A LAS 02:56 UTC DEL 21 DE JULIO DE 1969,
Neil Alden Armstrong pisó el suelo de la Luna. Él y sus dos compañeros, Buzz Aldrin y Michael Collins, eran los miembros de la misión espacial estadounidense Apolo 11. Armstrong, ya fallecido, ostenta desde entonces un récord que sólo se igualará cuando se envíe una misión tripulada a Marte (si sucede tal cosa): ha sido el único ser humano que ha pisado en solitario la superficie de otro mundo. Algo después, Aldrin también pisó el suelo lunar y describió perfectamente en dos palabras aquel lugar de quietud, sin viento, todo roca y polvo: Magnificent desolation (Magnífica desolación). Y, en efecto, no había signo alguno de vida. No había nadie. No salió a su encuentro ningún selenita de los que han poblado la literatura fantástica desde la Antigüedad, como el rey de la Luna que, montado en un buitre gigantesco de tres cabezas, recibió a Luciano de Samosata después de que este autor del siglo II d.C. llegara en un barco arrastrado por una tormenta. Ni tampoco uno de los gigantescos hombres cuadrúpedos con los que mil cuatrocientos años más tarde se topó Cyrano de Bergerac y que lo llevaron a su ciudad, donde el pobre terrícola entretendría a los viandantes haciendo monerías atado a una cuerda (en esto, desde luego, Armstrong y Aldrin tuvieron suerte). Podríamos considerar la misión del Apolo 11 como el último de los grandes viajes de exploración realizados por la humanidad, que han aumentado nuestro conocimiento a costa de reducir el vasto reino de la imaginación. O eso parece, porque ¿quién sabe si el buitre de tres cabezas –o algo peor, o mejor– nos espera en alguno de los planetas a los que tal vez lleguemos un día?