La primera acera moderna
En 1762, las autoridades de Londres emprendieron una reforma de las calles para crear un espacio reservado a los viandantes, separado del tráfico y de la suciedad
En la década de 1760 Londres saneó sus calles y dotó a los peatones de un espacio propio en ellas.
Caminar por la acera es algo tan común hoy en día que no suele pensarse que, como todo, la acera también tiene su historia. Las ruinas de Pompeya demuestran como ya en la Antigüedad existían calles con espacios para viandantes elevados sobre un bordillo reforzado con sillares para separarlos del resto del tráfico. A pesar de ello, en las ciudades de la Europa medieval y moderna las calles consistían en pistas de tierra sin pavimentar, por donde animales y personas se movían mezclados. El ideal romántico de «pasear por las aceras» se atribuye a las reformas
del siglo XIX, en particular la de París bajo Napoleón III (1852-1870). Sin embargo, ya la ciudad de Londres había inventado –o reinventado– el modelo de la calle con acera mediante la llamada ley de Pavimentado e Iluminación, de 1766.
Calles sucias y oscuras
En el siglo XVIII, Londres era una urbe fabril, pionera en la revolución industrial. Sus cerca de 600.000 habitantes la situaban como la ciudad más poblada de Europa. Ello se reflejaba en el incesante ajetreo de las calles. La actividad mercantil alimentaba el movimiento de cientos de carretillas, carruajes y toda clase de comerciantes y trabajadores –sin olvidar la multitud de animales de tiro–. A cada momento se formaban aglomeraciones en torno a comerciantes ambulantes, mítines políticos, ejecuciones, incendios o peleas entre vecinos.
Atravesar la ciudad en un carruaje podía ser complicado, pues los atascos eran habituales; por ejemplo, en 1749 se formó uno en el Puente de Londres que necesitó tres horas para hacer fluir el tráfico. Además, las calles estaban pavimentadas con cantos rodados poco aptos para el tráfico, y los socavones y los tramos de tierra pisada eran comunes.
Aún peor lo tenían los viandantes, quienes debían sortear las numerosas aguas estancadas y la acumulación de deshechos animales y humanos que eran arrojados a las calzadas. Durante los días de lluvia, unos cien al año, el agua mezclaba todos estos elementos y los transformaba en un lodo resbaladizo que no era posible drenar. En 1765, un visitante francés notaba que las calles de la capital británica estaban «eternamente cubiertas de suciedad» y «pavimentadas de tal modo que apenas si es posible encontrar un punto en el que poner el pie».
La falta de un espacio peatonal delimitado hacía que personas y carros se desplazaran juntos. La única separación ocasional se encontraba ante los edificios importantes, y la formaban las líneas de bolardos de madera donde se ataba a los animales. Los puestos de venta colocados en medio de la calle eran un obstáculo adicional para los paseantes.
En 1754, Joseph Massie y John Spranger reaccionaron contra esta situación y demandaron una reforma urbana que permitiera caminar por las calles con un mínimo de comodidad e higiene. Había que crear, decían, una red de«nuevas y magníurbanísticas
ficas calles», limpias, pavimentadas e iluminadas. En 1762, el Parlamento británico recogió la propuesta y aprobó una ley de Pavimentado e Iluminación para el distrito de Westminster que se extendió a la City de Londres en 1766.
A salvo de salpicaduras
Las 42 páginas y 92 artículos de la norma introdujeron en Londres –y en la Europa moderna– las calles con acera que hoy nos son familiares. Por primera vez el peatón londinense podía caminar en un andén ancho bien pavimentado. El bordillo elevaba a las personas sobre los carruajes y el fango de la vía. Se dio la orden de que las tiendas despejaran sus mercancías de la calle, y se eliminaron aquellos bolardos que dificultaran el paso. Las lámparas privadas se sustituyeron por un sistema municipal de farolas de aceite, precursor de la iluminación de gas. Para facilitar la orientación de los viandantes se colocaron señales con el nombre de las calles y el número de los edificios. La acera se convirtió así en un bien público, con leyes que lo ordenaban y protegían.
Aunque los cambios no se aplicaron de igual manera ni con la misma rapidez a todas las calles de Londres, apenas cuatro años después la capital británica ya era considerada «la ciudad mejor pavimentada e iluminada de Europa». Tras un viaje que hizo a Inglaterra en 1782, el alemán Carl Philip Moritz manifestó su sorpresa ante la posibilidad de pasear con tranquilidad por las aceras londinenses: «Un extranjero agradece las aceras hechas de piedras anchas, que se extienden a ambos lados de las calles, en las que se siente tan seguro frente al temible ajetreo de los carros y carruajes como si estuviera en su propia habitación».
le pasó al licenciado Bartolomé de Medina, quien lo califica como «una de las grandes cosas del mundo».
Rituales peregrinos
Satisfechas las necesidades físicas más inmediatas, los peregrinos se apresuraban a cumplir con los ritos que hacían de la catedral de Santiago una suerte de catálogo de deberes sin los cuales no podía considerarse plenamente coronada la peregrinación. Además de lavar el cuerpo era imprescindible limpiar el alma para alcanzar «la gran perdonanza», la indulgencia plenaria de todos los
ganar la indulgencia prometida y no se debía olvidar la costumbre de propinar un cabezazo a la frente del «santo dos croques», el supuesto autorretrato del Maestro Mateo arrodillado a los pies del Pórtico de la Gloria, su obra cumbre; según la creencia popular, esta práctica transmitía inteligencia e ingenio.
Rezar ante las reliquias
Las tradiciones se prolongaban con la visita a la capilla del Rey de Francia, fundada en 1447 por Luis XI cuando todavía era príncipe y cuyo culto se mantenía gracias a una renta establecida por dicho monarca. En esa capilla, como nos recuerda el sastre Manier, había que orar ante el cuerpo de san Fructuoso, que en el siglo XII había traído de Braga el arzobispo Gelmírez junto a otros sagrados despojos, entre los que se contaban los de san Silvestre y santa Susana, conservados en la capilla de las Reliquias.
No se podía dejar de tocar el bordón del Apóstol, que fue encerrado en una columnita de plomo y bronce para evitar su deterioro tras advertir intentos de arrancar astillas de él, cosa que presenció el noble checo Leo de Rozmithal, que peregrinó en 1466. El ritual jacobeo se completaba haciendo una parada en la fuente en la que, según se cree, pararon a beber los toros amansados que tiraron del carro que llevó desde Padrón a Compostela el cuerpo de Santiago para ser enterrado en lo que entonces era un bosque deshabitado.
Esa fuente, con fama de milagrosa y curativa desde que el beato Franco de Siena (1211-1291) recuperó la vista mojándose los ojos con su agua, aún se encuentra al final de la popular Rúa do Franco, la calle de los vinos por antonomasia del casco histórico santiagués. Con agua y posiblemente vino suficientes en el cuerpo y en las calabazas, los más cumplidores –como cuenta el austríaco Christoph Gunzinger, peregrino en 1655– proseguían la ruta hacia el fin del mundo: el Finis Terrae, el cabo de Finisterre, a postrarse ante el Cristo da barba dourada y visitar la ermita de San Guillermo, que según la leyenda fue morada del duque Guillermo X, padre de Leonor de Aquitania, muerto ante el altar de Santiago el Viernes Santo de 1137. Ver la puesta de sol más hermosa de Occidente era el mejor broche para un Camino repleto de resonancias paganas convenientemente cristianizadas.
Para saber más
ENSAYO El viaje a Compostela de Cosme III de Médici X. A. Neira Cruz. Xunta de Galicia, Santiago de Compostela, 2004. Caminaron a Santiago K. Herbers; R. Plötz. Xunta de Galicia, Santiago de Compostela, 1998.