Samuráis
LOS ÚLTIMOS SAMURÁIS DESAPARECIERON DE JAPÓN A FINALES DEL SIGLO XIX, PERO SU ESTELA ERA DEMASIADO LUMINOSA PARA QUE SE EXTINGUIERA TAMBIÉN DE LA MEMORIA DE LAS GENTES. DURANTE LA EDAD MEDIA, ESTA CASTA DE GUERREROS DEMOSTRÓ SU VALÍA EN EL COMBATE Y SE CIÑÓ A UN ESTRICTO CÓDIGO DE HONOR QUE SIGUE INSPIRANDO AL IMPERIO DEL JAPÓN. EN LAS SIGUIENTES PÁGINAS TE PRESENTAMOS SU HISTORIA, SU LEYENDA Y SU LEGADO Y RECORDAMOS UN EPISODIO SORPRENDENTE: SU PRESENCIA EN TIERRAS ESPAÑOLAS ALLÁ POR EL SIGLO XVII...
GUERREROS
La historia de Japón es deslumbrante. Sus castillos, como el Matsumoto, el Himeji o el Kumamoto, nos trasladan al sistema feudal, que, de hecho, se prolongó hasta el siglo XIX, cuando el fin del shogunato Tokugawa dejó paso a la restauración Meiji.
Dentro de ese período tan amplio, la figura de los samuráis, una elite de guerreros al servicio de la nobleza de los daimios o del Trono del Crisantemo, nos ayuda a escribir los renglones medievales de Japón, desde las guerras Genpei del siglo XII a la guerra Boshin del XIX.
Imágenes como las que traemos a estas páginas revelan, en efecto, la vigencia de la institución a lo largo de los siglos. Si su máximo esplendor coincidió con el período Sengoku (1467-1568), no es menos cierto que, tras su disolución formal en 1868, los samuráis siguieron practicando un tiempo más el bushidô o "camino del guerrero", como se aprecia en la ilustración de la batalla de Shiroyama, en el contexto de la Rebelión de Satsuma, hasta que su reintegración a la vida
civil se hizo ineludible. Su código de honor, en el que figuraba el seppuku o suicidio ritual, se contaminó del nacionalismo del siglo XX y, durante la SGM, muchos soldados asumieron ese final antes que la derrota (el llamado Acantilado del Suicidio, en las Islas Marianas del Norte, da buena cuenta de ello). ¿Qué tenían que ver esos hombres con Minamoto Yoshitsune o Sanada Yukimura? Nada.
ARMAS
En manos de un samurái, hasta un abanico podía ser mortal. De hecho, existe un término para definir el arte marcial del abanico de guerra, el tessenjutsu, que, según la leyenda, le fue transmitido a los héroes antiguos por una criatura mitológica, el perro celestial o Tengu.
Pero, sin duda, la katana, un sable de un solo filo curvado, de un metro de largo más o menos, era el arma por antonomasia de estos guerreros, toda una guillotina de mano cuyo manejo empezaba por el mero acto de desenvainar. Todo un vocabulario concreta su anatomía (el mango, bajo estas líneas, atiende al nombre de tsuka, por ejemplo, y su encordadura es el Tsuka-ito), en tanto que el Kenjutsu –arte marcial para combatir con el sable japonés– ha asimilado a lo largo de los siglos la heterogeneidad de sus escuelas.
A la izquierda de estas líneas, la ilustración nos pone sobre la pista del Kyūdō, el camino del arco, una disciplina que cuenta en el Japón actual con medio millón de seguidores. El arco se denomina yumi; la flecha, ya; y hay toda una filosofía detrás sobre el abandono de uno mismo en el momento de hacer el tiro. Durante la época de los primeros samuráis, había más arqueros que espadachines y quienes maniobraban a caballo con estas armas practicaban el yabusame.
Lo mejor para familiarizarnos con este palpitante universo es, claro está, ir a Japón, donde el Museo Samurái de Shinjuku (Tokio) nos brinda exhibiciones de espada y vitrinas como la de abajo, que exponen la compleja armadura de estos luchadores.
Y cerramos esta página con una selección de armas propias de los samuráis: la citada katana; una espada antigua a la izquierda de estas líneas; el famoso abanico de guerra o tessen, arriba; y un ashigaru o soldado raso con su preceptiva katana y su casco. A propósito de las armas blancas, vale la pena mencionar, aunque sea de pasada, su tipología, desde la Wakizashi o espada corta a la pica tradicional o yari, pasando por la uchigatana. Y, volviendo a la frase del inicio, cualquier objeto podía matar en manos de un samurái, hasta el bokken o sable de madera, en el que brilló Miyamoto Musashi.
LOS 47 RŌNIN
Entre todos los relatos sobre los samuráis, nos quedamos con este, la leyenda más popular sobre esta elite guerrera, sobre sus valores y su filosofía. Los hechos, ciertos o no, acontecieron a comienzos del siglo XVIII, entre 1701 y 1703.
Para entender quiénes fueron los 47 rōnin, habría que explicar, primero, qué significa rōnin. Eran los samuráis sin señor, los hombres errantes que vagaban sin un clan y sin un daimio a quien servir. Las razones de esa orfandad eran múltiples: en el caso que nos ocupa, Asano Naganori, daimio del dominio de Akō, tuvo que cometer seppuku tras fracasar en su intento de matar al malvado funcionario Kira Yoshinaka con una katana. Sus vasallos adquirieron entonces la condición de rōnin y planearon acabar la tarea que su amo había empezado.
Este, alertado de sus intenciones, puso vigilancia extra en el castillo, pero los valientes rōnin, al frente de los cuales se hallaba Oishi Kuranosuke, no se amilanaron: irrumpieron en el recinto en número de 47 y, tras una sangrienta batalla, dieron caza a su ofensor y le cortaron la cabeza. Que llevaron, en un
acto de homenaje póstumo, al templo donde yacían los restos de Asano Naganori. Sin nada que esconder, los guerreros se entregaron a las autoridades y la justicia determinó su culpa y su pena: el seppuku. El llamado incidente de Akō se saldó, pues, con el suicidio de estos leales y bravos samuráis.
¿Había mujeres entre ellos? Solo hay que ver la ilustración grande que traemos a estas páginas para concluir que sí. Las Onna bugeisha o mujeres samuráis compartían con sus esposos, hijos y hermanos los mismos códigos y la misma destreza con las armas, en este caso la naginata, una lanza de hoja curva, el arco y las flechas.
Si van a Tokio, no dejen de visitar el templo Sengakuji para ver el modesto memorial de los 47 rōnin, que cada año, coincidiendo con el aniversario de su seppuku el 14 de diciembre, reciben el homenaje de sus admiradores.
SAMURÁIS EN SEVILLA
En 2020 conmemoramos el IV centenario del fin de la misión Keicho a Europa, que trajo a España a un grupo de japoneses acaudillado por el samurái Hasekura Tsunenaga, rebautizado aquí como Felipe Francisco de Fachicura, sobre estas líneas. Algunos se quedaron a vivir en Coria del Río (Sevilla) y no hay más que consultar el Instituto Nacional de Estadística para corroborarlo: cerca de mil personas (¿lectores quizá de esta revista?) se apellidan de primero Japón y la provincia de Sevilla se lleva la palma.
La cosa fue así. Durante el reinado de Felipe III se armó una expedición hacia las islas Ricas de Oro y Plata comandada por Sebastián Vizcaíno, coetáneo del fraile franciscano Luis Sotelo (que sería martirizado unos años después junto a otros misioneros en Japón). Sotelo ejercía cierta influencia sobre el daimio de Sendai, Date Masamune, a caballo en la otra página. Tras el fracaso de Vizcaíno, Date Masamune financió un galeón con el fin de mandar una embajada a la patria de sus huéspedes. Dicho y hecho: Sotelo y Vizcaíno, junto con un grupo de veintitantos samuráis –tanto de Sendai como del shogun– y más de un centenar de comerciantes se hicieron a la mar y cruzaron el Pacífico, con paradas en Acapulco y Veracruz. Allí se unieron –no todos, que unos cuantos volvieron a Acapulco– a la flota de Antonio de Oquendo, hasta que la extraña comitiva desembarcó en Sanlúcar de Barrameda el 5 de octubre de 1614.
El recibimiento fue muy caluroso. De Sanlúcar, gracias a los buenos oficios del Duque de Medina Sidonia, los expedicionarios arribaron a Coria del Río y Sevilla. Y he ahí, en fin, al imponente Hasekura Tsunenaga, arriba, que no tardó en ponerse en camino hacia Madrid para transmitir el mensaje de su señor a Felipe III. A saber, que los misioneros serían bien atendidos (lo que contrastaba con el edicto del shogun Tokugawa Ieyasu de 1614 por el que se perseguía el cristianismo) a cambio de que su feudo pudiera comerciar con la Nueva España.
Todo el mundo quería fotografiarse con esos extranjeros y, a falta de cámaras, los desplazamientos se hicieron inevitables. ¡Hasta a Roma llegaron los samuráis para entrevistarse con el papa Pablo V! El viaje llegó a su fin aunque no todos regresaron. Y Japón se encerró en su concha hasta 1862, cuando el shogunato Tokugawa emprendió una nueva misión diplomática a Europa.