EDITORIAL
HAY GRANDEZA en esta concepción de que la vida, con sus diferentes facultades, recibió aliento inicial en unas cuantas formas o en una sola, y que, mientras este planeta ha ido girando según la constante ley de la gravitación, se han desarrollado, y se están desarrollando, a partir de un comienzo tan sencillo, infinidad de formas cada vez más bellas y maravillosas». Con estas palabras cierra Darwin El origen de las especies. Publicado hace exactamente 160 años, en este libro explicaba la extraordinaria variedad de la vida sobre la Tierra sin acudir a otro principio que no estuviera contenido en la misma vida. Siglos atrás, Copérnico y Galileo tampoco habían necesitado recurrir a lo sobrenatural para desentrañar la mecánica celeste. Al explicar el mundo, los científicos parecen dejarnos solos en él. Si somos una especie más de las que han poblado este planeta, ¿qué hay de singular en nosotros? Si este planeta es uno más de los billones que forman nuestra galaxia, la Vía Láctea, ¿qué tiene de especial? Podría parecer que la ciencia desafía la idea de que nuestra existencia tenga un sentido, pero, en realidad, le confiere uno: estamos en la Tierra. Gozamos del cielo azul, del rumor de la brisa en el bosque, de la eterna sonrisa del mar o de la nieve que se arremolina en las cumbres. Pero esa belleza no es infinita ni propiedad nuestra. La compartimos con los seres que pueblan el aire, los montes, los océanos. Éste es el sentido, un posible sentido, de nuestra existencia: cuidar de nosotros y de ellos, de este mundo y de la admirable diversidad que fascinó a Darwin. Dar tanta vida como hemos recibido y conservarla para las generaciones futuras. Porque no hay un plan B para la Tierra.