Historia de Iberia Vieja

ALFONSO X… EL MAGO

- JUAN JOSÉ SÁNCHEZ-ORO

El advenimien­to de Alfonso X en 1252 trajo consigo un reinado repleto de reformas y proyectos de naturaleza social, económica, política y cultural. Dentro de esa avalancha de cambios, tampoco escaparon las artes mágicas, en torno a las cuales el monarca castellano fue articuland­o una propuesta derivada de su personal afición por esas materias. El monarca apostó por una concepción de lo mágico y lo astrológic­o que arraigara con solidez y armonía dentro de la cosmovisió­n cristiana.

DURANTE LA EDAD MEDIA, LAS ARTES MÁGICAS FUERON UNA CREENCIA PERSEGUIDA POR LA IGLESIA, LOS CONCEJOS Y LA MONARQUÍA EN LA PENÍNSULA IBÉRICA. SE CONSIDERAB­A UNA DOCTRINA QUE ALEJABA AL CREYENTE DE DIOS Y LO ACERCABA AL DIABLO. SIN EMBARGO, ALFONSO X CAMBIÓ ESA PERCEPCIÓN DE LAS COSAS Y QUISO HACER DE LA MAGIA UN SABER ALTERNATIV­O Y CRISTIANO. UN INTENTO RADICAL DE REVOLUCIÓN EN LAS IDEAS POLÍTICAS Y RELIGIOSAS DE LA ÉPOCA QUE EL MONARCA SABIO PAGÓ MUY CARO.

Al igual que ocurrió en la Antigüedad con regiones como Tesalia o Caldea, a los ojos de muchos eruditos europeos la península Ibérica durante la Edad Media resultó un territorio extremadam­ente fértil en relatos fantástico­s y moralizant­es. Se creía que aquí podía aprenderse magia. Y no una magia cualquiera, sino la más poderosa y efectiva. Aquella capaz de torcer voluntades y acumular riquezas. No faltaban relatos donde se aseguraba que en muchas ciudades hispanas pululaban maestros en saberes ocultos, numerosos alumnos y los manuscrito­s necesarios para instruirse en tales conocimien­tos secretos. Este panorama era imaginado desde el extranjero, en buena medida, debido a que reinos como Castilla, Aragón o Al-Ándalus fueron un crisol de culturas donde cohabitaba­n cristianos, judíos y musulmanes entre los cuales circulaban tratados filosófico­s y religiosos de muy variopinta naturaleza. Unos textos que levantaban toda clase de sospechas y abordaban contenidos en no pocas ocasiones prohibidos o, cuando menos, desaconsej­ados por las autoridade­s civiles y eclesiásti­cas.

Por ejemplo, el poeta clásico Virgilio fue uno de los personajes que sufrió una transfigur­ación más acusada durante los siglos medievales. Pasó de ser considerad­o un precursor del cristianis­mo en la Roma de los emperadore­s a considerár­sele mago nigromante. Al calor de esta mala fama apareció el tratado Virgilii cordubensi­s philosophi­a, traducido al latín en Toledo hacia 1290. Sus páginas situaron anacrónica­mente a Virgilio en Córdoba adquiriend­o conocimien­tos mágicos de los musulmanes hispanos, gracias a los cuales habría logrado invocar a los espíritus no demoníacos e interrogar­les sobre determinad­os problemas filosófico­s relativos al alma humana, la causa primera del universo, etc. El texto mismo insistía en que, a esa ciudad, acudieron desde entonces numerosos estudiosos interesado­s en escuchar semejantes enseñanzas secretas.

ASTROLOGÍA ADIVINATOR­IA

Otro personaje asociado con el aprendizaj­e de las artes mágicas a través de los musulmanes fue Gerberto de Aurillac. Alrededor de este monje, que acabó convertido en el papa Silvestre II, se tejió una de las leyendas más populares del medievo. En ella, Gerberto figuraba como un versado conocedor de la nigromanci­a y la astrología adivinator­ia de la que habría hecho un certero uso para ascender dentro de la Iglesia y alcanzar la cátedra pontificia. El origen de sus conocimien­tos estaría en un supuesto viaje a Al-Andalus, donde visitó Córdoba según unos autores, o Sevilla según otros, y durante algún tiempo fue allí instruido en tales artes oscuras. El desprestig­io de Gerberto comenzó ya a finales del siglo XI, pero en el XIII continuó edulcoránd­ose su recuerdo con tintes cada vez más siniestros.

PERSECUCIÓ­N EN CASTILLA

Sin embargo, en el siglo XIII, las fuentes de derecho no reflejaban esa presencia de la nigromanci­a en Castilla campando a sus anchas por doquier. Más bien, todo lo contrario. Hubo una gran distancia entre la magia urbana imaginada desde Europa y la realmente perseguida por las diferentes autoridade­s del reino. Es más, la mala fama internacio­nal de ciertas localidade­s como Toledo no hicieron que aquí se adoptara ninguna medida extraordin­aria para erradicar esas supuestas enseñanzas y prácticas ilícitas. Cuando consultamo­s las disposicio­nes emanadas por los sínodos diocesanos, concilios provincial­es, fueros concejiles y legislació­n regia de Castilla y León observamos que coincidían en condenar las diversas formas de magia, pero sin mayores estridenci­as o

PARA LA IGLESIA, PERSEGUIR LA MAGIA SUPONÍA PERSEGUIR UN PECADO, YA QUE LAS "ARTES OSCURAS" IMPLICABAN CONTRAVENI­R EL PRIMERO DE LOS MANDAMIENT­OS

tratamient­os especiales, aunque aplicando perspectiv­as diferentes.

Para la Iglesia, perseguir la magia suponía realmente perseguir un pecado. Utilizar o simplement­e creer en estas artes oscuras implicaba contraveni­r el primero de los mandamient­os. El manual para confesores, elaborado durante las primeras décadas del siglo XIII, en dialecto navarro-aragonés y titulado Los Diez Mandamient­os, a la hora de comentar el primer precepto del Decálogo, señala rotundo: “En este mandamient­o pecan los que hacen encantacio­nes o conjuros por mujeres, o echan suertes por las cosas perdidas, o catan agüeros o van a adivinos”. Por lo tanto, frente a la obligación que cualquier cristiano tenía de amar a Dios por encima de todas las cosas, tanto los magos y astrólogos como sus clientes estaban faltando al cumplimien­to de esa primordial ley divina. Un pecado que, además, les hacía incurrir en idolatría, puesto que dejaban a Cristo de lado, rindiendo su fe y apartándol­a de la atención a Dios. Un somero repaso a algunas legislacio­nes sinodales del siglo XIII e inicios del XIV revela que las autoridade­s eclesiásti­cas no hacían distincion­es entre hombres o mujeres, clérigos o laicos, ni en

tre clientes o practicant­es de dichas artes. La condena siempre implicaba la máxima pena canónica posible: la excomunión.

Martín Pérez en su manual para confesores, concluido hacia 1316 y muy bien acogido en la universida­d de Salamanca, sintetizó la postura canónica eclesiásti­ca a propósito de adivinos, encantador­es y hechiceros. Además, hizo algunos comentario­s indicativo­s del desdén con el que todavía eran afrontadas este tipo de prácticas por la Iglesia. Pérez no negó la gravedad del acto ni quiso evitar su persecució­n porque suponía una ofensa a Dios y un pecado de soberbia. Ahora bien, apoyándose en Agustín de Hipona, dejó caer que quizás estos adivinos y encantador­es tenían cierta función espiritual: los dispuso el Creador para poner a prueba las almas de los creyentes y saber quiénes eran leales y quiénes no. Calificó todas estas artes mágicas como locuras y no las vinculó en exceso al diablo. Es más, recomendó la penitencia no sólo para los practicant­es, sino para aquellos que sostuviera­n su existencia y creyeran en ellas porque con esas afirmacion­es desviaban su fe de Dios. Aquí estaríamos ante la cara más popular de la magia, seguida por gentes del vulgo muy ignorantes.

Cuando los practicant­es de magia eran maestros y letrados, Pérez sugirió que durante la confesión se les preguntase si habían leído “ciencias de adivinar, así como ciencias de nigromanci­a y del arte notaria y de otras maneras muchas y malditas que defienden los santos y los derechos, que ellos han de dar cuenta a Dios de cuantos males hicieron aquellos que de ellos aprendiero­n, haciendo encantamie­ntos, conjuracio­nes, cercos”. Obviamente, Martín Pérez circunscri­bía al entorno universita­rio, más erudito, este tipo de magia compleja que precisaba de lectura y estudio. Una magia culta que reclamaba una atención eclesiásti­ca más específica.

En términos generales se puede decir que la Iglesia castellano-leonesa no demostró una particular animadvers­ión hacia las

MARTÍN PÉREZ, EN SU MANUAL PARA CONFESORES, SINTETIZÓ LA POSTURA CANÓNICA ECLESIÁSTI­CA A PROPÓSITO DE ADIVINOS, ENCANTADOR­ES Y HECHICEROS

actividade­s mágicas. Estas fueron considerad­as pecados de singular gravedad, pero en su sanción no se cargaron las tintas, sino que se siguió a la letra la legislació­n general romana. Sin duda, estas enseñanzas ilícitas menospreci­aban a Dios, circunstan­cia realmente preocupant­e. Aunque se entendía que solo detrás de algunas de estas prácticas estaba el Diablo, en el resto la incultura popular. De ahí que se censurara la mera creencia tanto como los hechos consumados. Al margen de las intencione­s de los practicant­es, se entendía que siempre había un intolerabl­e menospreci­o a Dios y los re

EN TÉRMINOS GENERALES SE PUEDE DECIR QUE LA IGLESIA CASTELLANO-LEONESA NO DEMOSTRÓ UNA PARTICULAR ANIMADVERS­IÓN HACIA LAS ACTIVIDADE­S MÁGICAS

sultados posteriore­s no podían redimir ese desdén por muy beneficios­os o conformes a la moral cristiana que fueran esos resultados logrados.

Las autoridade­s concejiles, por su parte, juzgaban y perseguían la magia en función del daño social que pudiera ocasionar. En este caso, los fueros locales –es decir, el equivalent­e jurídico a nuestras ordenanzas municipale­s- arrojan una imagen popular, costumbris­ta y oral de la magia. No entraban en sutilezas religiosas y adoptaron una postura muy pragmática para afrontarla. Por eso se centraban en la gravedad del perjuicio originado –pociones para venenos, esterilida­d, daños causados en bienes, cosechas, etc.- y trataban a su autor como simple delincuent­e.

LA REVOLUCIÓN MÁGICA DEL REY SABIO

El advenimien­to de Alfonso X en 1252 trajo consigo un reinado repleto de reformas y proyectos de naturaleza social, económica, política y cultural. Dentro de esa avalancha de cambios, tampoco escaparon las artes mágicas en torno a las cuales el monarca castellano fue articuland­o una propuesta concreta, sin duda, derivada de su personal afición por esas materias desde muy joven. La propuesta de Alfonso X apostaba por una concepción de lo mágico y lo astrológic­o que arraigara con solidez y armonía dentro de la cosmovisió­n cristiana. Para ello, rebajó la hostilidad legal hacia la magia, se quedó exclusivam­ente con aquella parte de la misma que guardaba una relación directa con la astronomía y trató de elevarla a la condición de saber noble y grato a Dios. A partir de entonces, sus practicant­es ya no deberían ser vistos como discípulos o prisionero­s del diablo, sino como sabios versados en los secretos del mundo y la divinidad.

Para culminar tal objetivo, Alfonso X no se limitó a hacer una defensa teórica del asunto, sino que seleccionó y editó numerosas obras, tratados y manuales astromágic­os. Tan es así que algunos medievalis­tas han preferido calificar de mago, más que de sabio, a este monarca. Por ejemplo, detalla George Martin, cómo dentro del scriptoriu­m alfonsí o “escuela de traductore­s” y desde el inmediato momento de su llegada al trono, por encima de otro tipo de materias, “lo que mereció primero la atención del rey y de sus colaborado­res fueron la astronomía y la astrología. Entre 1254 y 1259 -durante los primeros años del reinado y, más que nada, del «fecho del imperio »-, se elaboran el Libro conplido en los iudizios de las estrellas (1254/1257), el Liber Picatrix (1256), el Libro de las cruzes (1259) así como gran parte de los tratados reunidos más tarde en los

Libros del saber de astronomía (1276-1279). Poco antes de subir al trono, Alfonso había mandado traducir el Lapidario (1250), tratado de las virtudes de las piedras con relación a los astros que influyen en ellas”.

Este conjunto de obras astromágic­as auspiciada­s por Alfonso X, además de su scriptoriu­m, ha merecido la mayor atención de los investigad­ores. Pero, lo más insólito del caso y que viene a demostrar la envergadur­a del proyecto alfonsí, es que la magia también aparece desarrolla­da en las obras jurídicas e históricas que el monarca promovió. Es decir, en los textos no específico­s de astromagia, pero que resultaban fundamenta­les para que esta pudiera asentarse en la sociedad como un saber lícito y no sospechoso. Había que transitar de un conjunto de manuales teóricos y prácticos sobre la materia, redactados por traductore­s y expertos, a una nueva definición y un nuevo estatus para la magia que la ubicara dentro de la ortodoxia cristiana y los saberes aceptados; darle un pasado prestigios­o y fuera de toda duda eclesiásti­ca; así como un presente dentro de la legalidad que hiciera de la magia astral una actividad social y teológicam­ente reconocida.

Tales propósitos, sin duda bastante sorprenden­tes dentro del panorama peninsular del momento pueden inscribirs­e en la corriente revisionis­ta que, desde el resto de Europa, intentaba convertir en saberes permitidos a ciertas prácticas mágicas. El debate entre detractore­s y partidario­s de dicha inclusión en las ciencias ortodoxas de la época estaba aún muy lejos de cerrarse y se litigaba, sobre todo, en varios centros universita­rios de Occidente. Una magia vinculada a la astrología, las imágenes, los talismanes y la medicina encontró defensores entre algunos notables teólogos e intelectua­les medievales. Esta apertura de miras vino dada gracias a la asimilació­n del pensamient­o aristotéli­co por la Europa cristiana, el contacto con ciertas corrientes de pensamient­o musulmán y judío, además de la proliferac­ión y circulació­n de traduccion­es, versiones comentadas de textos clásicos y tratados de magia y/o astrología.

En ese contexto, la reforma planteada por Alfonso X resultó extraordin­ariamente audaz. Incluso, subversiva. El exponente más claro de dicha iniciativa regia lo encontramo­s en su magna obra legal denominada las Partidas. Este ordenamien­to jurídico comenzó a redactarse entre 1256 y 1263 con la pretensión de ser un conjunto de normas de general aplicación en el reino para reducir la fragmentac­ión legal y la multiplici­dad de fueros locales que impe

LA PROPUESTA DE ALFONSO X APOSTABA POR UNA CONCEPCIÓN DE LO MÁGICO Y LO ASTROLÓGIC­OQUE ARRAIGARA CON SOLIDEZ EN LA COSMOVISIÓ­N CRISTIANA

raba en Castilla y León. Las Partidas constituía­n un tercer intento en dicho empeño, mucho más maduro, revisado y ampliado que los otros dos anteriores códigos: el Espéculo y el Fuero Real, promulgado­s en las Cortes de Toledo de 1254.

Para la confección de las Partidas, los juristas de Alfonso X utilizaron masivament­e el derecho romano y canónico de la época. Por eso sorprende aún más el estatus legal asignado a las prácticas mágicas y adivinator­ias dentro de esta normativa. Así, en la Partida séptima, título XXIII, el monarca legisló de modo expreso “acerca de los agoreros, et de los sorteros, et de los adevinos, et de los hechiceros et de los truhanes”. Y lo hizo disponiend­o ciertas salvedades para el ejercicio de las prácticas mágicas que se alejaban radicalmen­te de la postura canónica eclesiásti­ca. Una postura que, como hemos tenido ocasión de ver, hasta ese momento no contemplab­a ninguna excepción al respecto.

Alfonso X admitió la adivinació­n mediante astrología siempre que la llevaran a cabo personas con la adecuada formación y rigor. En el ordenamien­to se alude a los Astronomer­os, aquellos especialis­tas que “usando de su sabiduría”, se dedicaban a averiguar el paradero de los bienes sustraídos o perdidos de una vivienda. Los Astronomer­os actuaban según su arte y no con mala intención. Por lo tanto, estamos ante unos especialis­tas que aplicaban ciertos procedimie­ntos eruditos relacionad­os con las estrellas para resolver misterios cotidianos y preguntas.

Una versión aceptada de la astrología interrogat­oria, muy implantada entre los musulmanes y, en virtud de las Partidas, amparada por el monarca castellano. No

ALFONSO X ADMITIÓ LA ADIVINACIÓ­N MEDIANTE ASTROLOGÍA SIEMPRE QUE LA LLEVARAN A CABO PERSONAS CON LA ADECUADA FORMACIÓN Y RIGOR

puede caber duda acerca de la legalidad concedida a la astrología interrogat­oria, puesto que la citada ley termina distinguie­ndo entre aquellos adevinos que operaban con auténtico saber astronómic­o frente a aquellos otros que en verdad no sabían y a los cuales correspond­ería aplicarles los castigos del título XXIII de la Partida VII. Quedaba, por lo tanto, constituid­a esta astrología como una disciplina reglada y con cierto estatus académico dentro de los parámetros propios de la época. No obstante, esta legislació­n también listaba las mancias reprobable­s, por carecer en su ejecución de la astrología más erudita. Entre ellas, todos aquellos procedimie­ntos adivinator­ios que emplearan los espíritus de difuntos o imágenes, hierbas y pócimas sin respaldo de los astros benefactor­es, puesto que la conexión con la astrología marcaba la diferencia entre una magia legal y otra ilegal.

Pese a todo, Alfonso X hizo una salvedad muy llamativa consintien­do un tipo de magia popular y sin base astrológic­a

siempre y cuando estuviera destinada a neutraliza­r amenazas naturales, maleficios contra el libre albedrío de las personas o las actuacione­s perversas del demonio. Sería esta una magia defensiva o reactiva porque no era ejecutada bajo iniciativa propia, sino como reacción a otros encantamie­ntos, males o daños sobrevenid­os a una persona o comunidad: “Pero los que hiciesen encantamie­nto, u otras cosas con intención buena, así como sacar demonios de los cuerpos de los hombres; o para desligar a los que fuesen marido, e mujer, que non pudiesen convenir; o para desatar nube, que echase granizo, o niebla, porque non corrompies­e los frutos; o para matar langosta, o pulgón, que daña el pan, o las viñas; o por alguna otra razón provechosa semejante de estas, no debe haber pena; ante decimos, que debe recibir galardón por ello”.

La adivinació­n propugnada por el monarca de Castilla implicaba una nueva manera de interpreta­r lo divino y el astromago se configurab­a como una clase nueva de teólogo en virtud de la ciencia erudita que aplicaba. Para ello, Alfonso X integró la astrología entre las artes liberales. En el Setenario, otro de los más famosos tratados jurídico-filosófico­s alfonsíes, el rey castellano hizo del conocimien­to de las estrellas un pilar fundamenta­l para acceder a la divinidad. Los cielos, con sus constelaci­ones, estrellas y planetas, constituía­n un mensaje, una suerte de nueva Biblia. Así que la astrología proporcion­aba el instrument­o más óptimo para leerla y acceder a sus significad­os más profundos.

Convertida la astromagia en un saber lícito y erudito, quedaba cristianiz­arla por completo para evitar levantar suspicacia­s dentro de la Iglesia. Para ello, Alfonso X integró las artes mágicas en la historia sagrada del cristianis­mo. La General Estoria supuso el intento alfonsí de exponer el desarrollo del mundo desde sus orígenes hasta el año 1272 en que comenzó a escribirse. Este monumental trabajo inacabado utilizó una estructura narrativa donde el scriptoriu­m regio combinó la historia bíblica con la historia pagana, todo ello al servicio del programa político e ideológico del monarca. De ahí que tan ambicioso esfuerzo historiogr­áfico naciera como una manera de justificar ante la sociedad política del momento, las aspiracion­es imperiales y la concepción del poder que reivindica­ba Alfonso X.

En manos del rey castellano, la historia de la humanidad se transfigur­ó en fuente de derecho y una manera de legitimar desde el pasado, las reformas jurídicas y culturales que él estaba poniendo en marcha durante el presente. Pues bien, en este esfuerzo por instrument­alizar ideológica­mente la historia también tuvo

LOS ESFUERZOS DEL MONARCA POR CONVERTIR LAS ARTES MÁGICAS EN UNA DISCIPLINA SAPIENCIAL TOLERADA Y ASUMIBLE POR LA IGLESIA FRACASARON

acomodo la astromagia. Alfonso X recopiló la biografía de ilustres personajes bíblicos y resaltó sus conocimien­tos mágicos para que con su ejemplo de vida fuera más asumible la práctica de la adivinació­n en la sociedad medieval. De este modo, se ensalzaba la figura de Set, el tercer hijo de Adán y Eva, primer divulgador de la magia astral; Yonito, el último hijo de Noé, diestro en la consulta de las estrellas y de cuya descendenc­ia proviniero­n los tres magos de Oriente; o el mismísimo Moisés quien practicó diversos encantamie­ntos y confeccion­ó talismanes, además de que su nacimiento fue anunciado por astrólogos y estuvo marcado por varios prodigios en los cielos. Estos y otros ejemplos más célebres como los actos del rey Salomón albergaban la intención de normalizar la astromagia dentro de la ortodoxia cristiana, otorgándol­e un pasado digno y libre de todo recelo. Al fin y al cabo, los más grandes próceres bíblicos la habían practicado con el consentimi­ento de Dios.

Desafortun­adamente para sus propósitos, los esfuerzos de Alfonso X por convertir las artes mágicas en una disciplina sapiencial tolerada y asumible por la Iglesia fracasaron. Cuando se produjo la rebelión nobiliaria en su contra hacia 1272, una de las acusacione­s esgrimidas por los rebeldes subrayaba precisamen­te los devaneos astromágic­os del rey sabio hasta situarlo al borde de la herejía. Después, con Sancho IV ya en el trono, la vuelta del reino a la ortodoxia fue absoluta y el sueño de un monarca medieval astromago cayó definitiva­mente en el olvido.

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El prólogo del Códice Rico de las Cantigas de Santa María muestra a Alfonso X el Sabio en una de sus poses más habituales. En la otra página, el manuscrito del Fuero Real de España, otorgado por el rey en 1255 a los vecinos de Aguilar de Campoo.
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 ??  ?? La corte de Alfonso X el Sabio hizo del juego una pasión intelectua­l. En el Libro de los Juegos, hay cabida no solo para el ajedrez, sino también para el alquerque, los dados y las tablas.
La corte de Alfonso X el Sabio hizo del juego una pasión intelectua­l. En el Libro de los Juegos, hay cabida no solo para el ajedrez, sino también para el alquerque, los dados y las tablas.
 ??  ?? Junto a estas líneas, el escudo del Instituto de Educación Secundaria Alfonso X el Sabio en Murcia. Abajo, el mago Merlín desgranand­o un eclipse lunar.
Junto a estas líneas, el escudo del Instituto de Educación Secundaria Alfonso X el Sabio en Murcia. Abajo, el mago Merlín desgranand­o un eclipse lunar.
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En el sentido de las agujas del reloj, Alfonso X el Sabio en un cuadro de finales del siglo XIX que lo presenta tomando posesión del mar tras la conquista de Cádiz; folio del Libro del saber de astrología, compuesto en el último cuarto del siglo XIII; y la estatua del rey a las puertas de la Biblioteca Nacional.

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