EL PRADO, UN MUSEO NACIDO EN PALACIO
Durante siglos, los monarcas españoles adquirieron obras de los más importantes maestros europeos. Su extraordinaria colección de arte fue el germen del Museo del Prado, inaugurado hace ahora doscientos años
LA ACTIVIDAD coleccionista de los reyes españoles configuró una formidable colección de obras de arte de los mayores genios de todas las épocas y países. Pinturas del Bosco, Tiziano o Velázquez colgaban de las paredes de las diferentes posesiones de la Corona hasta que hace 200 años Fernando VII decidió reunirlas en El Prado, un museo que se convirtió en una de las pinacotecas más importantes del planeta.
ElEl gusto por coleccionar obras de arte y exponerlas en un espacio acondicionado para ello se remonta a la Antigüedad; probablemente, una de las primeras pinacotecas de la historia fue la situada en los Propileos de acceso a la Acrópolis de Atenas, según explica Pausanias en su Descripción de Grecia. Sin embargo, no fue hasta los siglos XVIII y XIX cuando surgieron los grandes museos nacionales que hoy conocemos, como el Museo Británico (1753), el Louvre (1793), la Pinacoteca Antigua de Múnich (1836) o el Hermitage de San Petersburgo (1852), sin olvidar los Museos Vaticanos, configurados en su forma actual a lo largo del siglo XVIII.
Un rasgo común de estos museos es que fueron compuestos a partir de las colecciones reunidas por las diferentes casas reinantes en siglos anteriores, cuando la acumulación de objetos artísticos estaba relacionada con el lujo, el poder, lo religioso, el conocimiento, lo exótico y también, en ocasiones, lo estrictamente estético. El Museo del Prado, abierto al público hace ahora doscientos años, en 1819, es un ejemplo extraordinario de este proceso.
El origen de las colecciones reales españolas puede fijarse, en mayor o menor medida, en el reinado de los Reyes Católicos. Tanto Isabel de Castilla como Fernando de Aragón fueron monarcas inclinados hacia las artes, en las que veían una manifestación de su propia magnificencia y poder. No sólo fueron promotores de importantes obras de arquitectura, sino que crearon notables colecciones de joyas, libros miniados, pinturas y, sobre todo, tapices, quizás el tipo de obra más apreciada de todas. Pintores como Juan de Flandes, Michel Sittow, Berruguete o Bartolomé Bermejo estuvieron a su servicio.
Los orígenes
En aquella época, las pinturas no se exponían públicamente y muchas de ellas, como ocurría con los retratos, permanecían guardadas en arcas, metidas en fundas y custodiadas en alguno de los lugares que servían como depósito del tesoro real, como el Alcázar de Segovia, junto a banderas, armas, joyas y otros objetos valiosos. Además, la pintura no era el arte más valorado en aquel momento. Sirva de ejemplo el magnífico Políptico de Isabel
la Católica, pintado aproximadamente entre 1496 y 1504. Obra entre otros de Michel Sittow y Juan de Flandes, fue vendido a un precio muy bajo en la almoneda o subasta celebrada tras la muerte de la reina. Su yerno, Felipe el Hermoso, adquirió 32 de las 47 tablas que integraban el políptico y finalmente una veintena de ellas se incorporó a la colección real en tiempos de Carlos V. Aunque el emperador contó con los servicios de artistas eminentes como Tiziano, quien realizó para él retratos tan representativos como Carlos V con un perro (1533) o Carlos V en la Batalla de Mühlberg (1548), lo cierto es que su actitud hacia las artes era la misma que la de los Reyes Católicos y daba preferencia a las armas y tapices frente a la pintura.
Aprendizaje artístico
En la primera mitad del siglo XVI, la corte española tenía carácter itinerante, lo que no favorecía la creación de un espacio en el que disponer las colecciones artísticas de los monarcas de forma estable. Muchas veces permanecían almacenadas en lugares desde los que se enviaban allí donde eran solicitadas, como ocurría con las tapicerías o las armaduras, y luego regresaban a su depósito. La fortaleza de Simancas cumplió esta función de custodiar muchos de los tesoros reales.
No ocurría lo mismo en Flandes, territorio entonces gobernado por la monarquía hispánica. En los palacios de Bruselas o Binche –residencia de la gobernadora María de Hungría, destacada coleccionista y mecenas–, se mostraban las obras de Tiziano y otros artistas junto a los tapices y las joyas de la Corona. En todo caso, las pinturas, como otras piezas, cumplían una función más ideológica y propagandística que estética. Por ejemplo, María de Hungría, para decorar la sala principal del palacio de Binche, encargó a Tiziano una serie de cuatro pinturas, llamadas las Furias, que pretendían simbolizar la derrota de los príncipes alemanes que se habían rebelado contra Carlos V. Tras el incendio del palacio en 1554, María de Hungría las legó a Felipe II, que las colocó en una estancia del Alcázar de Madrid. María de Hungría donó a su sobrino otras obras únicas, como El matrimonio Arnolfini de Jan van Eyck (1434).
Antes de suceder en el trono a su padre Carlos V, Felipe II realizó, entre 1548 y 1551, el llamado Felicísimo Viaje por tierras de Italia, Alemania y los Países Bajos que se ha considerado clave en la formación de su gusto artístico. En efecto, pudo entonces conocer la riqueza artística de los palacios flamencos y entró en contacto con artistas como Tiziano o los escultores León y Pompeo Leoni. A su regreso definitivo a España en 1559, el monarca fijó la corte en Madrid y estableció una red de residencias reales que sirvieron como lugar de depósito de muchas obras del patrimonio real que se emplearon en su ornamentación. En Madrid construyó un edificio para la armería, ordenado según directrices claras en lo que se refería a la exposición y protección de las piezas, en lo que puede ser considerado casi un museo.
Felipe II, el coleccionista
En algunos palacios, como El Pardo o el Alcázar de Madrid, había galerías de retratos concebidas como escaparate del linaje habsbúrgico. A todo ello debemos sumar El Escorial, auténtico museo en el que el monarca concentró sus más preciosas posesiones –libros, reliquias, textiles...–, así como muchas pinturas. En 1590, el pintor y teórico Giovanni Paolo Lomazzo describió así el palacio-monasterio del Rey Prudente: «Tiene este gran rey su museo, muy celebrado por las obras de pintura y escultura, joyas, libros y armas en tal cantidad, que solamente con mirarlas nuestra mente se confunde». Sin duda, causar admiración era una de las finalidades del coleccionismo.
Felipe II, además, contó con emisarios que se encargaban de comprar las obras que eran de su interés, especialmente producciones flamencas. De este modo se hizo con una
importante colección de piezas del Bosco y trató de adquirir obras como el Políptico del Cordero Místico (1432), obra de los hermanos Hubert y Jan van Eyck para la iglesia de San Juan de Gante (que en 1539 fue dedicada a San Bavón); cuando vio que no la podría conseguir, ordenó que se realizara una copia, efectuada por Michiel Coxcie. Sí logró hacerse con el Descendimiento de Rogier van der Weyden (anterior a 1443), obra que agradó al monarca hasta tal punto que ordenó otra copia a Coxcie. El rey sintió igualmente predilección por las obras de Tiziano, de quien se procuró una excepcional serie pictórica: las llamadas Poesías, conjunto de cinco lienzos de tema mitológico que se convirtieron en una de las principales atracciones del Alcázar de Madrid, donde fueron colocadas.
El triunfo de la pintura
A lo largo del siglo XVII la pintura afianzó su preeminencia sobre las demás artes, siguiendo los postulados del Renacimiento italiano. Felipe III ya mostró un gran interés por ella como elemento de adorno de sus palacios de El Pardo y Valladolid y contó con artistas como Rubens para acrecentar sus colecciones.
Pero fue con Felipe IV cuando la pintura triunfó definitivamente sobre el resto de manifestaciones artísticas y se convirtió en un objeto de apreciación estética, y no meramente en un vehículo de propaganda de la monarquía. Bajo este rey, la colección real llegó a contar con más de 3.000 cuadros, que se distribuyeron por sus palacios madrileños –como el Alcázar y el Buen Retiro– así como la Torre de la Parada (un pabellón de caza en las afueras de Madrid) y El Escorial. Se han definido estos palacios como cuatro pinacotecas complementarias entre sí. En los dos primeros se entremezclaban cuadros religiosos y profanos, mientras que a la Torre de la Parada se destinaron los retratos familiares y las pinturas mitológicas, y El Escorial quedó reservado para la temática religiosa.
Gran coleccionista, Felipe II mandó emisarios por toda Europa para adquirir obras de arte
FELIPE II. RETRATO DEL MONARCA REALIZADO POR SOFONISBA ANGUISSOLA EN 1665. MUSEO DEL PRADO, MADRID. MUSEO NACIONAL DEL PRADO
Algunas estancias del Alcázar estaban enteramente cubiertas de cuadros y se abrían en ocasiones a los aficionados al arte al modo de una sala de museo, como testimonió el italiano Cassiano dal Pozzo en la visita que hizo a Madrid en 1626. En el palacio Real madrileño destacaba el llamado Salón de los Espejos, un amplio espacio en la planta baja donde se exponía el retrato de Carlos V en la batalla de Mühlberg junto a obras de Tiziano, Rubens y Velázquez.
Por otra parte, gracias a su red de agentes desplegados por Europa, Felipe IV logró hacerse con algunas de las mejores obras del momento. Especialmente significativas fueron las adquisiciones que hizo el embajador español en Londres, Alonso de
Cárdenas, en la subasta de la colección de arte del rey Carlos I de Iglaterra, después de que fuera juzgado y decapitado. Por esta vía se integraron en las colecciones reales españolas obras tan notables como El tránsito de la Virgen (1462) de Mantegna, el magnífico Autorretrato (1498) de Durero o El Lavatorio (1549) de Tintoretto.
De los Austrias a los Borbones
Felipe IV fue también un auténtico mecenas y tuvo a su servicio artistas de la talla de Diego Velázquez, que ocupó el cargo de «pintor del rey», además de ser su aposentador, encargado, entre otras cosas, de las decoraciones vinculadas a celebraciones cortesanas. Además de numerosos retratos reales, Velázquez realizó pinturas históricas como La rendición de Breda (1635), destinada al Salón de Reinos del palacio del Buen Retiro, un espacio dedicado a ceremonias y fiestas que también era una suerte de galería de pinturas. En sus paredes se exhibían retratos reales, imágenes de las victorias militares del monarca, escenas de los trabajos de Hércules –personaje con el que se vinculaba la casa de Austria– y escudos de armas de los reinos de la monarquía, todo ello de mano de algunos de los pintores más importantes del momento, como el propio Velázquez, Zurbarán, Carducho o Cajés, entre otros. En cuanto a Carlos II, el último soberano de la casa de Austria, también se preocupó por la colección real y veló por su mantenimiento como conjunto clave para la monarquía. Así, prohibió la venta o fragmentación de la colección y contribuyó a su acrecentamiento con obras, por ejemplo, de Luca Giordano, quien efectuó además grandes decoraciones murales para algunos palacios reales como El Escorial o el Buen Retiro.
La llegada de los Borbones en el siglo XVIII trajo consigo un cambio de estética que dejó una huella evidente en la colección real. Con Felipe V triunfó la pintura clasicista de autores como Carracci o Poussin, y se instaló el gusto de raíz francesa a través de artistas como Jean Ranc, pintor de cámara del rey y retratista de la familia real. La mayor parte de las compras efectuadas por el nuevo monarca estaban destinadas a sus palacios predilectos, como La Granja, en Segovia. Por otra parte, en tiempos del primer Borbón tuvo lugar un suceso que marcó profundamente el devenir de la colección real: el pavoroso incendio que en 1734 destruyó el Alcázar madrileño y, con él, numerosas pinturas, entre ellas obras de Rubens, Ribera o Velázquez, si bien por fortuna se salvaron pinturas tan significativas como Las Meninas o El Matrimonio Arnolfini. Tras el desastre, sobre el antiguo Alcázar se erigió el nuevo palacio Real, que requirió nuevas obras para su decoración y en el que se acomodaron de nuevo las pinturas que antes habían ocupado el Alcázar.
Una colección inmensa
La relación de los sucesores de Felipe V con las artes fue desigual. Fernando VI, a quien se debe la fundación de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid, en 1752, no fue precisamente un destacado coleccionista. En cambio, Carlos III, influido por los años que pasó en Italia –primero como duque de Parma y luego como rey de Nápoles y Sicilia–, consideró las artes como pieza clave de su política ilustrada al volver a España en 1759. Cabe destacar que, durante su reinado, el pintor Mengs ya soñó con reunir las mejores pinturas de la colección real en una galería en palacio, de modo que pudieran ser expuestas y sirvieran como objeto de estudio. Aunque el proyecto quedó frustrado, era ya un germen del futuro Museo del Prado. Bajo su sucesor Carlos IV, el ministro Godoy, gran coleccionista y protector de las artes, también quiso materializar un museo con fondos de la colección real, que no llegó a realizarse.
La fama de las colecciones reales de pintura en aquel momento era notoria, como muestra el testimonio del conde de Maule, un viajero chileno que recorrió España, Francia e Italia en los primeros años del siglo XIX y pudo visitar el palacio Real de Madrid
para contemplar las pinturas que se exponían allí: «Dos mañanas desde las nueve hasta la una me he detenido en el examen de estas pinturas; a la verdad es poco tiempo respecto del gran número de cuadros. Lo que no tiene duda es que el palacio encierra tan soberbia colección de pinturas que si a ella se reunieran las de El Escorial y las más singulares de los reales palacios de Aranjuez, La Granja y el Retiro se formaría uno de los primeros museos del universo». Sin duda, Maule se hacía eco de las propuestas que debían de circular por entonces para crear un gran museo nacional de pintura.
El Museo Real de Pinturas
La invasión napoleónica (1808-1814) no sólo frenó estos proyectos, sino que puso en riesgo la integridad del patrimonio artístico acumulado por la realeza hispana. En efecto, los franceses tomaron como botín de guerra numerosas obras clave, aunque la mayoría fueron devueltas al término del conflicto. Por su parte, los aliados británicos recibieron muchas de ellas en compensación por su labor, como ocurrió con Wellington, a quien Fernando VII regaló diversas obras de Velázquez, Murillo, Zurbarán, Ribera, Rafael o Tiziano. Otras obras desaparecieron expoliadas en circunstancias poco claras, para reaparecer después en importantes colecciones, como el El matrimonio Arnolfini, hoy en la National Gallery de Londres. Con todo, conviene recordar que bajo el régimen de José I se pensó también en crear un museo de pintura. Siguiendo la filosofía de los museos públicos instituidos en Francia a partir de la revolución de 1789, que buscaban poner las colecciones reales al servicio de la educación del pueblo, el gobierno de José I elaboró un proyecto de museo que recogería las obras no sólo de las colecciones reales, sino también de conventos e instituciones religiosas y de las familias nobles. El objetivo era dar a conocer el rico patrimonio pictórico español tanto al público en general como, más específicamente, a los artistas, que podrían encontrar en las grandes obras del pasado una guía para su talento. Subyacía también en este proyecto la voluntad de otorgar a los pintores españoles la fama que merecían, contra la tradicional supremacía del arte italiano o flamenco.
Aunque este proyecto no se materializó, su modelo se tuvo muy en cuenta, una vez concluida la guerra, en la fundación del Museo del Prado. El llamado Museo Real de Pinturas se inauguró el 19 de noviembre de 1819, a instancias del monarca Fernando VII y, sobre todo, de su esposa, Isabel de Braganza. El objetivo era poner en marcha un museo al estilo del Louvre parisino, con la finalidad de mostrar al público las obras más importantes de la colección real de pintura y que estas pudieran servir como objeto de estudio. La selección de algo más de 300 obras que se expusieron inicialmente estaba centrada en la escuela española, igual que en el proyecto de museo de José I; sólo posteriormente se amplió este catálogo con nuevas obras entresacadas de las más de 1.500 procedentes de los Reales Sitios que fueron a parar al Prado.
Propiedad de la Corona hasta la revolución de 1868, el museo fue entonces nacionalizado y empezó a recibir fondos de instituciones religiosas, de otros museos y de numerosas donaciones. Pese a ello, no es exagerado afirmar que el Museo del Prado sigue siendo en la actualidad, esencialmente, el fruto de tres siglos de dedicación de los reyes de España al coleccionismo artístico.