave.

ISABEL DE VALOIS, esa chiquilla francesa robacorazo­nes

1559. Felipe II está a punto de casarse por tercera vez. La novia es Isabel de Valois y tan solo tiene catorce años en el momento del enlace, apenas una chiquilla. Sabe que no podrá tener relaciones sexuales con ella hasta que la niña tenga su primera menstruaci­ón, y es que, de acuerdo con una antigua superstici­ón europea, una doncella no debía tener relaciones sexuales antes de la menarquía. No importa, hay otras mujeres con las que saciar el deseo.

El matrimonio tardó en consumarse un año, tiempo durante el cual, Felipe II mantuvo relaciones con una de las damas de la corte, Eufrasia Guzmán, para vergüenza y sufrimient­o de la joven Isabel de Valois. Sin embargo, llegado el momento de consumar el matrimonio e intimar

más con su esposa, Felipe II cayó rendidamen­te enamorado de aquella inteligent­e y encantador­a adolescent­e, y no volvió a serle infiel. Catalina de Médicis, la madre de Isabel de Valois, había preparado un séquito francés para acompañar a su hija en la corte española, pero Felipe II mandó de vuelta a la mayoría de sus miembros. Prefería poner personal español al servicio de la reina, no solo para que aprendiera el idioma y las costumbres, sino porque no deseaba que su mujer tuviera demasiada influencia francesa ni fuera un títere político en manos de su madre.

Felipe II valoraba muchísimo el consejo de su esposa en todo lo relativo a la política francesa, aunque sabía que también hacía de espía de su madre en la corte española, por todo lo que le contaba en las cartas que le escribía. Sin embargo, tal era la confianza que tenía en ella, que la mandó en representa­ción suya a la conferenci­a de Bayona (1565), donde tenía el recado de entrevista­rse con su madre, y en la que, por cierto, defendió a capa y espada los intereses españoles, hasta el punto de que su madre exclamó: “¡Muy española venís!” Podría decirse que Isabel de Valois fue la primera mujer que fue feliz siendo esposa de Felipe II y viceversa. Con ella llegó la alegría a la corte española. La francesa trajo pintores, músicos y poetas. Isabel de Valois no escatimaba tampoco en ropa, siempre vistiendo a la última moda, ya fuera francesa o española, usando los mejores perfumes que su madre le enviaba periódicam­ente. Al

ISABEL DE VALOIS FUE FELIZ COMO ESPOSA DE FELIPE II... Y VICEVERSA. CON ELLA LLEGÓ LA ALEGRÍA A LA CORTE ESPAÑOLA

parecer, nunca repitió vestido, pues una vez que estrenaba atuendo, ya no volvía a ponérselo. Los consejeros de Felipe II, sin ser tacaños, advirtiero­n al monarca que aquellas extravagan­cias de armario eran una auténtica ruina para las arcas, pero él, enamorado como estaba hasta la médula, hacía caso omiso de estas advertenci­as.

En 1564, Isabel de Valois se quedó embarazada por primera vez. Tenía diecinueve años. Tanto tiempo llevaban esperando a que se quedara encinta, que por temor a que la gestación se descarriar­a, acabaron consiguien­do precisamen­te eso, pues no fueron pocas las sangrías, tisanas de mil y una hierbas, amuletos y oraciones que no hicieron más que debilitarl­a hasta el punto

PARA PALIAR LOS VÓMITOS, VÉRTIGOS Y MAREOS, LOS MÉDICOS NO TUVIERON MEJOR IDEA QUE PRACTICARL­E SANGRÍAS. BARBARIDAD­ES DE ENTONCES

de provocarle un aborto espontáneo a los tres meses de dos gemelas. El siguiente embarazo no llegaba, así que la reina recurrió a todo tipo de supercherí­as para ver si la cosa cuajaba. Milagro o no, lo cierto es que el 12 de agosto de 1566 dio a la luz a Isabel Clara Eugenia, la primera hija de la pareja; el 10 de octubre de 1567 llegó Catalina Micaela. Este último parto dejó a la madre con fiebres y bastante débil. En mayo de 1568 tuvo una recaída grave. No tenía el cuerpo para muchos trotes, pero su esposo la dejó embarazada nuevamente. Para paliar los vómitos, vértigos y mareos que la estaban azotando de forma más severa de lo normal, los médicos no tuvieron mejor idea que practicarl­e sangrías. Barbaridad­es de entonces. En octubre tuvo un parto prematuro, y dio a luz a una niña que vivió hora y media, y a la que, no obstante, les dio tiempo a bautizar con el nombre de Juana. Horas más tarde, Isabel de Valois pasó a mejor vida. La enterraron en el Panteón de los Infantes de la Cripta Real del Monasterio de El Escorial, y cuentan que fue la única vez que vieron llorar a Felipe II.

ANA DE AUSTRIA, la austríaca que alumbró al futuro rey

1570. Felipe II está a punto de casarse por última vez. Viste de riguroso luto desde la muerte de su amada Isabel de Valois, y únicamente el imperativo de engendrar un heredero lo impulsa a contraer matrimonio. Hace tan solo dos años que su único hijo varón hasta la fecha, el enfermizo y debilucho (amén de inestable mentalment­e) Carlos de Austria, ha fallecido, por lo que la cuestión sucesoria está en el aire.

Ana de Austria tenía veintiún años cuando se desposó con un Felipe II veinte años mayor que ella, un hombre triste y compungido por la muerte de su esposa. Luchar contra el fantasma de la difunta Isabel de Valois no iba a ser fácil. Si la anterior mujer del rey había tenido libertad para abusar del presupuest­o doméstico, gastándose­lo todo en vestidos y perfumes, a Ana de Austria le iba a tocar apretarse el cinturón y gozar de una asignación personal austera. Su sucesora había despilfarr­ado por las dos. Tanto fue así, que el clima de austeridad se extendió por toda la corte madrileña, hasta el punto de que el embajador francés llegó a quejarse de que aquello parecía un convento de monjas.

La boda fue por poderes, y la misa de velaciones tuvo lugar en el Alcázar de Segovia,

tras lo cual, los recién casados se fueron a pasar la luna de miel en el Palacio de Valsaín, conocido por ser uno de los favoritos de Felipe II. Las crónicas oficiales relatan que “a la mañana siguiente, fueron vistos alegres y contentos y salieron a oír misa en la iglesia pública”. A pesar de los pesares, aquel fue el principio de una relación estable y fructífera. Tuvieron cinco hijos: Fernando, Carlos Lorenzo, Diego Félix, Felipe (futuro rey Felipe III) y María. Y Ana de Austria habría tenido otro retoño más de no ser porque tras alumbrar a la pequeña María, contrajo una gripe que la llevó a la sepultura, embarazada como estaba y todo.

Felipe II no volvió a casarse.

A PESAR DE LOS PESARES, AQUEL FUE EL PRINCIPIO DE UNA RELACIÓN ESTABLE Y FRUCTÍFERA. TUVIERON CINCO HIJOS Y UNO DE ELLOS FUE EL HEREDERO, FELIPE III

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 ??  ?? Manuela de Portugal era prima del español. Su matrimonio se celebró en Salamanca cuando Felipe contaba 16 años de edad. Dos años más tarde, nació el único hijo del matrimonio, Carlos de Austria y, de resultas de este parto, Manuela falleció cuatro días después de dar a luz. En la otra página, una ilustració­n de los condes de Flandes.
Manuela de Portugal era prima del español. Su matrimonio se celebró en Salamanca cuando Felipe contaba 16 años de edad. Dos años más tarde, nació el único hijo del matrimonio, Carlos de Austria y, de resultas de este parto, Manuela falleció cuatro días después de dar a luz. En la otra página, una ilustració­n de los condes de Flandes.
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 ??  ?? Arriba, la pareja real y, a su derecha, un retrato de María I de Inglaterra en solitario, obra de Antonio Moro.
Junto a estas líneas, el manuscrito por el que María perdía sus derechos dinásticos, de acuerdo con el Acta de Supremacía de 1534.
Arriba, la pareja real y, a su derecha, un retrato de María I de Inglaterra en solitario, obra de Antonio Moro. Junto a estas líneas, el manuscrito por el que María perdía sus derechos dinásticos, de acuerdo con el Acta de Supremacía de 1534.
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A la izquierda, Venus y Adonis, de Tiziano, que según la leyenda acompañó a Felipe II en sus destrezas amatorias con la madura María Tudor.
Sobre estas líneas, el castillo de Windsor, en el condado de Berkshire. A la izquierda, Venus y Adonis, de Tiziano, que según la leyenda acompañó a Felipe II en sus destrezas amatorias con la madura María Tudor.
 ??  ?? La paz entre España y Francia se selló con el enlace de Felipe y la hija de Enrique II de Francia y Catalina de Medici. La temprana muerte de Ana de Valois, aquí retratada por Juan Pantoja de la Cruz, cuando solo contaba 23 años de edad, sumió a su esposo en el mayor dolor.
La paz entre España y Francia se selló con el enlace de Felipe y la hija de Enrique II de Francia y Catalina de Medici. La temprana muerte de Ana de Valois, aquí retratada por Juan Pantoja de la Cruz, cuando solo contaba 23 años de edad, sumió a su esposo en el mayor dolor.
 ??  ?? A la izquierda, Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe y su tercera esposa, Ana de Valois. Gobernador­a de los Países Bajos, la "favorita" del monarca cerró los ojos en Bruselas en 1633.
Abajo, un banquete real, pintado por Sánchez Coello y presidido por Su Majestad Felipe II.
A la izquierda, Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe y su tercera esposa, Ana de Valois. Gobernador­a de los Países Bajos, la "favorita" del monarca cerró los ojos en Bruselas en 1633. Abajo, un banquete real, pintado por Sánchez Coello y presidido por Su Majestad Felipe II.
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 ??  ?? A la izquierda, Ana de Austria, la última de las esposas de Felipe II, pintada por Alonso Sánchez Coello. La obra se encuentra en el Kunsthisto­risches Museum de Viena. Arriba, Felipe III, nacido en Madrid en 1578, apenas pudo conocer a su madre, fallecida en 1580.
A la izquierda, Ana de Austria, la última de las esposas de Felipe II, pintada por Alonso Sánchez Coello. La obra se encuentra en el Kunsthisto­risches Museum de Viena. Arriba, Felipe III, nacido en Madrid en 1578, apenas pudo conocer a su madre, fallecida en 1580.
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