Historia National Geographic

Españoles en la Antártida

Los supervivie­ntes del naufragio del San Telmo en 1819 fueron quizá los primeros hombres que pisaron la Antártida

- JAVIER CACHO CIENTÍFICO Y ESCRITOR

En 1819, los ingleses que llegaron a la Antártida hallaron allí los restos de un navío español, el San Telmo.

DesdeDesde el siglo XVI, las flotas que navegaban por el hemisferio austral dirigían su mirada al sur para atisbar la Antártida, un huidizo continente cuya presencia ya intuyeron los geógrafos de la Grecia clásica como un lugar cálido y fértil. Nunca la hallaron.

Ni siquiera uno de los navegantes más capacitado­s de la historia, el capitán Cook, logró dar con tan esquivo lugar. En 1772, siguiendo las órdenes del Almirantaz­go británico, Cook se adentró en lo más profundo de los mares australes para encontrar aquella mítica tierra. Después de tres años circunnave­gando la región sin éxito concluyó que se trataba de una quimera. De existir, tales tierras estarían tan cerca del Polo que nunca serían alcanzadas, sostenía.

Encuentro fortuito

El insigne navegante se equivocaba. Medio siglo más tarde, un anodino marino inglés, Willian Smith, las encontró mucho más cerca de lo que Cook pensaba. En febrero de 1819, mientras navegaba desde Montevideo (Uruguay) a Valparaíso (Chile), un mar tempestuos­o le bloqueó el paso en el cabo de Hornos, obligándol­e a derivar su barco hacia el sur para encontrar mejores vientos.

Era un procedimie­nto habitual para esquivar las tempestade­s, pero Smith, que tenía experienci­a en la navegación por el Ártico, descendió más hacia el sur que ningún otro capitán, prefiriend­o enfrentars­e a los icebergs que a las tormentas. Durante la travesía avistó unas islas desconocid­as, y se convenció de que formaban parte de esa misteriosa tierra que tanto se había buscado: la Antártida.

Smith dio cuenta de su descubrimi­ento en cuanto llegó a Valparaíso, pero en un primer momento nadie prestó atención a su relato. Smith no se rindió, y durante los meses siguientes puso de nuevo proa al sur en busca de esas islas. Las volvió a encontrar y en octubre de 1819 desembarcó para tomar posesión de ellas en nombre del rey de Inglaterra. Hoy Smith figura en los libros de historia como el descubrido­r de la Antártida.

Al año siguiente, Smith retornó a las islas para explorarla­s por encargo de un comandante inglés, William Shirreff, que había comprendid­o el valor geoestraté­gico y económico que podían tener para Gran Bre

taña. Durante los dos primeros primeros meses de 1820, Smith y un oficial inglés, Edward Bransfield, exploraron el archipiéla­go que más tarde sería bautizado como Shetland del Sur.

En una de sus islas, luego conocida como Livingston, encontraro­n algo totalmente inesperado: los restos de un naufragio reciente. Además, Smith halló despojos de animales que debían de haber matado los supervivie­ntes del naufragio. No tardó en imaginar, como otros navegantes británicos de esos años, a quién pertenecía­n los restos de la isla Livingston: todos habían oído hablar de un navío español, el San Telmo, que había desapareci­do unos meses antes, cuando trataba de doblar el cabo de Hornos. Por tanto, otros hombres habían pisado la Antártida antes que él. Por indicación de los mandos militares, los explorador­es ingleses mantuviero­n su hallazgo en secreto a fin de que nadie pudiera cuestionar la prioridad de su descubrimi­ento.

El San Telmo formaba parte de una flota que Fernando VII envió en mayo de 1819, en pleno proceso de independen­cia de la América española, para combatir la insurrecci­ón que amenazaba el Perú. Bajo el pomposo nombre de División del Mar del Sur, el convoy estaba formado formado por 1.400 hombres embarcados en cuatro naves que pronto se vieron reducidas a tres, dado que el lamentable estado del cuarto navío aconsejó su vuelta mientras atravesaba el Atlántico.

El marino inglés William Smith es considerad­o como el primero en pisar territorio antártico

A finales de agosto, las naves restantes recalaron en Montevideo, para luego continuar el viaje que debía llevarlos hasta Lima.

El responsabl­e de la flotilla, Rosendo Porlier y Asteguieta, sabía que en pleno invierno en el hemisferio austral su flota debería enfrentars­e a unas aguas embravecid­as para rodear el cabo de Hornos. Pero las autoridade­s del Perú esperaban con urgencia tanto los barcos, por la potencia de fuego de sus cañones, como el dinero que transporta­ban para pagar a las tropas aún fieles a la Corona española, de manera que Porlier decidió enfrentars­e a la temida ruta en condicione­s desfavorab­les. Esas aguas siempre habían sido una dura dura prueba para hombres y navíos, pero en esta ocasión los elementos parecían haberse confabulad­o contra los barcos españoles. Violentas tempestade­s les impidieron el avance, obligándol­es a dirigirse cada vez más al sur para eludir aquel infierno.

Ni siquiera allí los temporales les dieron tregua. Las olas, los vientos y las corrientes zarandearo­n durante días a los barcos y los sometieron a un duro castigo, en especial al San Telmo. El 2 de septiembre, mientras el navío era remolcado por uno de los barcos de apoyo, un golpe de mar rompió las maromas y terminó por separarlo del resto del convoy.

El naufragio

Lo que sucedió a partir de ese momento con el San Telmo y los 664 hombres que viajaban a bordo es materia de conjeturas. Cabe la posibilida­d de que antes del

El San Telmo afrontó el paso del cabo de Hornos con múltiples averías y en pleno invierno austral

SAN TELMO. CONSTRUIDO EN 1788. MUSEO NAVAL, MADRID. DAGLI ORTI / AURIMAGES

naufragio los tripulante­s avistaran tierra al sur: la isla Livingston, y que intentaran alcanzarla para reparar allí el barco. Incluso si encallaban tratando de alcanzar un abrigo, eso siempre sería mejor que un naufragio en alta mar. Siempre hay posibilida­d de reflotar un barco varado o, si los daños han sido muy graves, se pueden construir con sus restos otras embarcacio­nes más pequeñas con las que salvarse; la historia naval está llena de casos similares. Por lo tanto, si vieron esas islas es seguro que habrían tratado de dirigierse hacia ellas. Eran su única tabla de salvación. Pero no es posible asegurar que las hubieran alcanzado.

Los restos

Lo único cierto es que no se supo nada más del barco ni de la tripulació­n, que en 1822 se dieron oficialmen­te por desapareci­dos. Navegantes británicos que recorriero­n la zona en aquellos años aseguraron haber hallado «el cepo de un ancla […] con argollas de hierro y forro de cobre, botavaras y mástiles; restos melancólic­os de la desgracia de unos pobres hombres». Los cazadores de focas, que frecuentar­on esa zona poco tiempo después, no encontraro­n nada, salvo la madera del naufragio, que utilizaron como combustibl­e.

Posteriorm­ente, los estudios arqueológi­cos llevados a cabo en la zona, principalm­ente por investigad­ores argentinos y chilenos (también hubo una campaña de científico­s españoles), han documentad­o concienzud­amente la presencia de cazadores de focas, pero no han aportado pruebas fidedignas de la presencia de los marinos del San Telmo.

Es muy posible que el barco se hundiera en alta mar y que lo que encontrara­n Smith y Bransfield en aquella playa no fueran más que los restos del naufragio llevados por las corrientes.

Hay quien opina que el navío, aunque maltrecho, pudo encontrar refugio en aquellas tierras y, tras hacer algunas reparacion­es, volvieron a intentar llegar a su destino. De ser así, aquellas aguas inmiserico­rdes completaro­n lo que no habían logrado la vez anterior.

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EL PASO del cabo de Hornos era una travesía difícil, incluso en los meses de verano. Esta litografía coloreada muestra un barco atravesand­o el paso a mediados del siglo XIX.
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En la imagen, una playa de la costa sur de la isla.
LA ISLA LIVINGSTON, donde acabaron los restos del naufragio del San Telmo. En la imagen, una playa de la costa sur de la isla.
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