El Prado, arte para todos
Si algo caracteriza a esta institución dos veces centenaria es la voluntad de divulgar el conocimiento y fomentar el gusto por el arte
Luis Eusebi concibió el catálogo del Prado como una guía que ayuda a sus visitantes a apreciar las obras de arte.
EnEn 1819 se fundaba el Museo del Prado. Su sede era el edificio construido por el arquitecto Juan de Villanueva en la Colina de las Ciencias, epicentro urbanístico de los ideales de la Ilustración española. Destinado a ser Real Gabinete de Historia Natural para hermanarse con sus vecinos Real Jardín Botánico y Real Observatorio Astronómico, acabó siendo el lugar elegido para depositar 311 pinturas de la casa real como primer paso de un museo conocido con el nombre del paseo donde se levanta, el Salón del Prado. Fue el núcleo de una pinacoteca de alcance nacional, creada en años de conjuras y guerras. Hoy, esas 311 obras se han transformado en 38.344. Para acogerlas, el caserón ha soportado remodelaciones y adiciones como la de 1868, que lo convirtió en Museo Nacional acorde con los ideales de la Gloriosa Revolución; o la de 1905, que integró el muuseo en la ciudad sin olvidar el espíritu que anida en él.
El catálogo
El pintor Luis Eusebi intentó comprender ese espíritu en su trabajo de catalogación de las piezas que iban llegando como un goteo al caserón de Villanueva: primero aquellas 311, luego 512 (de las que destaca el fondo italiano con 195 piezas), finalmente miles. De todas ellas, y en tres fases, 1819, 1823 y 1824, hizo un listado que recoge tema, autor y fecha; e incluso una primera ordenación según el lugar que debían ocupar los cuadros en las tres salas acondicionadas para tal función. Fueron tres catálogos sucesivos hechos entre espasmos nacionalistas y atención a los visitantes, por lo que uno se redactó en francés, quizá para contentar a los Cien Mil hijos de San
Luis, las tropas galas que restauraron la monarquía absoluta de Fernando VII.
Era un paso en falso, pensó Eusebi, imperdonable para el futuro del museo al que tanto aprecio iba tomando. Excesivas veces había oído susurrar a los escasos visitantes que faltaba algo en la información ofrecida de cada cuadro, por ejemplo algún comentario de orden personal. Parece que se inclinó entonces por orientar al lector en cuestiones de gusto, un aspecto siempre difícil para un hombre estudioso y laborioso como era él. En la edición de 1828, el catálogo dejó la forma de folleto para convertirse en un libro de 327 páginas en el que se recogen más de 750 pinturas. Pero quedaba por definir el sentido de la introducción, en la que Eusebi proclama el deseo de felicitar al rey por facilitar a la gente la contemplación de tan bellas pinturas a través del museo. De su boca salen todo tipo de explicaciones narrativas e iconográficas, incluidos algunos juicios críticos que avanzan en la consideración del museo como un hecho social. Muestra su gusto por Rafael, Velázquez y Murillo, pero no duda en hacer suyos los comentarios que el propio José de Madrazo le hizo referentes a su cuadro La muerte de Viriato. Con mano magistral, Eusebi extiende su conocimiento a libros de teoría como su Llave
El Museo no ha dejado de crecer en sus doscientos años de vida: las 311 obras que exhibía en 1819 se han convertido en 38.344
para la introducción del conocimiento de los cuadros de su majestad… Desde entonces, el ánimo de difundir ese conocimiento se apoderó de los responsables del museo y se convirtió en un hábito positivo para su desarrollo, como sucedió con la llegada de Pedro
Beroqui, cuyas Adiciones y correcciones al catálogo de 1920 son el producto de su experiencia como conservador y estudioso del fondo italiano, en especial de Tiziano, al que adoraba. Lo mismo ocurrió con Francisco Javier Sánchez Cantón, el «eterno vicedirector» (1913-1960) y al fin director (1960-1968), uno de los principales responsables del salvamento de las colecciones durante la guerra civil, cuando (ironías de la historia) el caserón de Villanueva volvió a convertirse convertirse por breve tiempo en
Museo de Historia Natural. Y lo mismo sucede en nuestros días con Ana González Mozo, que, al seguir los pasos de Eusebi, ha sido capaz de mostrar la belleza de la pintura italiana sobre piedra.