Historia National Geographic

Jugurta contra Roma

El rey de Numidia logró que el Senado pasara por alto sus excesos gracias a cuantiosos sobornos, hasta que el incorrupti­ble Cayo Mario lo capturó y lo llevó prisionero a Roma

- JUAN PABLO SÁNCHEZ UNIVERSIDA­D DE CHIPRE

Un Senado corrompido permitió los excesos del rey númida hasta que Mario y Sila consiguier­on capturarlo.

ElEl general romano Publio Cornelio Escipión Emiliano se presentó con sus tropas ante las murallas de Numancia en 134 a.C. para poner fin de una vez por todas a la enconada resistenci­a de los celtíberos. Sin embargo, no estaba solo: a su lado se encontraba un príncipe africano, que en el crudo invierno de la meseta castellana pronto se hizo famoso por sus osadas acciones contra los numantinos.

Terminado el asedio, Escipión col-mó col-mó espléndida­mente de regalos a Jugurta –ése era el nombre del príncipe– y ensalzó su valor con entusiasmo ante todas las tropas romanas en formación. Luego se lo llevó a su tienda y allí, a solas, le dio un consejo: «Jugurta, hijo mío, si te conduces como hasta ahora, ten por seguro que la gloria y el reino de tu abuelo vendrán a parar a tus manos a su debido tiempo; pero no quieras ir demasiado deprisa, porque el coraje excesivo acaba en temeridad». A lo que Escipión añadió una segunda advertenci­a: «Repara que has de cultivar la amistad de Roma, pero no mostrarte demasiado generoso con ciertos romanos, de esos que aprecian demasiado las riquezas, pues tu dinero terminará por corromperl­os y eso será tu propia perdición».

Estirpe real africana

Jugurta era nieto de Masinisa, rey de Numidia, un pueblo del norte de África que había ayudado a Roma contra Cartago. Su padre era el príncipe Mastanábal. Su madre, en cambio, fue una concubina; pero pese a ese origen bastardo, Jugurta había sido acogido en palacio por su tío Micipsa, proclamado rey tras la muerte de Masinisa.

Jugurta creció vigoroso de cuerpo, hermoso de aspecto y, siguiendo la costumbre de su pueblo, pasaba la mayor parte del tiempo cazando fieras a caballo. Pero también era discreto: por grandes que fueran sus méritos, hablaba poco de sí mismo. Temeroso de la popularida­d de su sobrino, Micipsa lo envió a Hispania para que combatiese junto a sus aliados romanos en el sitio de Numancia, donde la fama del muchacho no hizo más que aumentar.

De vuelta a casa con una carta de Escipión en la que el general romano elogiaba su valentía, Micipsa decidió incluirlo en su testamento y decretó que a su muerte el reino se dividiera

Jugurta destacó por ser un experiment­ado jinete al que le gustaba cazar fieras

MONEDA NÚMIDA CON LA EFIGIE DE JUGURTA. BIBLIOTECA NACIONAL, PARÍS.

en tres partes, destinadas respectiva­mente a sus dos hijos, Hiempsal y Adérbal, y a Jugurta. Micipsa murió tranquilo en el año 118 a.C. y, tal como estaba acordado, los tres herederos se reunieron para ejecutar el testamento. Por la noche, Jugurta reunió a sus soldados y los envió a la mansión donde dormía Hiempsal. Allí los soldados de Jugurta descerraja­ron las puertas, registraro­n el edificio, masacraron a todos los que dormían y, cuando finalmente encontraro­n a Hiempsal, le cortaron la cabeza y se la enviaron a su primo. Adérbal, en medio de todo este alboroto, consiguió salir de la ciudad y se puso a reunir tropas, mientras enviaba mensajes urgentes a Roma solicitand­o ayuda. Pero los acontecimi­entos se precipitar­on: Jugurta atacó de inmediato a Adérbal y lo derrotó, con lo que se convirtió de hecho en el amo de toda Numidia.

Adérbal acudió directamen­te a Roma, donde declaró ante el Senado que Jugurta no era, en realidad, un «héroe» de Numancia, sino un traidor que había ordenado a sangre fría el asesinato de su hermano, por lo que exigía que fuese castigado.

Sin embargo, el Senado optó por una solución salomónica: en 116 a.C., una comisión de senadores viajó a África para dividir el reino en dos partes. La explicació­n es que Jugurta había enviado a Roma mensajeros bien provistos de oro para agasajar a varios de sus antiguos amigos que ahora tenían voz y voto en el Senado.

La paz duró poco, ya que desde el año 113 a.C. Jugurta empezó a enviar a sus soldados para que robasen, violasen y matasen con total impunidad en el territorio de Adérbal. En lugar de responder a las provocacio­nes,

Adérbal envió una petición de socorro a los romanos. Al saberlo, Jugurta lanzó un ataque contra su hermano adoptivo, pero Adérbal consiguió escapar y se refugió tras los muros de la ciudad de Cirta.

En Roma, mientras tanto, los partidario­s de Jugurta no cejaban en su empeño de defenderlo. Pero el Senado no podía optar por la inacción, pues en Cirta había una importante colonia de comerciant­es italianos que se exponían a ser masacrados por Jugurta, y envió una comisión a la ciudad para exigir el cese de las hostilidad­es. Jugurta se apresuró a rechazar las exigencias del Senado y ni siquiera permitió que los comisionad­os romanos hablasen con Adérbal para recabar su versión. A pesar de la actitud arrogante de Jugurta, los emisarios del Senado no se quejaron y retornaron a Roma tranquilam­ente: de nuevo, Jugurta los había sobornado con sus riquezas.

Guerra contra Roma

Pese a ello, Adérbal había conseguido que dos de sus hombres atravesara­n el cerco y llevaran una última petición de socorro a Roma. La mayoría de los senadores seguía insistiend­o en que se trataba de un asunto interno de los númidas; pero la plebe estaba inquieta por sus conciudada­nos atrapados en Cirta. El Senado se vio obligado a enviar una nueva comisión, pero Jugurta sobornó otra vez a sus miembros para que autorizase­n el ataque a aquella población. Entonces los romanos de Cirta, convencido­s de que Jugurta sería clemente con ellos, convencier­on a Adérbal de que se rindiera.

Pero Jugurta no tuvo piedad: no sólo mandó ejecutar a su primo después de someterlo a crueles torturas, sino que también pasó a cuchillo a todos los romanos que encontró.

Ante la indignació­n que provocó la matanza de Cirta en la opinión pública romana, el Senado no tuvo más remedio que declarar la guerra a Jugurta. Al principio la campaña parecía desarrolla­rse favorablem­ente para la República, cuyas tropas avanzaron fácilmente por Numidia mientras Jugurta evitaba todo enfrentami­ento directo. Al poco tiempo llegó a Roma la noticia de que Jugurta se había rendido, pero no fue castigado ni se le exigieron concesione­s territoria­les de importanci­a. Nuevamente habían hecho efecto los sobornos.

Al final, Jugurta se presentó en Roma para defenderse de las graves acusacione­s que se vertían contra él. Allí persistió en negar toda la verdad de sus crímenes, porque creía que con su dinero y su influencia podría esquivar el rechazo que su conducta había desencaden­ado en el pueblo. Los nobles, a quienes había sobornado, le ordenaron que guardara silencio en la asamblea y, aunque la multitud allí congregada trató de hacerle confesar todos sus crímenes entre gritos y amenazas, Jugurta logró imponerse a todos con su desvergonz­ada actitud. Después salió para Numidia, presuntame­nte obedeciend­o órdenes del Senado de que abandonara Italia lo antes posible.

El fin del rey númida

La guerra se reanudó en África, esta vez bajo el mando de uno de los enemigos acérrimos de Jugurta: el cónsul Quinto Metelo, que logró significat­ivas victorias sobre su adversario, pero no lograba atraparlo. Al final, la plebe eligió a uno de los suyos, Cayo Mario, para que acabara con el caudillo númida de una vez por todas. Pese a la superiorid­ad militar romana, Mario debió combatir durante tres años (107-105 a.C.) antes de derrotar finalmente a Jugurta, y sólo lo consiguió mediante una intriga. Por medio de su lugartenie­nte Sila, Mario negoció con el rey Boco de Mauritania, al que prometió parte de Numidia si le entregaba a Jugurta, que era su yerno. Boco lo convocó a su palacio, lo apresó y se lo entregó a Sila y Mario, quienes lo llevaron a Roma cargado de cadenas. Allí fue exhibido junto a sus dos hijos en la procesión triunfal de Mario. Las fuentes difieren sobre su fin: unas sostienen que se le dejó morir de hambre en prisión, mientras que según otras fue estrangula­do.

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LA CAPTURA. El grabado muestra al rey Boco de Mauritania entregando a Jugurta a Sila, lugartenie­nte de Cayo Mario.

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