Los niños cruzados
El escritor francés Marcel Schwob hizo de su magnífico relato sobre la cruzada infantil una extraordinaria parábola sobre la fe y el sacrificio
Un relato de Marcel Schwob evoca este episodio de fe y sacrificio infantil.
En 1896, el célebre poeta y novelista Marcel Schwob publicó un breve cuento con el título Croisade des enfants, donde recreaba la leyenda de que allá por el mes de mayo de 1212, mientras los mayores cabalgaban hacia las Navas de Tolosa para luchar contra los almohades, los niños franceses se entregaban en cuerpo y alma a las prédicas de un exaltado muchacho de nombre Esteban, oriundo de la pequeña ciudad de Cloyes, que les empujó a dejar a sus madres para marchar a Tierra Santa y rescatar Jerusalén de los musulmanes. Otro exaltado de origen alemán, un tal Nicolás, hizo algo parecido ante la tumba de los Reyes Magos en la catedral de Colonia. Schwob rellenó el suceso con lo que la historia no había sido capaz de decir sobre esa cruzada de los pueri, de los niños.
Al descubrir en 1917 el bello cuento de Schwob, el hacendado y escritor mexicano Rafael Cabrera decidió hacer una versión española para la editorial Cultura de México: decir traducción se queda corto, y recurro para ello a la autoridad de Jorge Luis Borges, que prologó este texto en una edición argentina en 1949, hoy considerada de culto. Allí dejó dicho lo que pensaba del hecho y del texto de Schwob: «La historia de los niños que anhelaron rescatar el sepulcro». Y esta afirmación es acertada porque refleja la propia trayectoria de Schwob: de joven compartió vivencias con su padre en la ciudad de Nantes, incluso su relación con Julio Verne, vivencias que completó en París a partir de 1884, cuando descubrió la poesía de François Villon y a través de ella ese inmenso caudal de sueños imposibles encerrado en la Edad Media.
Schwob adoptó entonces un tono vital propio de la Belle Époque que le llevó a dos hechos decisivos: casarse con la actriz Marguerite Moreno en 1895 y escribir un año después el famoso cuento sobre la cruzada de los Niños. Luego comenzó la deriva hacia el final, viajó a Samoa tras la pista de Robert Louis Stevenson (pero el autor de La isla del tesoro falleció antes de que él llegara), enfermó inesperada y estúpidamente, y murió sin haber cumplido treinta y siete años.
Los inocentes
Los amados de los dioses mueren jóvenes, y con esa creencia, Schwob se adentra en un acontecimiento decisivo para entender la mentalidad medieval. Recrea la crónica de Colonia, coetánea del acontecimiento, y se dispone a glosarla. Así: «Por aquel tiempo los niños, sin guía y sin jefe, corrían precipitadamente de las ciudades y pueblos de todas las regiones hacia el otro lado del mar, y cuando se les preguntó a dónde iban, respondieron: hacia Jerusalén, a buscar la Tierra Santa… Todavía se ignora lo que haya sido de ellos. Muchos volvieron y al preguntarles la causa de su viaje dijeron que no sabían. También por aquel entonces mujeres desnudas que nada decían pasaron corriendo por las ciudades y por los pueblos». Entonces comienza su búsqueda. Diez personajes narran la experiencia, entre ellos tres niños: Nicolás, Alain y Dionisio, en su ruta de «grandes esperanzas» convencidos de que «pronto verán el mar azul».
Schbow describe la cruzada de los Niños como un esfuerzo por alcanzar la alegría que sigue al sacrificio de aquellos Nuevos Inocentes, como un testigo seglar de la revelación de los planes de Dios. Pues Él mismo entregó a su «niño» para arrancarnos contra nuestra voluntad los pecados del alma. Sitúa el plano de la vivencia infantil como la mejor explicación de las enigmáticas palabras del Evangelio de Marcos: «Dejad que los niños se acerquen a mí; no se lo impidáis; de los que son como ellos es el Reino de Dios».
Diez personajes narran su experiencia, entre ellos tres pequeños convencidos de que «pronto verán el mar azul»