MARTIROLOGIO DE USUARDO.
A mediados del siglo IX, un monje de la abadía parisina de Saint-Germain-desPrés llamado Usuardo confeccionó un martirologio o colección de vidas de santos, del que hacia 1400 se hizo una espléndida versión miniada para uso de algún aristócrata, conservada en el Archivo Diocesano de Gerona y de la que aquí vemos dos páginas. Los martirologios podían usarse para hacer lecturas edificantes en el refectorio.
duros o rutinarios los ejecutaran sirvientes laicos, mientras que los monjes desempeñaban los servicios comunitarios según los oficios que les correspondían en el monasterio, generalmente rotatorios. Por ejemplo había claveros encargados de vigilar las puertas del monasterio, cantores que enseñaban música y dirigían el canto en los oficios, cillereros o administradores de la despensa, enfermeros, refitoleros que organizaban el refectorio o comedor, obreros o fabriqueros que estaban al tanto de las obras, etcétera. Otros realizaban tareas intelectuales, como la escritura o copia de libros en el scriptorium.
El yantar de los monjes
Tras el oficio de sexta, a mediodía, se celebraba la segunda misa del día. A continuación, los monjes se reunían en el refectorio para tomar la comida principal de la jornada, el yantar, pues además del alimento espiritual, era necesario el físico. La comunidad religiosa realizaba dos comidas diarias. Así, el capítulo XLI de la Regla de San Benito establece que durante la Pascua
los monjes comerán a mediodía (hora sexta) y cenarán al anochecer (hora de vísperas); en cambio, desde Pentecostés hasta el final del verano, los miércoles y viernes no se probará bocado hasta la tarde (hora nona), y el resto de los días se comerá al mediodía; desde mediados de septiembre hasta el principio de la Cuaresma comerán por la tarde, y durante la Cuaresma se ayunará, rompiendo la privación en la cena, que tendrá lugar al anochecer.
Los monjes tenían estipulada una cantidad moderada de vino (mezclado con agua) que podían tomar al día, pero no las monjas, a quienes se les prohibía por la asociación misógina de las mujeres con las bajas pasiones. Lo que no se permitía –así lo afirma a comienzos del siglo XII el monje y filósofo Pedro Abelardo– era el consumo de vino puro, mezclado con miel o bien condimentado con especias como la canela, «preparados» que se dejaban a los enfermos. Esta dieta, que llegó a ser insana, se vengó en forma de gota, enfermedad relativamente frecuente ente los monjes, pero no entre las monjas.
Tras el almuerzo, los monjes podían echar una siesta, especialmente en verano, antes de realizar el oficio de nona, al que seguía un nuevo período dedicado al trabajo o el estudio. Los monjes podían aprovecharlo para dar un paseo por el claustro o ir a su celda, un espacio que no se usaba para dormir –ya hemos visto que había un dormitorio común–, sino para realizar las obligaciones particulares que precisaban recogimiento o bien para leer.
A la puesta del sol se celebraba el oficio de vísperas, más largo que los anteriores. La jornada concluía, ya de noche, con el servicio de completas, tras el que los monjes se encaminaban al dormitorio para descansar unas horas antes de que la campana los volviera a despertar en plena madrugada para una nueva jornada de oración, trabajo y estudio.