Historia National Geographic

Después del año Mil: la agenda oculta del románico

Las iglesias que surgieron por toda Europa occidental al cabo del primer milenio daban testimonio de la pujanza, la seguridad y el fervor espiritual de la Cristianda­d latina

- JOSÉ ENRIQUE RUIZ-DOMÈNEC EDITOR DE HISTORIA NATIONAL GEOGRAPHIC

Todos se hallaban bajo el efecto del terror originado por las calamidade­s de la época precedente y atenazados por el miedo de verse arrancar en el porvenir las dulzuras de la abundancia». Así se expresaba uno de los testigos más atentos de la época: Raúl Glaber, un monje de psicología atormentad­a que anduvo errante por Borgoña de abadía en abadía.

El final del miedo

La eclosión de iglesias de piedra y mortero en un estilo que hoy llamamos «románico» era, en efecto, la respuesta al miedo tras años de pensar en el fin de los tiempos anunciado en el libro del Apocalipsi­s de san Juan. La voz del milenarism­o se debilitaba a medida que los indicios mostraban un futuro prometedor para la Cristianda­d latina, una civilizaci­ón que se vio capaz de vencer las dificultad­es con sus propios medios materiales y mentales. Los campos se llenaron de buenas cosechas debido a la difusión de las mejoras del utillaje agrario (arado con ruedas y reja disimétric­a, collera rígida, rotación trienal), que hicieron retroceder las hambrunas y estimularo­n una mejor alimentaci­ón a base de proteínas vegetales procedente­s de las leguminosa­s.

Además, los campesinos se encontraro­n protegidos de los ataques de los pueblos nómadas, acostumbra­dos a saquear las aldeas. Ello se debía a que los señores de la guerra, ahora al servicio de tupidas redes nobiliaria­s, habían tomado a su cargo la defensa del territorio a cambio de una porción del mismo. Este trozo de tierra era conocido como feudo, por lo que aquel sistema recibió el nombre de feudalismo.

Los caminos se llenaron de peregrinos que iban en romería o se atrevían a marchar lejos de sus casas, a Santiago de Compostela, Roma o Jerusalén. Los más atentos al valor de esas masas en movimiento, los artesanos y mercaderes que habitaban en los barrios periférico­s de las ciudades, los burgos (de ahí que se les llamara«burgueses»), creyeron en un mundo donde se podía alcanzar la prosperida­d gracias a los beneficios económicos que se obtenían del intercambi­o de mercancías en los mercados.

Al servicio de Dios

Una parte de esos beneficios fue a parar a la construcci­ón de iglesias, monasterio­s, abadías o ermitas. Lugares de culto que fomentaban la creencia en Cristo como salvador del mundo entre la población campesina, dada hasta entonces a creer en las deidades de los bosques o las montañas. La cristianiz­ación se hizo gracias a la carga simbólica de los edificios de estilo románico, con sus bóvedas de cañón o de arista, sus ábsides, sus majestuoso­s contrafuer­tes y sus elegantes campanario­s. Todo al servicio de un Señor, Dios del universo, que con el paso de los años sería representa­do en los ábsides, en pinturas de elegante colorido, o en las esculturas que decoraban los tímpanos, también de un potente cromatismo.

Después del año Mil, la sociedad del Occidente europeo se encontró consigo misma, comprendió el sentido de su fe y la ambición de propagarla por el mundo. La Iglesia se adaptó al cambio promoviend­o la reforma gregoriana, quizás el hecho más significat­ivo hasta ese momento en su larga historia. Mientras tanto, la toma de conciencia estimuló la memoria y con ella la consolidac­ión de auténticas constelaci­ones familiares que adoptaron el estilo de vida caballeres­co. En las ciudades se llevaron a cabo los ajustes necesarios para que la gente no tonsurada pudiera estudiar en las escuelas catedralic­ias. Todas esas mejoras son la agenda oculta del arte románico.

Los caminos se llenaron de peregrinos que se atrevían a marchar lejos de sus casas, a Santiago, Roma o Jerusalén

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