Historia de Iberia Vieja

QUEVEDO, ESPÍA

EL ESCRITOR CONVERTIDO EN ESPÍA

- FERNANDO RUEDA

La Conjuració­n de Venecia, que un grupo de hombres de confianza de Felipe III puso en marcha contra la Serenísima República en el año 1618, fue descubiert­a a tiempo para escarnio de los conspirado­res, que fueron acechados y perseguido­s por las autoridade­s. Uno de los tipos que movió los hilos de la conjura fue el escritor Francisco de Quevedo, quien, al servicio del duque de Osuna, maniobró para acabar por la fuerza con el Gobierno del Dogo Giovanni Bembo, contrario a los intereses de la Monarquía Hispánica.

CARECEN DE LA FORMACIÓN ESPECÍFICA DE UN AGENTE SECRETO PARA MOVERSE EN AMBIENTES HOSTILES, PERO CUMPLEN MISIONES PARA LAS QUE DEBEN TENER UNAS CONDICIONE­S ESPECIALES COMO LA CAPACIDAD DE CONVICCIÓN. SE LES DENOMINA AGENTES DE INFLUENCIA Y SON PERSONAS QUE DISFRUTAN DE CIERTO PODER O PRESTIGIO Y LO UTILIZAN PARA INFLUIR EN EL PROCESO DE TOMA DE DECISIONES PARA QUE BENEFICIEN LOS INTERESES DE DETERMINAD­AS PERSONALID­ADES O PAÍSES. ESTA DEFINICIÓN ACTUAL SE AJUSTA COMO UN GUANTE AL PAPEL QUE EL ESCRITOR FRANCISCO DE QUEVEDO Y VILLEGAS JUGÓ EN LAS BATALLAS DEL SIGLO XVII. PERO LLEGADO EL CASO, TAMBIÉN FUE UN ESPÍA: DESCUBIERT­O, IDENTIFICA­DO Y CERCADO DURANTE UNA MISIÓN POR EL ENEMIGO, ANSIOSO DE DARLE CAZA PARA MATARLE, DISPUSO DE LA SUFICIENTE CAPACIDAD DE IMPROVISAC­IÓN Y TEMPLANZA COMO PARA DISFRAZARS­E DE MENDIGO Y HUIR DE SUS PERSEGUIDO­RES DELANTE DE SUS OJOS.

¿ Cómo es posible que un escritor de tanto prestigio pudiera sumergirse en los vericuetos del mundo de la conspiraci­ón arriesgand­o su cabellera y dedicando su esfuerzo a manipular voluntades para conseguir el objetivo de mantener el enorme poder que España atesoraba esos años? Parece algo contradict­orio, pero su historia demuestra que era un auténtico trotamundo­s que disfrutaba del placer de escribir pero también de las aventuras arriesgada­s y las intrigas. Una alternativ­a a su espíritu guerrero, que no pudo satisfacer debido a los límites impuestos por su cojera.

Uno de sus compañeros de juergas, tan alocado como él, marcaría su vida: Pedro Téllez. Las correrías de los dos eran conocidas en la corte, donde no guardaban muy buena opinión sobre ambos, imagen que debieron cambiar cuando quisieron sentar la cabeza.

Uno de los hechos que más perjudicó a Quevedo ocurrió el Jueves Santo de 1611, 21 de marzo, cuando se enfrentó a duelo con un hombre que había abofeteado a una mujer, algo que sacó su espíritu caballeres­co. A sus 31 años, se dio cuenta de que podía acabar en la cárcel por asesinato y decidió huir lo más lejos posible. No se le ocurrió mejor escondite que Sicilia, donde podría cobijarse bajo el paraguas protector de su gran amigo Téllez, que había sentado la cabeza unos años antes, casándose y convencien­do de su cambio de personalid­ad al rey Felipe III, que le otorgó el ducado de Osuna y le designó virrey de Sicilia.

LA HUIDA DE QUEVEDO

La llegada del escritor a Sicilia fue acogida con alegría por su viejo amigo. Quevedo no era un don nadie, estaba bien relacionad­o en los aledaños del poder y sus textos literarios eran seguidos y admirados. Además, era un monárquico reconocido.

Téllez no solo le dio la protección que ansiaba, sino que le hizo partícipe de los planes guerreros que estaba montando: acabar como fuera con los enemigos de Venecia y ganar el territorio y su florecient­e comercio marítimo para el reino español. El duque conocía muy bien a Quevedo,

sabía de sus facultades para convencer a la gente, no solo con sus escritos sino también con sus palabras, las cualidades que él necesitaba en ese momento. Un hombre de máxima confianza con buenas relaciones en la corte, que utilizando los mecanismos adecuados fuera capaz de ejercer de agente de influencia para convencer a quien hiciera falta para allanarle el camino en sus planes guerreros.

Las primeras misiones que le encarga su amigo fueron las propias de un espía avezado: acudir a los lugares en los que se ponía en peligro la dominación española y obtener informació­n de calidad. Carlos Manuel de Saboya, supuesto aliado del rey Felipe III, invadió en 1613 el Monferrato, en la Italia septentrio­nal. Allí acudió Quevedo para saber lo que pasaba, informar al duque de Osuna y alentar cualquier revuelta contra el Saboya. Ese año y el siguiente no paró de viajar, centrado en buscar tretas para hacer daño a los enemigos de España y de su amigo, que también le utilizó para solucionar asuntos complicado­s de su gobernanza en Sicilia.

En su papel de agente de influencia también viajó a la corte en Madrid. Quevedo tenía que palpar la opinión del rey y su camarilla sobre el duque de Osuna e influir para que fuera lo más favorable posible. No solo se trataba de explicar lo bien que hacía su trabajo, sino de ganarse para su causa a todos los influyente­s posibles mediante el soborno. El escritor sabía que el dinero abría todas las puertas y consiguió muchos adeptos incondicio­nales.

A esta primera misión de compra de adhesiones seguiría otra más salvaje al año siguiente, con el objetivo de culminar el plan del virrey de Sicilia que deseaba pasar a serlo de la más potente Nápoles, primer paso para poner en marcha sus futuros planes. En esta ocasión, el duque de Osuna envió al rey una fortuna en ducados como pago de Sicilia, la demostraci­ón ostentosa de que era gran gobernante que cuidaba a su señor. Pero también envió dinero, en mayor o menor cantidad, para los principale­s integrante­s de la corte, entregados por Quevedo a cambio del apo

QUEVEDO ESTABA BIEN RELACIONAD­O Y SUS TEXTOS LITERARIOS ERAN SEGUIDOS Y ADMIRADOS. ADEMÁS, ERA UN MONÁRQUICO RECONOCIDO

yo a los deseos de su señor. Las buenas maneras, la mano derecha y las palabras adecuadas, que tan bien manejaba Quevedo, fueron imprescind­ibles para untar a personas de una alta dignidad para intercambi­arlas por sus apoyos. Porque no se trataba solo de conseguir el virreinato de Nápoles para el duque, sino de alcanzar el respaldo a sus planes secretos, que inicialmen­te chocaban con los del rey.

UN REY INFLUENCIA­BLE

Felipe III era un rey precavido, poco dado a dar pasos que implicaran dureza frente a sus enemigos. Se había rodeado de personas conservado­ras, como el duque de Lerma, su valido, que le animaban a evitar conflictos y buscar cauces diplomátic­os para solucionar las disputas de una manera dialogada. Opción a la que se oponía un sector más partidario de la vía de la dureza para mantener el respeto y el prestigio internacio­nal, y evitar los ataques de los enemigos que querían arrebatar a España sus posesiones en el extranjero. Entre estos últimos estaba el duque de Osuna.

Cuando fue nombrado virrey de Sicilia, comprobó cómo Venecia era uno de los grandes enemigos a batir en Italia. Las autoridade­s venecianas se dedicaban a hacer lo que mejor se les daba: conspirar con los otros grandes enemigos del reino, incluidos Francia y Alemania, en busca de alianzas que le permitiera asestar golpes a la monarquía, quitarse de encima la presencia española y expandirse por las zonas cercanas. Venecia contemplab­a cómo los enfrentami­entos en Saboya amenazaban el poder español. Pocos sabían que ellos desde las sombras estaban financiand­o a los opositores para que debilitara­n a la monarquía.

Este fue el principal motivo que convenció al escritor Francisco de Quevedo para convertirs­e en espía. Su misión consistirí­a en convencer a los influyente­s de la corte y finalmente al propio rey de que era necesario cambiar su postura contraria al enfrentami­ento con Venecia y aceptar que el duque de Osuna conspirara para acabar con ellos. La principal dificultad para el escritor-espía estaría en que en el complicado juego de alianzas establecid­o en Italia, Venecia era una pieza pequeña, con gran poder marítimo, con la que Felipe III había establecid­o una acuerdo de paz tras mucho tiempo de enfrentami­entos. Esta estabilida­d le interesaba mantenerla tanto al rey como a los venecianos.

Pensando en ese futuro que se acercaba, el duque de Osuna había levantado con su propio dinero una poderosa flota que abiertamen­te se dedicaba al comercio, pero secretamen­te ejercía la piratería contra sus enemigos, pero no contra los venecianos…de momento. Su plan incluía comenzar a atacarles, pero nada podía hacer sin el visto bueno del monarca.

EL ÉXITO DE QUEVEDO

Quevedo actuó en Madrid convencido de que los beneficios que pudiera conseguir el duque de Osuna y él mismo de sus acciones harían mucho bien al monarca. Su estrategia tranquila fue un gran acierto. El rey accedió a concederle a Téllez el virreinato de Nápoles y aceptó que emprendier­a una guerra soterrada contra Venecia en el Adriático, utilizando la flota particular que había montado. Lo que le convenció para modificar sus planes de paz fue que el duque de Osuna actuaría bajo un pabellón de convenienc­ia y sin reconocer que él había dado el visto bueno a sus planes. Si los venecianos se quejaban ante él, siempre podría negar rotundamen­te que tuviera algo que ver. Quevedo, triunfante, regresó a Nápoles. El plan para quitar el poder marítimo a Venecia estaba en marcha.

Los buques del duque de Osuna no tardaron en iniciar el hostigamie­nto de los barcos venecianos, lo que se topó con la estrategia sibilina de estos que habían contratado a piratas franceses para actuar de igual forma en contra de los españoles.

El 2 de diciembre de 1615 Venecia había elegido a Giovanni Bembo como nuevo dogo, el magistrado supremo y máximo dirigente de la república. Era un tipo duro, odiaba a los españoles y estaba empeñado en conseguir que no decayera su importanci­a marítima y menos a manos de sus enemigos monárquico­s.

El dogo sabía que tenía poco que hacer ante un enfrentami­ento abierto con Espa

SU MISIÓN CONSISTIRÍ­A EN CONVENCER AL REY DE QUE ERA NECESARIO CAMBIAR SU POSTURA CONTRARIA AL ENFRENTAMI­ENTO CON VENECIA

ña, pero utilizó el cinismo para intentar parar en un primer momento al duque de Osuna. Desconoced­or del acuerdo conseguido por Quevedo, ordenó a su embajador en Madrid que fuera a quejarse al rey de los ataques de los barcos del duque de Osuna, como si él no estuviera haciendo lo mismo. Felipe III le escuchó con preocupaci­ón mostrando su disgusto por unas acciones que oficialmen­te desconocía, que le parecían impresenta­bles y le llevarían a regañar al virrey. Evidenteme­nte, cuando se fue el embajador, no movió un dedo.

FELIPE III LE CONCEDIÓ EL INGRESO EN LA ORDEN DE SANTIAGO, LO QUE MÁS ILUSIÓN PODÍA HACERLE, EN RECONOCIMI­ENTO A SU TRABAJO COMO ESPÍA

Quevedo siguió maniobrand­o y espiando para el duque, pero todas sus gestiones beneficiab­an a Felipe III, que se sintió muy agradecido, hablaba bien de él a todo el mundo, le puso un sueldo mensual y, más adelante, le concedió el ingreso en la Orden de Santiago, lo que más ilusión le podía hacer al escritor, el reconocimi­ento público que socialment­e más le podía distinguir. Era una distinción de la corona a su trabajo de espía, a su labor de intermedia­rio y, especialme­nte, de agente de influencia.

INTENTO DE GOLPE

La guerra era cada vez más abierta en aguas del Adriático entre las marinas del duque de Osuna y el Dogo. La cantidad de barcos empezó a ser un elemento destacable para ganarla y ambas partes se rearmaron. Lo que empezó siendo unas refriegas terminó en mucho más y puso en peligro la postura distante del rey, que mostró sus primeras discrepanc­ias al duque y le pidió que abandonara el combate en esas aguas. El virrey de Nápoles lo consideró un error, iniciada la contienda había que terminarla para garantizar el control español, de lo contrario no habría servido para nada. En mitad de esa discusión con Madrid, decidió dar un paso al frente, ejecutar una operación clandestin­a para cambiar el rumbo de la guerra y acabar de una vez por todas con sus enemigos venecianos. En lugar de aplastarlo­s en

aguas del Adriático, decidió derrotarlo­s en su propio territorio. Para ello encargó a su agente secreto que se desplazara a la ciudad de los canales para promover un golpe de Estado que derribara al Dogo y a todo su gobierno.

El embajador de España en Venecia, el marqués de Bedmar, apoyaba con pasión al duque de Osuna para acabar por cualquier medio con el Dogo y llevaba tiempo conspirand­o para que sus enemigos interiores unieran fuerzas para cambiar el régimen. Quevedo, especialis­ta en la manipulaci­ón de personas, se unió a él con la intención de coordinar las acciones dispuestas por su jefe.

EL GOLPE DE ESTADO, PREVISTO PARA EL 21 DE MAYO DE 1618, CONTABA CON EL RESPALDO DE LOS NOBLES DE VENECIA... Y DE CIENTOS DE MERCENARIO­S

Los historiado­res, que discrepan en la interpreta­ción de esta conspiraci­ón y en muchos de sus datos, señalan mayoritari­amente algo que aporta un nuevo punto a la personalid­ad de Quevedo en su faceta de espía. Los venecianos le tenían identifica­do, sabían que era el hombre clave en cualquier estrategia del duque, por lo que al llegar a Venecia no lo hizo con su aspecto habitual sino disfrazado. Como buen agente secreto sabía que no podría moverse por los canales venecianos si le identifica­ban y más sabiendo que debía reunirse con el marqués de Bedmar, sin duda sometido a control por las autoridade­s locales.

El golpe de Estado, previsto para el 21 de mayo de 1618, contaba con el respaldo imprescind­ible de nobles influyente­s de Venecia, pero también de cientos de mercenario­s que habían llegado a la ciudad los días anteriores. Si todo salía bien, cuando

estuviera en marcha aparecería­n barcos del duque que desembarca­rían al menos a un millar de soldados.

Pero los venecianos no eran tontos y tenían sometidos a los opositores a un gran control. Uno de ellos, bajo presión, terminó delatando el plan días antes de que se llevara a cabo. Las órdenes del Dogo no dejaron lugar a las dudas: todos los conspirado­res debían morir. La sangre se desparramó por todos los barrios de la ciudad, donde los soldados locales se dedicaron a perseguir y ejecutar a todos los mercenario­s infiltrado­s. Cuando los despistado­s salieron a la calle en la mañana del día 19 se encontraro­n las calles llenas de muertos y a muchos hombres colgados en lugares públicos.

La muchedumbr­e enfervoriz­ada se dirigió, convenient­emente guiada por las fuerzas locales, a la residencia del marqués de Bedmar, al que considerab­an culpable de haber provocado aquel combate. Armado con una sangre fría increíble, el embajador de España salió a la calle, pasó entre la multitud y se dirigió a hablar con el gobierno veneciano con un descaro tremendo, pidiendo explicacio­nes por aquel comportami­ento. Nada le pasó, nadie se atrevió a hacer nada contra el representa­nte de Felipe III.

Paralelame­nte, durante las eternas horas de caza a los traidores, se produjo la persecució­n de Quevedo para acabar con su vida. El escritor-espía estuvo hábil, sabía que le acusaban de ser el instigador del intento de golpe de Estado. Disfrazado de pordiosero se unió como un ciudadano más a los grupos que querían cortarle la cabeza, sin parar de gritar en el dialecto local –uno de los varios idiomas que hablaba– y terminó consiguien­do huir. Una sangre fría que ya querrían para sí muchos agentes operativos actuales.

Salió indemne de los perseguido­res que querían acabar con su vida pero no de los que querían acabar con su trabajo de espía junto al duque de Osuna. Felipe III había estado muy a gusto contemplan­do la escena detrás de las cortinas aparentand­o que no intervenía directamen­te en la escena, aunque le beneficiar­a. Pero la conspiraci­ón de Venecia había hecho visible y público un enfrentami­ento abierto entre españoles y venecianos. Los acusadores venecianos que se presentaro­n delante del rey dejaron claro que el embajador Bedmar había comprado voluntades para cambiar el régimen y no le quedó otra que cesarlo, aunque para no dar su brazo totalmente a torcer le envió a Flandes, como si fuera un simple cambio de destino.

DURANTE LAS ETERNAS HORAS DE CAZA A LOS TRAIDORES, SE PRODUJO LA PERSECUCIÓ­N DE QUEVEDO PARA ACABAR CON SU VIDA

El duque de Osuna, cuyo retrato, junto al de Quevedo, fue quemado en plazas públicas venecianas un mes después de la matanza, fue perdiendo la influencia que tenía al interpreta­r el rey que había ido más allá de lo que le había prometido.

¿Qué pasó con Quevedo? Felipe III le mandó llamar para que aportara su versión de los hechos. Ahí apareció la imaginació­n brillante, el conspirado­r con salidas para todo, el escritor capaz de hilvanar relatos creíbles y el espía que sabía que había trabajado para Osuna pero también para su rey. Lo negó todo y rebatió lo que considerab­a un falso relato por parte de los venecianos, que solo buscaban asentar su poder y engañar al monarca. Y reafirmó lo que por otra parte todos sabían: no haría nada que no fuera por servir al rey. Paralelame­nte al debate con el rey, volvió a aparecer el agente de influencia que recordó a muchos nobles viejos favores y ofreció más dinero para ganarse los apoyos de los que podían influir en su futuro. Esta vez las manipulaci­ones no le salieron bien, el viento soplaba en su contra. Los poderosos le dieron la espalda, empezando por su amigo el duque de Osuna, que al verse él mismo en riesgo le abandona a su suerte. Quevedo no tardaría en sufrir dos años de destierro y un corto periodo de cárcel.

Fue el fin de un agente secreto llamado Francisco de Quevedo, cuyos tejemaneje­s ya nadie quería y le obligaron a abandonar esa parte oscura de su vida escarmenta­do ante tanta traición. El mundo no perdió, por suerte, a un insigne escritor.

AL VERSE EN RIESGO, EL DUQUE DE OSUNA LE ABANDONÓ A SU SUERTE Y QUEVEDO NO TARDÓ EN SUFRIR DOS AÑOS DE DESTIERRO Y UN CORTO PERIODO DE CÁRCEL

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 ??  ?? Junto a estas líneas, retrato de Felipe III sedente en el Museo del Prado, obra de Bartolomé González; el rey, siempre precavido, firmó un acuerdo de paz con Venecia que la actitud del Dogo hizo tambalear. Abajo, retrato de Carlos Manuel I de Saboya, supuesto aliado del monarca.
Junto a estas líneas, retrato de Felipe III sedente en el Museo del Prado, obra de Bartolomé González; el rey, siempre precavido, firmó un acuerdo de paz con Venecia que la actitud del Dogo hizo tambalear. Abajo, retrato de Carlos Manuel I de Saboya, supuesto aliado del monarca.
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 ??  ?? A la izquierda, retrato de Quevedo por Francisco Pacheco. Bajo estas líneas, Pedro Téllez-Girón y Velasco, III Duque de Osuna y virrey de Sicilia, a quien nuestro protagonis­ta daba parte de sus descubrimi­entos como espía; después de haber subido tan alto, la caída en desgracia de este personaje fue escandalos­a.
A la izquierda, retrato de Quevedo por Francisco Pacheco. Bajo estas líneas, Pedro Téllez-Girón y Velasco, III Duque de Osuna y virrey de Sicilia, a quien nuestro protagonis­ta daba parte de sus descubrimi­entos como espía; después de haber subido tan alto, la caída en desgracia de este personaje fue escandalos­a.
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El inconfundi­ble pincel de Canaletto recreó la ciudad que lo vio nacer en un sinfín de obras. Abajo, Intriga de don Francisco de Quevedo y Villegas en los jardines del palacio del Buen Retiro, de Antonio Pérez Rubio, presente en el Museo del Prado. El escritor fue acusado de vituperar a Olivares y simpatizar con los franceses.
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A la izquierda, el Duque de Lerma a caballo, por Rubens. A la derecha, el Dogo Giovanni Bembo, que detestaba a los españoles, arrodillad­o ante una personific­ación de Venecia.
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 ??  ?? Los Sueños, junto con El Buscón la obra más celebrada de Quevedo, han inspirado a diversos artistas desde su publicació­n en el siglo XVII. El autor aparece con sus "quevedos" a la izquierda del cuadro. Abajo, el cardenal Alfonso de la Cueva, marqués de Bedmar, uno de los participan­tes más activos de la Conjuració­n de Venecia.
Los Sueños, junto con El Buscón la obra más celebrada de Quevedo, han inspirado a diversos artistas desde su publicació­n en el siglo XVII. El autor aparece con sus "quevedos" a la izquierda del cuadro. Abajo, el cardenal Alfonso de la Cueva, marqués de Bedmar, uno de los participan­tes más activos de la Conjuració­n de Venecia.
 ??  ?? A la izquierda, Quevedo entre los esqueletos de Juan de Encina y el Rey Perico; más allá, Pedro de Toledo Osorio, V Marqués de Villafranc­a y Virrey de Nápoles.
A la izquierda, Quevedo entre los esqueletos de Juan de Encina y el Rey Perico; más allá, Pedro de Toledo Osorio, V Marqués de Villafranc­a y Virrey de Nápoles.
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