LA PROCESIÓN FÚNEBRE
Los cortejos que seguían a la muerte de cada emperador revestían gran complejidad y a la vez variaban en cada caso, según las circunstancias del momento y la voluntad manifestada por el finado. Bajo estas líneas se muestra el cortejo que se realizó en honor de Julio César, muy semejante al de los emperadores propiamente dichos.
antepasados más importantes; para ello, reproducían sus gestos característicos y adoptaban enseñas o atuendos propios del cargo que aquellos hubieran ostentado. También podían usar copias de los retratos o de las máscaras funerarias en cera conservadas por la familia. Con este ritual se trataba de mantener viva la memoria del muerto y de sus familiares, evitando que la plebe olvidase las acciones gloriosas que habían llevado a cabo en vida.
En el funeral de Vespasiano, un mimo, tapado con una máscara con los rasgos del emperador, trataba de imitar el comportamiento de éste en vida. Según Suetonio, el mimo, hablando por el emperador, «preguntó a los intendentes cuánto costaba el funeral y el cortejo fúnebre, y al oír que el coste era de diez millones de sestercios, exclamó: exclamó: “Dadme cien mil sestercios y arrojad mi cuerpo al Tíber”», palabras con las que evocaba la proverbial tacañería del emperador fallecido.
Demostración de poder
Si la presencia de músicos, actores y plañideras era común en los funerales de cualquier noble romano, el emperador tenía el privilegio exclusivo de que participasen en su cortejo todas las personalidades del Estado, desde senadores hasta caballeros (los miembros del orden ecuestre), sacerdotes y lictores. Igualmente, era costumbre que los sucesores de los emperadores marchasen detrás del lecho fúnebre, como sucedió en los funerales de Tiberio, Septimio Severo y Juliano el Apóstata. También se exhibían diversos símbolos del poder del emperador, como representaciones iconográficas de las provincias o los títulos de las leyes promulgadas. El ejército tenía una presencia muy destacada, ya que el imperator era, ante todo, el jefe supremo de las tropas romanas. Éstas realizaban diversas demostraciones de duelo, como arrojar sus símbolos a la pira funeraria del emperador, en torno a la cual la caballería efectuaba una carrera (decursio) como último homenaje a su general.
Durante todo el funeral imperial, la población participaba en las muestras de duelo. Para empezar, la vestimenta de los ciudadanos romanos cambiaba. Los cónsules sustituían la toga praetexta, blanca y orlada de púrpura, por la ecuestre, totalmente blanca, mientras que la mayoría de la población usaba las vestimentas negras del luto, llamadas pulla vestis. Además, igual que los soldados arrojaban a la pira sus condecoraciones, el pueblo lanzaba perfumes, aceites y otros objetos que ardían junto con el emperador. Todos estos rituales servían para manifestar la perturbación que acarreaba la pérdida del emperador y, obviamente, eran gestos codificados. En ocasiones, sin embargo, las muestras de dolor eran auténticas. Suetonio y Tácito cuentan cómo tras el suicidio de Otón algunos soldados besaron el cadáver y se quitaron la vida delante de su pira funeraria.
Una vez que el cortejo llegaba al Campo de Marte, se depositaba el lecho mortuorio sobre la pira. La calidad del lecho variaba según la riqueza del difunto, por lo que no es extraño que el del emperador fuera más sofisticado y complejo que el de cualquier otro ciudadano. Estaba ricamente adornado, con oro y marfil, además de guirnaldas y flores, y carecía de paredes, de tal forma que todo el mundo podía ver la máscara de cera colocada sobre su rostro. En los funerales imperiales, cuando faltaba el cadáver del emperador, porque hubiera muerto en tierras extranjeras y no hubiera sido posible trasladarlo a tiempo a Roma, se recurría a la sustitución de su cuerpo en la pira por un maniquí de cera, tumbado sobre el féretro, como si estuviera durmiendo. Así se hizo, entre otros, con Adriano y Marco Aurelio.
La pira se hacía con madera de ciprés, y sobre ella se esparcían trozos de incienso, para paliar el olor a carne quemada. Según Plinio, junto al rogus se colocaban pinturas que representaban acontecimientos memorables de la vida del difunto, objetos preciados y en ocasiones se levantaban estructuras monumentales en varios pisos escalonados.
Dion Casio describe así la pira del emperador Pertinax, que murió asesinado en 193: «Allí se había construido una pira en forma de torre que tenía tres pisos y estaba adornada con marfil y oro y una serie de estatuas; y sobre ella se había colocado un carro que guiaba el propio Pertinax. Dentro de la pira se colocaron las ofrendas funerarias y el sarcófago; y entonces Severo y los familiares de Pertinax besaron su efigie».
Mientras ardía la pira se hacía la última conclamatio o llamada al muerto. En muchos casos, el Senado decretaría, en los días siguientes, la divinización del emperador fallecido; fallecido; por ello, mientras ardía la pira se liberaba un águila que ascendía hasta las alturas, simbolizando la elevación del alma del emperador hacia la morada de los dioses. Dion Casio lo describe de nuevo a propósito del funeral de Pertinax: «Los cónsules, entonces, aplicaron fuego a la estructura y cuando esto se llevó a cabo, un águila voló hacia el cielo desde la pira. De este modo, Pertinax fue hecho inmortal».
Apagada la pira, se recogían los huesos calcinados y se inhumaban, mientras que el resto de las cenizas se guardaban en una urna. La tumba en que ésta se depositaba se consagraba con el sacrificio de una cerda, acto ritual que daba inicio a tres días de fiestas en los que se celebraban banquetes en honor del emperador, con los que terminaba el funeral en sí. Con ello se esperaba haber grabado en la mente de todo el pueblo la memoria del soberano fallecido y la grandeza de la dignidad imperial.