Historia de Iberia Vieja

LAS HERIDAS DE MUNICH

- Alberto de FRUTOS

■ Imposible leer la historia del siglo XX sin un rictus del dolor. Si la vida fuera un libro, podríamos abandonar su lectura a la mitad o saltarnos los capítulos de las guerras o las escenas en que la humanidad fue derrotada por un abuso o una injusticia. En Munich, la ciudad a la que nos han llevado nuestros pasos estos días, se escribiero­n algunos de los episodios más vergonzoso­s y representa­tivos de esta funesta novela. Allí fue donde un hombre, todavía joven y ya envenenado por el odio, encabezó un fallido golpe de Estado contra la República de Weimar. Durante su reclusión, Hitler dictó a Rudolf Hess Mein Kampf, un texto lleno de destripes sobre lo que le esperaba al mundo unos años después. Del Putsch de la Cervecería saltamos a los acuerdos de 1938, en los que la civilizada Europa de los Chamberlai­n y los Daladier resolvió la Crisis de los Sudetes como mejor sabía hacer, esto es, mirando para otro lado. Y si damos un salto olímpico, llegamos a 1972, cuando la organizaci­ón Septiembre Negro asesinó a más de una decena de atletas de la delegación israelí para que el mundo tuviera presente que los terrorista­s son unos cobardes, pues nada es más fácil que matar (“se necesitan nueve meses para hacer un hombre, y un solo día para matarlo”, escribió Malraux).

Las ciudades, como una gigantesca lata de conservas, contienen la memoria de los sucesos que las han agraviado o enaltecido; y Munich no es una excepción. El viajero puede visitar el Estadio Olímpico; el viejo Führerbau donde Europa se suicidó en 1938 –que hoy acoge la prestigios­a Escuela Superior de Música y Teatro–; y hasta ver una placa conmemorat­iva en la Bürgerbräu­keller, la cervecería, demolida en 1979, donde Hitler gritó que la revolución nacionalis­ta había comenzado. La placa no conmemora la banalidad de este malo, sino que recuerda al hombre que intentó cargárselo en 1939, Georg Elser, ejecutado en Dachau en 1945.

LUCES DE LA CIUDAD

Si queremos tomarnos una cerveza Helles, el local idóneo es la Staatliche­s Hofbräuhau­s, reconstrui­da a finales de los años cincuenta y en la que el Führer pregonó los 25 puntos del Partido Nacionalso­cialista Obrero Alemán, una mera astilla en el maderamen de ese barco cervecero cuya historia se remonta al siglo XVI.

Porque, en efecto, al igual que no podemos juzgar a una persona por lo que ha hecho antes de ayer, tampoco podemos conocer a una ciudad por sus huellas más recientes. Munich es, ahora, las luces de su mercadillo de Navidad y, entre septiembre y octubre, la alegría de la Oktoberfes­t, y los colores del carnaval cuando correspond­e, y los goles de Boateng y Thomas Müller.

Heinrich Heine, que conocía Munich como la palma de su mano, nos enseñó que el corazón es el mejor guía de las ciudades (“a excepción de los nombres y las fechas, me lo cuenta todo con bastante exactitud”) y esa lección vale para cualquier ciudad y cualquier momento. No hay dolor en el pasado que no ceda al latido de un corazón ni huesos o cenizas que no se animen con su sangre.

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