DE ELLAS PERDURAN

algunos recuerdos (una placa en Edimburgo, allí donde se las quemaba…) y su imagen como reclamo turístico. Sus gritos de dolor, su miedo ante la tortura y la muerte ¿quién los recordará? Brujas. Mujeres pobres, viudas que no tenían qué comer, como Margaret Harkett, colgada en 1585. Había recogido una canasta de peras en el campo del vecino sin pedir permiso. Cuando se las reclamaron, las arrojó al suelo con violencia; desde entonces ninguna pera creció en el campo. El sirviente de William Goodwin se negó a darle levadura, y su alambique para destilar cerveza se secó. Fue golpeada por un alguacil que la había visto robando madera del campo del señor; el alguacil enloqueció. Un vecino no le prestó un caballo; todos sus caballos murieron... En Escocia e Inglaterra (Margaret era de Stanmore, no lejos de Londres), la caza de brujas arreció cuando se privatizaron los bienes comunales –bosques, prados– que permitían sobrevivir a los más desfavorecidos. Porque si se te niega todo, ¿qué te queda sino maldecir y amenazar? También se ha señalado que, en los últimos cuarenta años del siglo XVI (más tormentosos y fríos de lo normal, en el marco de la llamada «pequeña edad de hielo»), el deterioro del clima arruinó las cosechas y provocó enfermedades en el ganado, para todo lo cual se buscaron culpables. Podemos comprender esa monstruosa persecución, pero nunca podremos revivir el pánico que se siente cuando acercan a tu cuerpo esa larga aguja para hundirla en tu carne buscando la marca del diablo, te desnudan para encontrarla o te conducen entre los insultos y las burlas de tus convecinos al patíbulo donde tu cuerpo arderá ante su alegría o su indiferencia.