El peregrino en Santiago
Antaño, como hoy en día, el viaje a Santiago terminaba con la realización de diversos rituales en la catedral compostelana
A su llegada a la catedral compostelana, el peregrino debía cumplir con toda suerte de ritos.
Llegamos a Compostela, que está toda ella rodeada por colinas […]. La ciudad no es grande, aunque sí antigua y con un muy buen amurallamiento fortificado con numerosas torres. La comarca es francamente buena, y los huertos de la ciudad están llenos de naranjos, limoneros, manzanos, melocotoneros, ciruelos y otros árboles frutales. Pero la población de allí es sucia (tienen cerdos, que venden baratos) y perezosa; se preocupa poco de trabajar la tierra y vive principalmente de lo que gana de las peregrinaciones».
De este modo describió Hyeronimus Münzer, ciudadano de Núremberg, su entrada en Santiago el 13 de diciembre de 1494. Quizá pesaron sobre su juicio los rigores del Camino, bien conocidos en los territorios alemanes a través de coplillas y canciones como ésta: «¡El que quiera ser desdichado / que se anime y sea
mi compañero / por los caminos de Santiago!». En todo caso, es un hecho que llegar a Compostela suponía una auténtica aventura de resultados impredecibles. Así, era habitual hacer testamento antes de salir de casa, como hicieron los clérigos catalanes Geribert y Bofill, en 1023, y Ramón Guillén, en 1057, disponiendo el reparto de sus bienes en caso de no regresar con vida de la peregrinación.
Un viaje duro
La ambivalencia que embarga a Münzer al hablar de la ciudad y sus habitantes era frecuente entre los caminantes que llegaron antes del siglo XVII, cuando Santiago era un villorrio de casuchas de madera y callejuelas enlodazadas. En cambio, durante el Barroco los visitantes penetraban en una ciudad que había experimentado una gran transformación urbanística, cuyo resultado fue el conjunto monumental que ha llegado hasta nuestros días.
Del cansancio acumulado, y también de los problemas de salud ocasionados por las largas caminatas repletas de privaciones, los peregrinos podían recuperarse en el Hospital Real, fundado por los Reyes Católicos, construido en gótico plateresco por Enrique de Egas y activo desde 1499. El Hospital ofrecía cura, cobijo y manutención durante tres días a todo peregrino que mostrase la «Auténtica» o «Compostela», es decir, el diploma que aún hoy acredita que la peregrinación ha sido cumplida según lo establecido. El edificio (convertido desde 1954 en un hotel de gran lujo) impactaba a los visitantes, como