EL RITUAL FUNERARIO ROMANO
Cuando un ciudadano ilustre fallecía, los ritos para facilitar su tránsito al más allá se prolongaban varios días. Hasta el siglo I a.C., el traslado del finado a su sepulcro se realizaba por la noche a la luz de las antorchas (funales candelae) y así se continuó haciendo siempre en los entierros de niños. La costumbre se reinstauró con el Codex Teodosianum.
EnEn la antigua Roma, los ritos funerarios tenían como objetivo asegurar al difunto un lugar adecuado en el más allá. Una vez realizados debidamente, y depositado el cuerpo en la tumba, se consideraba que el alma habría encontrado el descanso y no volvería para atormentar a sus familiares y amigos.
Cuando la persona expiraba, un familiar cercano le besaba para recoger su último aliento y cerraba sus ojos para siempre. Las mujeres de la casa gritaban su nombre repetidamente en señal de duelo y para constatar que la muerte no era aparente. El cuerpo se sacaba del lecho y se depositaba sobre el suelo, donde se lavaba y se untaba con ungüentos y sustancias perfumadas para detener el proceso de descomposición del cadáver. Una vez vestido con una toga blanca, se tendía sobre el lecho fúnebre y se exponía entre uno y siete días en el atrio de la casa, adonde acudían clientes y familiares del fallecido para honrar su memoria. Transcurrido el tiempo de exposición, el lecho fúnebre con el cadáver era trasladado hasta el lugar de la sepultura en una procesión en la que participaban familiares y vecinos y en la que unos actores desfilaban cubiertos con las máscaras de cera de los antepasados del difunto. Colocado en un ataúd o en la litera en la que había sido trasladado, el cadáver era incinerado y enterrado en un túmulo.
La muerte como espectáculo
Frente a este ritual funerario, común para todos los ciudadanos romanos, algunos personajes considerados como benefactores y salvadores de la patria adquirían el derecho extraordinario de un funeral público (funus
publicum). Éste era anunciado por un pregonero, el cadáver se exponía en un lecho de oro o marfil y se le dirigía una alabanza pública en pleno Foro. Más fastuosos todavía eran los funerales celebrados en honor de los emperadores fallecidos (funus imperatorum). En ellos quedaban englobadas una serie de ceremonias que constituían un auténtico espectáculo. Este conjunto de ritos era objeto de una organización precisa, aunque no siempre eran absolutamente idénticos, pues el mismo emperador fallecido podía dejar disposiciones testamentarias sobre cómo debía desarrollarse su funeral, los llamados mandata de funere.
El funeral imperial revestía un marcado carácter público y propagandístico y recordaba en muchos aspectos a la pompa