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Galdós, escritor de Madrid

Desde que llegó a la capital de España a los 19 años, Galdós quedó fascinado por una ciudad moderna y a la vez castiza cuyo pálpito recogió en sus grandes novelas

- FÁTIMA DE LA FUENTE DEL MORAL DOCTORA EN ECONOMÍA

En sus novelas, Benito Pérez Galdós recreó el bullicio y los conflictos del Madrid del último tercio del siglo XIX.

CuandoCuan­do Benito Pérez Galdós llegó a Madrid desde su Gran Canaria natal con el objetivo de estudiar Derecho, se encontró con una ciudad inmersa en plena transforma­ción. Corría el año 1862 y la urbe contaba con nuevos edificios propios de una capital, como el Congreso de los Diputados, la Universida­d Central o el Teatro Real; se acababan de remodelar la Puerta del Sol y el paseo de Recoletos, y se había construido un moderno sistema de abastecimi­ento de agua: el canal de Isabel II. Por doquier se alzaban nuevos y suntuosos palacetes, la morada de las clases ricas.

Pero, más allá de este flamante es-caparate es-caparate del nuevo Estado liberal, comparado con otras capitales europeas Madrid distaba de ser impresiona­nte. Con sus oscuras corralas y vaquerías se parecía más a un pueblo grande que a una metrópolis. Galdós recordaría su sensación al llegar: «No tuvo la villa y corte mis simpatías. Cuando en ella entré pareciome un hormiguero; sus calles estre-chas estre-chas y sucias; su gente bulliciosa, entremetid­a y charlatana; los señores, ignorantes; el pueblo, desmandado; las casas, feísimas y con olor de pobreza».

Pese a ello, la vieja, sucia, destartala­da, juerguista, oscura y burocrátic­a urbe acabó fascinando al joven canario, que la convertirí­a primero en tema de artículos de periódico y luego en escenario de sus novelas, sobre todo del ciclo que va desde La desheredad­a (1881) a Misericord­ia (1897), entre las que se encuentra su obra maestra, Fortunata y Jacinta (1887).

Paseos y cafés

Llegado como un inmigrante más, Galdós empezó viviendo en una casa de huéspedes, primero en la calle de Fuentos y luego en la del Olivo, un ambiente que evocaría en la novela El doctor Centeno. Cautivado por el ambiente que lo rodeaba, no dudaba en faltar a clase para recorrer las calles. Él mismo lo cuenta en Memorias de un desmemoria­do: «En la Universida­d me distinguí por los frecuentes novillos que hacía [...] ganduleaba por las calles, plazas y callejuela­s, gozando en observar la vida bulliciosa de esta ingente y abigarrada capital. Frecuentab­a un café de la Puerta del

Galdós «ganduleaba por las calles, plazas y callejuela­s, viendo el bullicio de la capital»

DIBUJOS JUVENILES DE GALDÓS. BIBLIOTECA NACIONAL, MADRID. ORONOZ / ALBUM

Sol, donde se reunía buen golpe de mis paisanos». Se refiere al Café Universal, centro de reunión de los canarios en Madrid.

Galdós alude al abigarrami­ento de una ciudad que había pasado de menos de 60.000 habitantes en 1840 a 540.000 en 1900. Sus calles aparecían llenas de viandantes, de carros, carrozas y tranvías tirados por mulas y de multitud de tiendas que abarrotaba­n las aceras. En Fortunata y Jacinta, Galdós evoca un paseo de la burguesa Jacinta entre «la bulla de la calle de Toledo», con «los puestos a medio armar en toda la acera, las baratijas, las panderetas, la loza ordinaria, las puntillas, el cobre de Alcaraz y los veinte mil cachivache­s [...]. El suelo intransita­ble ponía obstáculos sin fin, pilas de cántaros y vasijas, ante los pies del gentío presuroso, y la vibración de los adoquines al paso de los carros parecía hacer bailar a personas y cacharros».

El ruido de las calles

Un ambiente más aireado y espacioso se encontraba en los barrios burgueses resultante­s de los sucesivos ensanches de la ciudad y del derribo de la antigua tapia que la cercaba. Galdós evocará este Madrid burgués en novelas como Lo prohibido (1885), centrada en la familia Bueno de Guzmán, que vive en un palacete junto al paseo de Recoletos. Desde un gabinete de la planta baja el protagonis­ta ve y oye el ambiente del paseo: «Me agradaba ver pasar cada cinco minutos el tranvía, siempre de derecha a izquierda, con las plataforma­s llenas de gente. Me acompañaba­n los carros que a todas horas pasaban, y el grito de los carreteros. Me entretenía­n los simones, la

gente dominguera que por las tardes invadía la acera de enfrente, pollería de ambos sexos, alquilador­es varios de las sillas de hierro», esto es, los jóvenes o «pollos» que allí se sentaban. «Pasaba ratos buenos observando el público especial de los puestos de agua; y las tertulias que se forman en aquellos bancos. Observaba la aguadora aguadora y el barrendero de la Villa, el manguero y la beata que sale de la iglesia, el sargento y el ama de cría, la niñera y el mozo de tienda».

El Retiro, convertido en parque público público en 1868, también era un foco de la vida social de la burguesía, o de quien aspiraba a serlo. En La desheredad­a Galdós escribía: «Aquí, en días de fiesta, verás a todas las clases sociales. Vienen a observarse, a medirse... El caso es subir al escalón inmediato. Verás muchas familias elegantes que no tienen qué comer. Verás gente dominguera [...] reventando por parecer otra cosa. Verás a las costureras queriendo pasar por señoritas [...]. Como cada cual tiene ganas rabiosas de alcanzar una posición superior, principia por aparentarl­a».

El afán por ascender en la escala social y por aparentar más de lo que se es, por «darse pisto», está muy presente en la narrativa galdosiana. En Lo prohibido, por ejemplo, escribe: «¡Qué Madrid éste! Todo es figuración [...]. La mayoría de las casas en que dan fiestas están devoradas por los prestamist­as». Signo de esta manía era la forma ostentosa en que la burguesía de la época amueblaba la mejor habitación de la vivienda,

el salón de recepción. En Lo prohibido, Galdós cuenta que los salones burgueses contaban con «cuadros de primera, porcelanas, objetos de arte, joyas, encajes ricos [...]». Cuando el dinero no alcanzaba se buscaban sucedáneos: «La sala lucía sillería de damasco amarillo rameado –escribe en La desheredad­a–; en imitación de palo santo, dos espejos negros y alfombra de moqueta de la clase más inferior; dos jardineras de bazar y un centro o tarjetero de esas aleaciones que imitan bronce». Tertulias, comidas, bailes y otras reuniones sociales realzaban igualmente el prestigio de la familia.

Covachas y corralas

Según Galdós, Madrid era una ciudad de «palacios y covachas», en la que las casas de relumbrón se mezclaban con las viviendas más precarias. Para los pobres y la gran mayoría de inmigrante­s llegados a la capital, las únicas opciones de alojamient­o eran buhardilla­s, desvanes o sotabancos. La huérfana Fortunata, por ejemplo, vive con su tía en un cuarto de un segundo piso de la Cava de San Miguel, una callejuela junto a la plaza Mayor, y tras todas las peripecias que narra la novela vuelve allí para dar a luz a su segundo hijo y morir poco después.

En la misma novela, Galdós evoca las corralas o casas de corredor, fincas con cuartos de alquiler en torno a un patio central que eran la vivienda vivienda popular más típica de Madrid. En una de ellas muere Mauricia la Dura, amiga rebelde de Fortunata. En La desheredad­a Galdós describe una corrala de la periferia: «Halláronse en un extraño local de techo tan bajo que sin dificultad cualquier persona de mediana estatura lo tocaba con la mano. Por la izquierda recibía la luz de un patio estrecho, elevadísim­o, formado de corredores sobrepuest­os, de los cuales descendía un rumor de colmena, indicando la existencia de pequeñas viviendas numeradas, o sea de casa celular para pobres».

En esa periferia surgieron barrios de viviendas humildes e insalubres, como las Peñuelas, que Galdós retrata en La desheredad­a. Allí, cualquier vía «empieza en calle y acaba en horrible vertedero. Multitud de niños casi desnudos jugaban en el fango, amasándolo para hacer bolas». Era el envés del Madrid oficial: «No era aldea ni tampoco ciudad, sino una piltrafa de capital, cortada y arrojada [...] para que no corrompier­a el centro».

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SFGP / ALBUM
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SALÓN del palacio del marqués de Cerralbo, de finales del siglo XIX, hoy parte del Museo Cerralbo de Madrid.
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