Historia de Iberia Vieja

El viaje del príncipe de Gales a España

EN LA CORTE ESPAÑOLA

- ÓSCAR HERRADÓN

EN PLENO SIGLO XVII TUVO LUGAR UNO DE LOS SUCESOS MÁS SORPRENDEN­TES DE LA HISTORIA EUROPEA. CARLOS ESTUARDO, HEREDERO DEL TRONO INGLÉS, LLEGABA A ESPAÑA DE INCÓGNITO CON LA INTENCIÓN DE CORTEJAR A UNA INFANTA ESPAÑOLA. AQUEL VIAJE SUPUSO TODO UN ACONTECIMI­ENTO, PERO TRAS ÉL SE ESCONDÍAN UNA SERIE DE INTERESES POLÍTICOS QUE DETERMINAR­ÍAN EL EQUILIBRIO DE PODER ENTRE LAS POTENCIAS MÁS IMPORTANTE­S DE SU TIEMPO.

Rezan los Avisos de la época que era una fría noche del 17 de marzo de 1623, cuando una inesperada visita sacó de su sueño a uno de los hombres más poderosos de España, Gaspar de Guzmán y Pimentel, Conde-Duque de Olivares, a la sazón valido y primer ministro de la monarquía hispánica y hombre de confianza del rey Felipe IV. Molestar al todopodero­so hombre de Estado no era un procedimie­nto habitual, pero la situación, excepciona­l, lo requería.

Quien se presentó en sus estancias palaciegas era otro político de gran calado, Diego Sarmiento de Acuña, conde de Gondomar, quien, eufórico, venía a comunicar a Olivares que había recibido una visita inesperada: nada menos que la del Príncipe de Gales, Carlos Estuardo, primogénit­o del rey de Inglaterra, Jacobo I.

Sarmiento procedió a narrarle al valido los hechos: aquella noche, dos extraños personajes se presentaro­n de incógnito en la villa y corte, en la residencia del conde de Bristol, John Digby, embajador inglés en España. Cuando los criados les abrieron, se identifica­ron como los caballeros Tom y John Smith, británicos, que afirmaban venir de realizar un largo viaje por Europa.

Cuál no sería la sorpresa de Digby cuando reconoció al mismísimo heredero británico, que iba acompañado de su fiel servidor, el duque de Buckingham. El conde de Bristol se puso inmediatam­ente en contacto con su homólogo español, el conde de Gondomar, y le comunicó la extraordin­aria noticia. Precisamen­te, el conde de Gondomar era el responsabl­e de que Carlos se encontrara en Madrid. Desde 1613 a 1622 había dirigido con gran destreza la embajada hispánica en Londres y llegó a estrechar lazos con el monarca inglés, a pesar de la política antiespaño­la del anglicanis­mo. Tal fue la influencia diplomátic­a de Gondomar, que logró convencer al Parlamento inglés de que ejecutara al corsario sir Walter Raleigh, de enorme fama, acusado de piratería contra los intereses españoles en el Atlántico. A su vez, fue sembrando en el soberano inglés, al parecer por iniciativa propia, la idea de que un casamiento entre su hijo y una infanta española sería muy beneficios­o para los intereses británicos.

ANTECEDENT­ES

Para comprender la razón por la que el conde de Gondomar acabó influyendo en el viaje del Príncipe de Gales hay que retrotraer­nos unos años atrás, para trazar un pequeño esbozo de la delicada situación que atravesaba­n las relaciones entre España e Inglaterra. Desde los tiempos de Felipe II e Isabel I, tras la muerte de la católica María Tudor –con la que el propio rey español se casó, anhelando la herencia de la corona inglesa, proyecto que fracasó– las relaciones entre los dos países eran de guerra. Cuando Felipe III llegó al trono español, dejó el poder en manos de su valido, el duque de Lerma. Felipe, al contrario que su progenitor, era un hombre al que la corona hispánica le pesaba demasiado. Evitaba los problemas. Cauto y poco flemático, siguió los consejos del primer ministro y optó por una política de apaciguami­ento con los enemigos de la Corona –la llamada Pax Hispanica–, cuyos enfrentami­entos, principalm­ente en Flandes y con los propios

ingleses, que apoyaban con tropas y recursos a los Países Bajos, habían dejado exhaustas las arcas, ya de por sí bastante exiguas tras años de bancarrota­s.

Así, en 1604 se firmó el Tratado de Londres, que ponía fin a veinte años de guerra, y en 1609 se rubricaba la llamada Tregua de los Doce Años, entre el gobierno español y los holandeses. En el complejo tablero geoestraté­gico de comienzos del siglo XVII, España ocupaba un lugar más que destacado, y consciente­s de la interinida­d de la tregua, ambas coronas se entregaron a sellar un pacto de paz duradero. Jacobo sabía que se estaba produciend­o un acercamien­to entre las coronas de España y Francia, ya que esa era desde hacía tiempo la intención de María de Médici, y para retomar las viejas negociacio­nes, en 1611 el inglés envió a España a su embajador sir Charles Cornwallis, con el encargo expreso de pedir formalment­e a Felipe III la mano de su hija menor, Ana, para el entonces príncipe de Gales, su primogénit­o Enrique. Sin embargo, las necesidade­s políticas del momento hicieron fracasar el proyecto debido a la firma de un acuerdo secreto entre España y Francia para que el futuro Felipe IV se casase con Isabel, hermana de Luis XIII, y la infanta Ana hiciese lo propio con éste, poniendo fin a años de enfrentami­entos con nuestro vecino de los Pirineos.

Para no enojar todavía más a los ingleses se esbozó otro plan. España se movía entonces como pez en el agua en el complejo escenario de la diplomacia y el espionaje cortesanos, y tras aguardar Cornwallis seis semanas a la espera de un respuesta, Lerma le confesó que Ana ya estaba comprometi­da con el pequeño soberano francés, pero que tenía más hijas, y ofreció la mano de la infanta María a Enrique, a pesar de su extrema juventud (la muchacha tenía entonces cinco años).

Presto, Cornwallis escribió a Londres una misiva en la que señalaba que el rey español no parecía tener intención alguna de casar a su hija con un hereje y que disimulaba su embarazo con pretextos y dilaciones, poniendo como exigencia para el enlace la conversión del príncipe de Gales al catolicism­o, algo que sabía imposible. Así, la negociació­n quedó rota.

El 26 de enero de 1612 se firmó el acuerdo por el que se comprometi­eron Luis XIII y Ana de Austria, así como el príncipe de Asturias –futuro Felipe IV– con la hija de María de Médici, Isabel. Sin embargo, el matrimonio no tuvo lugar hasta el 18 de octubre de 1615. Para entonces, el príncipe inglés, Enrique, había fallecido, y su hermano Carlos se había convertido en el único heredero varón del rey Jacobo. Los movimiento­s políticos arrinconab­an aún más al soberano protestant­e: éste envió en vano a París al conde de Carlisle para convencer a María de Médici de las ventajas de un enlace entre su hijo Carlos y Cristina, la segunda hija de Enrique IV, sin embargo, la reina madre creía más ventajosa para Francia otra alianza y prefirió a Víctor Amadeo I, duque de Saboya. Aquel viejo acuerdo de unión con España parecía, también, abocado al fracaso.

AQUELLA NOCHE, DOS EXTRAÑOS PERSONAJES SE PRESENTARO­N DE INCÓGNITO EN LA VILLA Y CORTE, EN LA RESIDENCIA DEL EMBAJADOR INGLÉS EN ESPAÑA

Sin embargo, al conocer aquel movimiento diplomátic­o del inglés, la corte española se alarmó y Lerma volvió a reanudar las negociacio­nes antaño olvidadas. Fue así como comenzaba el exitoso periplo del conde de Gondomar. En 1612, Felipe III le nombró su embajador en Londres, lo cual, en palabras del marqués de Villa-Urrutia: “pocas veces una elección tan acertada ha podido encontrar al hombre preciso para una concreta y difícil labor”.

El futuro enlace parecía, en principio, ventajoso para ambas partes, aunque lo era sobre todo para Londres. Para España por lo que señalamos en relación con la ayuda inglesa a los Países Bajos: la intención de aislar a las llamadas Provincias Unidas y dejarles sin tan sustancios­a colaboraci­ón. Para Inglaterra, porque a pesar de su férrea defensa del anglicanis­mo y de que España era un enemigo histórico, porque el enlace del heredero con una infanta española, representa­nte de la monarquía entonces más poderosa del orbe, identifica­da plenamente con el catolicism­o, convertía a Jacobo I en una suerte de gran pacificado­r de Europa.

No menos importante era la dote que recibiría por las nupcias: 600.000 libras, una cantidad que le ayudaría a costear los enormes gastos que sufrían sus arcas debido a su elevado tren de vida: era un gran amante del lujo. Además, contribuir­ía a suavizar el malestar de los católicos de Inglaterra, muy maltratado­s por los reinados precedente­s y quienes suponían un constante peligro. Sin embargo, aquel enlace también implicaba una fricción del soberano con su pueblo, que deseaba la guerra con nuestro país. Por todo, aquello era mucho más que una boda, un asunto de Estado de gran calado.

En 1623 el joven Carlos Estuardo, futuro rey de tristes designios –ver recuadro–, tenía 22 años y sed de aventuras. Él y el favorito de su padre, George Villiers, duque de Buckingham, pergeñaron la idea de que si realizaban un viaje a España podrían desbloquea­r las largas negociacio­nes matrimonia­les. Un plan arriesgado, por no decir temerario, que contaba con no pocas trabas, aunque honorable e imbuido de un sentido caballeres­co, pues pensaban que la sola presencia del joven en Madrid sería suficiente para obtener el amor de la infanta española.

Así que, a principios de febrero de 1623, los dos amigos esperaron a que el rey Jacobo estuviese solo y le contaron sus planes. Visitarían tierras españolas de incógnito. Aunque en un principio el soberano se negó en redondo, éste –un hombre al que las crónicas definen como débil de carácter–, accedió a regañadien­tes: su hijo marcharía supervisad­o en todo momento por Villiers y junto a una pequeña comitiva formada por Sir Endymion Porter y Sir Francis Cottington.

LLEGADA A ESPAÑA

EL JOVEN CARLOS ESTUARDO TENÍA 22 AÑOS Y SED DE AVENTURAS Y PERGEÑÓ UN VIAJE A ESPAÑA PARA DESBLOQUEA­R LAS NEGOCIACIO­NES MATRIMONIA­LES

Fue entonces cuando tuvo lugar el acontecimi­ento con el que comenzábam­os este artículo. Olivares, conocedor de la llegada de los egregios viajeros y realmente exultante, hizo llamar a Felipe IV y se reunió en privado con él. Ambos llegaron a la conclusión –que se demostrarí­a errónea– de que Carlos y Buckingham habían venido a Madrid con la idea de convertirs­e al catolicism­o, y que así el príncipe no tuviera trabas por parte del Vaticano para contraer nupcias con la infanta.

Hasta ese momento, para Olivares y su rey las negociacio­nes matrimonia­les habían sido más bien una maniobra de distracció­n para mantener a Inglaterra en un bloqueo político, mientras la corona hispánica solucionab­a sus graves problemas en los Países Bajos. Además, Felipe sentía un cariño especial por su hermana María, y ésta había manifestad­o en más de una ocasión su rechazo

al matrimonio, salvo si el príncipe de Gales renunciaba al protestant­ismo. Amenazaba, incluso, con tomar los hábitos. La situación actual cambiaba radicalmen­te y había que satisfacer e impresiona­r a los ilustres visitantes. Mostrar el poder de la monarquía.

A la mañana siguiente, el sábado 8 de marzo, Gondomar fue llamado a la casa de Digby y acordaron que se encontrase­n Olivares y Buckingham aquella misma tarde. Pocas horas después, el favorito inglés tuvo la oportunida­d de conocer al rey Felipe IV en sus aposentos del Alcázar. Tras una breve reunión a puerta cerrada, el soberano le pidió al valido que trasladase a Buckingham a casa del embajador y sus saludos al príncipe Carlos.

Al día siguiente, 9 de marzo, la familia real al completo salió a paseo en coche descubiert­o por las calles de la Villa y Corte. Aunque era algo bastante habitual, el hecho de que allí por donde pasaba la comitiva real estuviese llena de guardias y curiosos evidenciab­a que la noticia de la llegada del inglés, a pesar de mantenerse como «secreto de Estado», había corrido como la pólvora por los mentideros. Mientras, un coche de caballos cubierto ocultaba al príncipe de Gales y a su favorito. Se acordó que, para que Carlos pudiera reconocer a su «prometida» ésta llevase una banda azul en uno de sus brazos.

Una vez que terminó el paseo, Felipe pudo conocer a Carlos y reunirse con él. Al parecer, a través de un intérprete se dieron efusivas muestras de agradecimi­ento. Ese mismo día, Olivares, le dejó caer a su homólogo Buckingham que si estaban allí

OLIVARES LE PREGUNTÓ A SU HOMÓLOGO SI ESTABAN ALLÍ PARA SU CONVERSIÓN AL CATOLICISM­O. CUANDO ÉSTE LO NEGÓ, OLIVARES SE DIO CUENTA DE SU ENORME ERROR

para su conversión al catolicism­o. Cuando Villiers, sorprendid­o, lo negó rotundamen­te, el valido se dio cuenta del enorme error que había cometido. Entonces, haciendo uso de su habilidad diplomátic­a, llevaría a cabo una auténtica farándula para convencer a sus huéspedes de que seguía interesado en el trato cuando, en realidad, ni él ni el soberano estaban dispuestos a ceder si no había conversión. Así, Olivares retomó de nuevo su plan inicial: impedir la boda intentando evitar que España pareciese la responsabl­e del fracaso. El primer ministro estaba convencido de que Roma negaría la dispensa papal y dejaría así que la Santa Sede fuera la que quedara en evidencia ante Londres. No obstante, en la corte se entregarán en cuerpo y alma a agasajar a los visitantes ingleses.

LUJO Y FESTEJOS EN LA VILLA Y CORTE

Desde su llegada a Madrid, Olivares y toda la corte no tuvieron miramiento­s a la hora de mantener distraídos a los británicos: no se escatimó en actos festivos ni se reparó en gastos. De hecho, el propio conde-duque suspendió las pragmática­s que, contra el lujo, él mismo había promulgado con el fin de evitar herir aún más la sensibilid­ad de las clases populares, cada vez más empobrecid­as. Se concediero­n préstamos a muchos nobles cuya única riqueza era el título pero que se hallaban asfixiados por las deudas, y salieron del erario del propio Felipe IV miles de ducados, para que así éstos, que eran la flor y nata de la grandeza hispana, pudieran hacer frente

a los gastos extraordin­arios de tan ilustre ocasión histórica.

Además, en medio de una gran pompa, se dieron medidas de gracia por las que el gobierno español liberó a 350 presos ingleses de las cárceles españolas, sobre muchos de los cuales pesaban penas de piratería. También se organizó lo que se conocía como una entrada triunfal del propio Carlos de Inglaterra para que pudiera ser jaleado por los madrileños, muy expresivos cuando el momento lo requería. Se eligió para ello el día 26 de marzo de ese mismo año 1623. Así, el joven heredero británico desfiló entre la muchedumbr­e en un coche de caballos descubiert­o, en medio de fuegos de artificio, vítores y música popular. Carlos fue trasladado desde el monasterio de San Jerónimo hasta el Alcázar, donde conocería al resto de la familia real, salvo a la infanta, con la que parecía haber comenzado a obsesionar­se.

Con gran boato, se prepararon numerosos entretenim­ientos: bailes, representa­ciones teatrales, mascaradas, juegos de cañas y cacerías, tan queridas de los Austrias hispánicos. Es cuando menos curioso que el primer drama conocido de uno de los grandes autores de nuestro Siglo de Oro, Calderón de la Barca, fuese compuesto para ser representa­do ante el príncipe de Gales: Amor, honor y poder.

Junto a varios espectácul­os de fuego de artificio, se mostró al inglés y a su comitiva la joya de la corona de los entretenim­ientos pa

A PESAR DEL ANHELO DEL PRÍNCIPE POR CONOCER A SU PROMETIDA, LA RÍGIDA ETIQUETA HISPANA LE IMPEDÍA RELACIONAR­SE CON ELLA

trios: las corridas de toros, que eran bastante más brutales que las actuales, pues consistían en acribillar a los animales a lanzadas y puñaladas desde las monturas.

Sin embargo, a pesar del anhelo del príncipe por conocer a su prometida, la rígida etiqueta y extremada ceremonios­idad de la Corte hispana le impedían relacionar­se con ella. Ni Olivares ni Felipe IV, que a estas alturas no pensaban que la boda fuera a hacerse realidad algún día, permitían el menor contacto. Así, se fue agriando el carácter de Carlos, y él y Buckingham comenzaron a desconfiar de sus anfitrione­s. Mientras tanto, se creo una Junta de Teólogos con la intención de que emitiese un informe sobre la convenienc­ia del enlace. Estaba formada por cuarenta de los mejores teólogos y se reunió por primera vez el 16 de mayo. Tras varios debates, el 2 de junio se pronunció afirmando que el enlace sería provechoso si el rey de Inglaterra cumplía los dictámenes de Roma. El

órgano consultor aconsejaba además que, si finalmente se llevaba a cabo, la infanta María no partiese hacia Inglaterra hasta un año más tarde, con la finalidad de que se asegurasen de que Jacobo cumplía sus promesas de tolerancia para con los católicos ingleses.

LA DISPENSA PAPAL

Contra todo pronóstico, el Vaticano envió la dispensa papal. Sin embargo, en la misma, la Santa Sede pedía una serie de concesione­s para los católicos ingleses que eran inconcebib­les para los británicos. Cuando Carlos y Buckingham conocieron las condicione­s, montaron en cólera, pero Olivares, de nuevo excusándos­e, afirmó que él no decidía lo que hacía la curia. Sin embargo, el príncipe se había obsesionad­o con la joven infanta española tras un breve encuentro que mantuvo con ella en los jardines del Retiro. Según recogió Noticias de Madrid, puesto que Carlos sabía que la infanta, según su costumbre, estaría en la Casa de Campo, salió con Endymion Porter a buscarla: la vio dentro del huerto, que estaba tapiado y decidió saltarlo con la ayuda de su escolta. En este punto no se ponen muy de acuerdo las crónicas inglesas y españolas, pero lo que está claro es que Carlos estaba perdiendo los papeles rápidament­e: no tardó en ser intercepta­do por la guardia y echado de allí, lo que aumentó su enfado. En consecuenc­ia Carlos decidió hacer lo que fuera necesario para no regresar solo y vapuleado a su patria. No obstante, al igual que el conde-duque y Felipe IV, el inglés no parecía tener intención alguna de cumplir sus concesione­s, aunque entró de lleno en el juego diplomátic­o de fingir que todo iba viento en popa.

Cansado de esperar, el 17 de junio Carlos aceptó cumplir con las condicione­s, una vez que hubieran sido sancionada­s por su padre Jacobo I, y su Consejo Privado, según las instruccio­nes que sir Francis Cottington, uno de los miembros de su séquito que había viajado a Inglaterra y regresado a nuestro país, había traído de Londres.

La capital española seguía salpicada de fuegos de artificio y hogueras que celebraban a lo grande lo que ya parecía un acuerdo definitivo, e incluso se concedió al príncipe de Gales permiso para que éste y su prometida se dejasen ver en público. Cuando todo parecía firme, Olivares continuaba manteniend­o su extraño y errático comportami­ento: evasivas, continuas discusione­s teológicas y sucesivos desencuent­ros diplomátic­os evitaban sellar el matrimonio. Mientras tanto, en

DESDE LONDRES LLEGABAN NOTICIAS DE LA ANIMADVERS­IÓN DEL PUEBLO INGLÉS HACIA EL TRATO DADO POR LOS ESPAÑOLES

Roma el papa Gregorio XV había muerto y el que le sustituyó en el trono de San Pedro, Urbano VIII, se hallaba enfermo y no había encontrado el momento de encargarse de la concesión de la dispensa. El enlace volvía a estar en tablas.

EL FINAL DE UN SUEÑO

Buckingham no quería saber más del turbio asunto y pretendía abandonar España en cuanto le fuese posible, y protagoniz­ó varios incidentes en la corte española, tanto con aristócrat­as como con la guardia. Mientras, el conde-duque y Felipe IV –que siempre fue un personaje secundario en la trama, que se dejó guiar por completo por las recomendac­iones de su primer ministro–, ideaban cómo desembaraz­arse de aquel problema sin provocar un incidente diplomátic­o.

Carlos, vapuleado, se encontraba solo y sin el apoyo de su favorito y sus otros consejeros. Desde Londres llegaban noticias de la animadvers­ión del pueblo inglés hacia el trato dado por los españoles, y el tiempo se estaba agotando. Finalmente, el heredero inglés comunicó al Rey Planeta su intención de marcharse, y éste dio de buena gana su consentimi­ento y le dijo que desde Inglaterra era más fácil que su padre diese su aprobación final para enviar a la infanta la primavera siguiente. El día 28 de agosto, Carlos Estuardo y Felipe IV juraron solemnemen­te cumplir las condicione­s del tratado y se dejó en manos del conde de Bristol un documento por el que

se le autorizaba a realizar el matrimonio por poderes hasta diez días después de la llegada de una dispensa papal.

El día 29 de agosto, el príncipe heredero se despidió oficialmen­te de la infanta. Al día siguiente Carlos salió de Madrid, acompañado de Felipe en medio de una gran pompa en dirección al monasterio de El Escorial. El 2 de septiembre, se despidiero­n oficialmen­te y en el lugar de su separación dejaron una inscripció­n conmemorat­iva en latín, la lengua del catolicism­o. A esta última ceremonia de gran solemnidad no acudió Buckingham, que había partido esa misma mañana tras un bochornoso intercambi­o de exabruptos con Olivares. Luego, el Estuardo se puso en camino a Santander con su séquito, y allí se embarcaría en una flotilla comandada por Rutland rumbo a su patria. Cuando llegó a Santander estaba tan harto de las artimañas de los españoles, que escribió a su hermana Isabel diciéndole que quería vengarse de ellos.

Cuando el 5 de octubre puso pie en tierras inglesas, su pueblo sintió alivio y alegría al desembarca­r sin la infanta católica y las gentes salieron a la calle a celebrar el fracaso de las negociacio­nes. Mientras tanto, había llegado a Madrid la dispensa papal y se fijó la fecha de la boda por poderes para el día 29 de noviembre. Justo tres días antes, Bristol recibió órdenes de Londres para posponerla «hasta que España mostrase buena voluntad en relación al problema del Palatinado». En Madrid lo considerar­on un insulto, decidieron que los acuerdos ya no eran válidos y dejaron el espinoso asunto en el olvido.

Tras su fracaso, en 1624, con la ayuda del Parlamento, Buckingham y Carlos lograron que se rompiesen definitiva­mente los acuerdos de matrimonio y presionaro­n al rey Jacobo para que declarase la guerra a España. Pero mientras estuvo vivo, éste mantuvo una relativa paz entre ambos reinos, aunque la piratería reanudó sus actividade­s. Una vez que Carlos tuvo el poder, mantuvo durante lo que quedaba de década una política continuada de hostilidad hacia nuestro país, que supuso un rotundo fracaso para sus tropas y un revés de su política exterior. Mientras tanto, España proseguía su lento pero inexorable declive como el gran imperio de su tiempo.

Y

 ??  ??
 ??  ?? A la derecha, el Real Alcázar de Madrid, donde el príncipe de Gales conoció a la familia real. Un incendio lo destruyó en 1734. Abajo, el condeduque de Olivares, valido de Felipe IV, que calibró mal las intencione­s de sus ilustres visitantes.
A la derecha, el Real Alcázar de Madrid, donde el príncipe de Gales conoció a la familia real. Un incendio lo destruyó en 1734. Abajo, el condeduque de Olivares, valido de Felipe IV, que calibró mal las intencione­s de sus ilustres visitantes.
 ??  ??
 ??  ?? A la izquierda, Jacobo I, rey de Inglaterra entre 1603 y 1625 y padre del futuro Carlos I. Abajo, Felipe III, que selló el Tratado de Londres en 1604 y la Tregua de los Doce Años en 1609. Más abajo, el Conde de Gondomar, ex embajador español en Londres y cerebro de este plan.
A la izquierda, Jacobo I, rey de Inglaterra entre 1603 y 1625 y padre del futuro Carlos I. Abajo, Felipe III, que selló el Tratado de Londres en 1604 y la Tregua de los Doce Años en 1609. Más abajo, el Conde de Gondomar, ex embajador español en Londres y cerebro de este plan.
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ?? A la derecha, María de Medici, segunda esposa de Enrique IV de Francia y madre de Luis XIII e Isabel de Borbón, primera mujer de Felipe IV. Más allá, María Ana de Austria, hija de Felipe III y cuya mano ambicionab­a Carlos de Inglaterra. Abajo, George Villiers, I Duque de Buckingham, que acompañó a Carlos en su expedición.
A la derecha, María de Medici, segunda esposa de Enrique IV de Francia y madre de Luis XIII e Isabel de Borbón, primera mujer de Felipe IV. Más allá, María Ana de Austria, hija de Felipe III y cuya mano ambicionab­a Carlos de Inglaterra. Abajo, George Villiers, I Duque de Buckingham, que acompañó a Carlos en su expedición.
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ?? A la izquierda, Calderón de la Barca escribió una obra para ser representa­da ante los huéspedes británicos. Se titulaba Amor, honor y poder. A la derecha, la actual iglesia de san Jerónimo el Real en Madrid.
A la izquierda, Calderón de la Barca escribió una obra para ser representa­da ante los huéspedes británicos. Se titulaba Amor, honor y poder. A la derecha, la actual iglesia de san Jerónimo el Real en Madrid.
 ??  ?? A la izquierda, Felipe IV, que puso toda la carne en el asador para agradar a sus invitados, aunque fue consciente casi desde el principio de que el enlace de su hermana no llegaría a buen puerto. Arriba, el Palacio del Buen Retiro, construido en tiempos de este monarca. En la otra página, el diplomátic­o Endymion Porter.
A la izquierda, Felipe IV, que puso toda la carne en el asador para agradar a sus invitados, aunque fue consciente casi desde el principio de que el enlace de su hermana no llegaría a buen puerto. Arriba, el Palacio del Buen Retiro, construido en tiempos de este monarca. En la otra página, el diplomátic­o Endymion Porter.
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain