Después del año Mil: la agenda oculta del románico
Las iglesias que surgieron por toda Europa occidental al cabo del primer milenio daban testimonio de la pujanza, la seguridad y el fervor espiritual de la Cristiandad latina
Todos se hallaban bajo el efecto del terror originado por las calamidades de la época precedente y atenazados por el miedo de verse arrancar en el porvenir las dulzuras de la abundancia». Así se expresaba uno de los testigos más atentos de la época: Raúl Glaber, un monje de psicología atormentada que anduvo errante por Borgoña de abadía en abadía.
El final del miedo
La eclosión de iglesias de piedra y mortero en un estilo que hoy llamamos «románico» era, en efecto, la respuesta al miedo tras años de pensar en el fin de los tiempos anunciado en el libro del Apocalipsis de san Juan. La voz del milenarismo se debilitaba a medida que los indicios mostraban un futuro prometedor para la Cristiandad latina, una civilización que se vio capaz de vencer las dificultades con sus propios medios materiales y mentales. Los campos se llenaron de buenas cosechas debido a la difusión de las mejoras del utillaje agrario (arado con ruedas y reja disimétrica, collera rígida, rotación trienal), que hicieron retroceder las hambrunas y estimularon una mejor alimentación a base de proteínas vegetales procedentes de las leguminosas.
Además, los campesinos se encontraron protegidos de los ataques de los pueblos nómadas, acostumbrados a saquear las aldeas. Ello se debía a que los señores de la guerra, ahora al servicio de tupidas redes nobiliarias, habían tomado a su cargo la defensa del territorio a cambio de una porción del mismo. Este trozo de tierra era conocido como feudo, por lo que aquel sistema recibió el nombre de feudalismo.
Los caminos se llenaron de peregrinos que iban en romería o se atrevían a marchar lejos de sus casas, a Santiago de Compostela, Roma o Jerusalén. Los más atentos al valor de esas masas en movimiento, los artesanos y mercaderes que habitaban en los barrios periféricos de las ciudades, los burgos (de ahí que se les llamara«burgueses»), creyeron en un mundo donde se podía alcanzar la prosperidad gracias a los beneficios económicos que se obtenían del intercambio de mercancías en los mercados.
Al servicio de Dios
Una parte de esos beneficios fue a parar a la construcción de iglesias, monasterios, abadías o ermitas. Lugares de culto que fomentaban la creencia en Cristo como salvador del mundo entre la población campesina, dada hasta entonces a creer en las deidades de los bosques o las montañas. La cristianización se hizo gracias a la carga simbólica de los edificios de estilo románico, con sus bóvedas de cañón o de arista, sus ábsides, sus majestuosos contrafuertes y sus elegantes campanarios. Todo al servicio de un Señor, Dios del universo, que con el paso de los años sería representado en los ábsides, en pinturas de elegante colorido, o en las esculturas que decoraban los tímpanos, también de un potente cromatismo.
Después del año Mil, la sociedad del Occidente europeo se encontró consigo misma, comprendió el sentido de su fe y la ambición de propagarla por el mundo. La Iglesia se adaptó al cambio promoviendo la reforma gregoriana, quizás el hecho más significativo hasta ese momento en su larga historia. Mientras tanto, la toma de conciencia estimuló la memoria y con ella la consolidación de auténticas constelaciones familiares que adoptaron el estilo de vida caballeresco. En las ciudades se llevaron a cabo los ajustes necesarios para que la gente no tonsurada pudiera estudiar en las escuelas catedralicias. Todas esas mejoras son la agenda oculta del arte románico.
Los caminos se llenaron de peregrinos que se atrevían a marchar lejos de sus casas, a Santiago, Roma o Jerusalén