BAÑOS Y EROTISMO
al entrar en la era imperial, los baños se habían convertido en un lugar propicio para los encuentros amorosos. Ovidio, en su Arte de amar, cuenta que para burlar la vigilancia sobre una joven o una matrona, «los siervos quedan a la guarda de los vestidos de la señora, a la puerta del baño, y dentro se oculta el amante libre y seguro». No se trata de abordar de frente a la amada, pero nada impide deslizar un mensaje discreto. Las termas mixtas daban pie a todo tipo de tentaciones, como cuenta unas décadas más tarde otro poeta, Marcial. En sus epigramas se refiere a cierta Levina con fama de casta, «que no cede en virtud a las antiguas sabinas» y que es «ella misma más sombría que su marido», pero que, tras frecuentar los baños en Roma y en localidades de veraneo como Bayas, «se fue en pos de un joven». También habla de Lecania, cuyo esclavo se baña con taparrabos de cuero junto a ella, mientras alrededor todos están desnudos.
visitar el caldarium. El tepidarium también estaba provisto de hipocausto, pero el calor que le llegaba era más indirecto y, por tanto, más tenue. Luego se podía volver por el tepidarium y entrar en el frigidarium, ya sin hipocausto, donde podía uno refrescarse en una tina de agua fría. Algunos baños tenían una estancia llamada sudatorium o laconicum, una especie de sauna con calor seco. Muchos poseían también letrinas saneadas con el agua vaciada de los baños.
La civilización romana pobló de este tipo de baños todas las provincias del Imperio; no sólo las ciudades o sus alrededores, sino también el campo, pues los grandes propietarios de villas tampoco querían prescindir de unos baños. En realidad, todo aquel que, como Cicerón o Plinio, disfrutase de una posición acomodada tenía un baño en su villa rural y también en la ciudad, en su domus, el domicilio que acreditaba un estatus social y económico aventajado.
Baños cada vez más lujosos
La cantidad de baños creció de un modo espectacular. En Roma, un censo de Agripa de 33 a.C. contabilizaba ya 170 balnea, pero a comienzos del siglo V la cifra llegaba a 856. Precisamente a Agripa, yerno y mano derecha de Augusto, se atribuyen los primeros baños que por su sofisticación, el gran espacio urbano que ocupaban, su porte arquitectónico y su empaque decorativo recibieron propiamente el nombre –de ineludible origen griego–de thermae o termas.
Las termas se distinguían de los balnea en que éstos eran de titularidad privada, ya formasen parte de una vivienda particular o fueran establecimientos comerciales. Las termas, en cambio, fueron construidas por los grandes dignatarios y los emperadores, así como por las élites de las ciudades del Imperio, con el objetivo de que perdurase su recuerdo como memorables benefactores. Igualmente, mientras los baños aparecían encajados, con más o menos amplitud, dentro de los solares del parcelario urbano, las thermae ocupaban un espacio más vasto, invadían el trazado de las calles uniendo varias manzanas o bien se erigían fuera de la ciudad para desplegarse ampliamente a modo de parque, como las de Caracalla.
Provistas de palestra o gimnasio, a veces también de piscina y biblioteca, las grandes termas se convirtieron en enormes centros de ocio. Se caracterizaban por un lujo desbordante, en el que no faltaban mármoles de importación, amplias vidrieras o agua filtrada. Acudir cada día a una de estas termas se convirtió en una moda irresistible.
LA CANTIDAD DE BAÑOS Y TERMAS EN ROMA CRECIÓ DE UN MODO ESPECTACULAR: EN 33 A.C., UN CENSO DE AGRIPA CONTABA 170 BAÑOS Y EN EL SIGLO V LLEGABAN A 856
Según el filósofo Séneca: «Ahora llaman escondrijos de cucarachas a los baños que no están preparados para recibir el sol toda la jornada a través de amplísimos ventanales, si uno no puede lavarse y broncearse al tiempo, si desde la bañera no puede ver los campos y el mar. Así pues, los baños que habían conseguido la afluencia de la gente y la admiración cuando fueron inaugurados son relegados como antiguallas cuando el lujo ha discurrido alguna novedad con la que superarse a sí mismo».
Con todo, hay que señalar que, a pesar de la competencia de las grandes termas imperiales, el negocio privado de los baños siguió siendo rentable. Aunque la entrada era muy barata, y había baños accesibles a todos los
bolsillos (por apenas una moneda se podía acceder a un baño), la clientela era numerosa, y los servicios de masaje, comida y bebida, junto con los alquileres de locales, apartamentos y tiendas en el inmueble proporcionaban ingresos extra a los empresarios.
En la época de su apogeo, el siglo II d.C., no existía un único modelo de termas. Algunas tenían un circuito masculino y otro femenino, con entradas diferenciadas, aunque el patio central fuera colectivo. Lo más frecuente, sin embargo, eran los baños con un solo circuito termal, que probablemente estuvo reservado para las mujeres en horario de mañana y para los hombres por la tarde. Esto parece entrar en contradicción con los versos jocosos y mordaces de Marcial y Juvenal, que recuerdan a mujeres compartiendo baños con los hombres, sin que hoy se pueda discernir si, como pretenden algunos, se trataba de una forma de prostitución o más bien era un efecto de la libertad sexual que trajo una incipiente emancipación femenina hacia el cambio de era. Lo cierto es que hubo emperadores, como Adriano, que llegaron a prohibir las termas mixtas, lo que indica que éstas existían.
Horarios y circuitos
La hora de ir a las termas era la octava según el horario solar, esto es, sobre la una de la tarde en invierno y sobre las dos en verano. Después de un almuerzo frugal llegaba el momento del baño. Así lo expone Marcial: «Roma prolonga las diversas ocupaciones hasta la hora quinta, la sexta es la del descanso de los fatigados, la séptima la del final de éste, la octava, hasta la novena, basta para los ejercicios del cuerpo frotado con aceite». Después de la siesta, venía el deporte. El cuerpo se ungía con aceite para jugar a la pelota o luchar en la palestra. Tras el entrenamiento, había que quitar el aceite y el polvo con una rascadera o estrígila. Luego llegaba el momento del circuito termal, que se podía completar con masajes.
Séneca describe con detalle la actividad desplegada en los baños que había bajo su casa y que perturbaban su tranquilidad: «Cuando los más fornidos atletas se fatigan moviendo las manos con pesas de plomo […] escucho sus gemidos [...] oigo sus chiflidos y sus jadeantes respiraciones. Siempre que se trata de algún bañista indolente, al que le basta la fricción ordinaria, oigo el chasquido de la mano al sacudir la espalda […]. Si llega de repente el jugador de pelota y empieza a contar los tantos, uno está perdido. Añade asimismo al camorrista, al ladrón atrapado y a aquel otro que se complace en escuchar su
LA GENTE ACUDÍA A LAS TERMAS SOBRE LA UNA DE LA TARDE EN INVIERNO Y LAS DOS EN VERANO, TRAS UN ALMUERZO FRUGAL Y ANTES DE LA CENA, MUCHO MÁS COPIOSA
voz en el baño; asimismo a quienes saltan a la piscina produciendo gran estrépito con sus zambullidas […]. Piensa en el depilador que, de cuando en cuando, emite una voz aguda y estridente para hacerse más de notar y que no calla nunca sino cuando depila los sobacos y fuerza a otro a dar gritos en su lugar».
A partir del siglo III se inicia la decadencia de las termas. El final de la cultura del baño y del ocio no guarda relación sólo con la oposición del cristianismo a la atención al cuerpo y el énfasis en la vida espiritual. El colapso de la vida urbana y de los acueductos, los procesos de ruralización y las invasiones bárbaras condujeron al ocaso de los baños occidentales. En los siglos III y IV apenas hay nuevas construcciones en las ciudades, pero en cambio se multiplican las villas en el campo dotadas de hipocaustos. Hay noticias del funcionamiento de baños hasta el siglo IX. Los árabes y musulmanes heredaron el refinamiento termal, que pervivía en Oriente, en el Imperio bizantino. Hoy, un hamam puede proporcionar la experiencia más próxima a un caldarium romano, pero también se podría considerar que los complejos deportivos con spa han recuperado el aliento clásico de las termas.