LA GUERRA DE GRANADA DIEZ AÑOS DE COMBATES
Fue la última guerra feudal que se libró en la península ibérica, en la que ya se apuntan rasgos de la guerra moderna: los jinetes y peones medievales convivieron con la poderosa artillería castellana, decisiva a la hora de tomar las plazas fuertes nazarí
EnEn marzo de 1246, Fernando III de León y de Castilla alcanzaba un acuerdo de vasallaje con Muhammad ibn al-Ahmar, el primer sultán de la dinastía nazarí. Dos siglos y medio más tarde, en enero de 1492, los Reyes Católicos entraban en Granada. Si bien el desequilibrio militar entre Castilla y el sultanato granadino resultaba evidente desde hacía mucho tiempo, sólo en 1482 Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón estuvieron en condiciones de poner en marcha las operaciones militares para acabar con el último Estado andalusí, un conflicto que duró una década y al que se conoce como la guerra de Granada. Durante esta contienda, los rasgos fundamentales de la actividad militar no difieren de los que habían enfrentado a cristianos y musulmanes en los siglos precedentes.
Granada era un país montañoso, encastillado y bien defendido, cuya anexión exigía la puesta en práctica de una guerra de ocupación de plazas fuertes. Sin embargo, como sucedía en la guerra medieval, generalmente la capacidad defensiva de quienes se amparaban tras unas murallas de piedra era superior a la fuerza que podían desplegar quienes querían ocuparlas. Aunque la introducción de la artillería de pólvora cambiaría este modelo, lo cierto es que los Reyes Católicos siguieron empleando la estrategia que había sido habitual durante siglos: la guerra
de desgaste.
Para ello emprendieron una política sistemática de incursiones por el territorio nazarí, durante las cuales talaban e incendiaban los campos, destruían aldeas, cautivaban o mataban a los pobladores y, si era posible, tomaban alguna fortificación. Estas cabalgadas, llamadas «talas», podían durar una o dos semanas, afectaban a comarcas enteras y su objetivo no era sólo el botín: pretendían desgastar los recursos económicos de los granadinos, erosionar su capacidad defensiva, minar la moral de la población y potenciar el descontento y la disidencia interna. Esos ataques no eran operaciones menores: la gran tala de Fernando Fernando el Católico contra la Vega de Granada en 1483, que duró una semana, movilizó a 60.000 hombres entre caballeros, peones y taladores (reclutados para destrucción de árboles y cultivos), y estuvo centrada en el amplio espacio comprendido entre Íllora y Montefrío.
Tales prácticas debilitaban a los nazaríes, pero difícilmente podían comportar adquisiciones territoriales. La anexión del reino de Granada sólo era posible conquistando sus fortalezas y ciudades amuradallas, lo que normalmente exigía establecer un asedio. Un asalto por sorpresa podía tener éxito
y ahorrar tiempo y recursos, como ocurrió en Alhama, en 1482, y en Zahara, en 1483. Pero normalmente este tipo de ataques, protagonizados por verdaderos especialistas, sólo se podía llevar a cabo contra fortalezas o villas fortificadas pequeñas o medianas, pero no frente a las grandes ciudades granadinas.
En estos casos, los castellanos tenían que establecer un cerco en toda regla, en el curso del cual se levantaban campamentos sitiadores, llamados «reales», para aislar a los asediados y defender las propias fuerzas de los ataques de aquellos o de las tropas de socorro que trataran de auxiliarles. Las descripciones de los cercos de Málaga (1487) y de Baza (1489) dan una idea bastante precisa de la sofisticación que alcanzaron las técnicas de cerco.
Tradicionalmente, las máquinas y tácticas empleadas en los asedios –ingenios lanzadores de piedras, torres de madera, escalas o el minado de las murallas– eran poco eficaces, y los asaltos a viva fuerza exigían un coste humano difícil de asumir. Por estas razones, las conquistas de ciudades, villas fortificadas o incluso fortalezas se solían resolver mediante bloqueos que duraban muchos meses y en los que el hambre y la falta de socorro externo eran clave. Pero durante el siglo XV se introdujo un nuevo tipo de arma que alteró la superioridad de los defensores sobre los atacantes: la artillería de pólvora.
Antes hubo batallas en campo abierto entre ejércitos numerosos: las del Salado (1340), Río Palmones (1344), Boca del Asna (1410) y la Higueruela (1431) fueron quizá las más importantes. Pero durante la guerra de Granada la inferioridad militar de los nazaríes hizo que no se arriesgaran a aceptar este tipo de confrontación, como sucedió en Baza en 1489, entre el ejército de Fernando el Católico que asediaba la ciudad y una fuerza de socorro granadina.
El empleo de la artillería de pólvora hizo que los defensores de una fortaleza perdieran su superioridad sobre los atacantes
FALCONETES. MUSEO DEL EJÉRCITO, ALCÁZAR DE TOLEDO. ORONOZ / ALBUM
Frente a la contundencia ofensiva de los ejércitos castellanos, los nazaríes apenas tuvieron otra opción que refugiarse detrás de sus murallas, contemplar impotentes la destrucción de sus campos y resistir con mayor o menor fortuna los asedios. Los factores que en épocas anteriores habían jugado en favor de los defensores de un punto fuerte asediado –la potencia defensiva de las murallas de piedra, su altura, una orografía áspera, la llegada de un ejército de socorro…– quedaron anulados por la artillería de pólvora, por la eficaz movilización castellana de miles de hombres empleados como zapadores para abrir caminos y plantar campamentos, y por la imposibilidad de recibir ayuda externa, ya fuese del norte de África o de la propia capital del reino.
A los granadinos no les quedaron muchas opciones. Podían defenderse, a veces hasta las últimas consecuencias –como en Málaga, cuya población fue esclavizada–, y en otras muchas ocasiones hasta alcanzar una capitulación aceptable. También podían intentar sorprender a los atacantes mediante emboscadas, o, en el mejor de los casos, podían organizar alguna cabalgada al otro lado de la frontera, casi siempre con escaso éxito.
El ejército castellano
El despliegue de medios que pusieron en liza los Reyes Católicos durante la guerra no tiene precedentes en la Península, como lo demuestra el número de efectivos reclutados para una sola campaña. Si en Las Navas de Tolosa (1212) el ejército cruzado reunió en torno a 12.000 combatientes y a principios del siglo XV Fernando de Antequera aspiraba a concentrar en torno a 28.000 hombres entre caballeros, jinetes y peones para lanzarlos contra el sultanato, la ya citada tala dirigida
El ejército castellano era numeroso, pero carecía de cuadros de mando profesionales y no tenía carácter permanente
ADARGA, ESCUDO LIGERO NAZARÍ HECHO EN CUERO. ARMERÍA REAL, MADRID. ORONOZ / ALBUM
por Fernando el Católico en 1483 por la Vega de Granada contó con 10.000 hombres a caballo, 20.000 peones y otros 30.000 taladores. Detrás de este incremento de fuerzas encontramos un reino que había crecido en extensión, población y riqueza, pero que también había ampliado sus recursos fiscales y su administración.
Los Reyes Católicos se beneficiaron de estas tendencias y no tuvieron que realizar profundas transformaciones en las fuerzas a su servicio. De hecho, la estructura del ejército que conquistó el reino de Granada seguía manteniendo rasgos medievales. Era un contingente no permanente, que se reunía para realizar una campaña y se disolvía una vez concluida. También era heterogéneo: lo formaban milicias aportadas por los nobles, las órdenes militares, el episcopado y las ciudades, que cuando llegaba el momento de la concentración se unían a fuerzas que dependían directamente de los monarcas, como las guardias reales o los vasallos regios que percibían una soldada (el acostamiento) a cambio de prestar un servicio militar. Carecía de cuadros de mando profesionales y de unidades de encuadramiento estables y prefijadas, de modo que cada milicia mantenía las suyas propias. Y estaba desprovisto de sistemas logísticos permanentes que le permitiesen moverse o alimentarse sobre el terreno durante mucho tiempo.
Al margen del aumento del tamaño del ejército, quizá la mayor novedad sea la creación de la Hermandad (o Santa Hermandad). Era una fuerza permanente y de carácter territorial, repartida por las ciudades de Castilla y de León, pagada mediante una contribución fiscal específica y que en algunas campañas llegó estar integrada por 10.000 peones.
El ejército seguía contando con gran número de caballeros pesadamente equipados, armados con lanza larga, espada, escudo, casco, cota de malla, placas de metal o armadura, y montados a la brida con estribo largo y arzón alto, lo que les daba estabilidad sobre la montura en el momento del choque con el enemigo. Pero la guerra en la frontera no se basaba tanto en la colisión entre masas
de caballeros como en operaciones que exigían mucha mayor movilidad: cabalgadas, talas, celadas… De ahí que alcanzara un gran desarrollo la caballería ligera: el jinete portaba un equipo menos pesado (jabalina, protecciones de cuero) y montaba a la jineta, con estribo corto, lo que le confería mayor velocidad y maniobrabilidad, adaptada al terreno y a las formas de combatir granadinas.
También es destacable el papel de los peones, que cumplieron funciones esenciales: como taladores en el curso de las talas; como combatientes en los asedios; como zapadores en la preparación de los caminos por los que habían de marchar los ejércitos y las grandes piezas de artillería, y en la construcción de los campamentos asediantes. Además de las herramientas necesarias para estas tareas, siguieron portando sus armas tradicionales: lanzas y ballestas, aunque ya empezaron a introducirse armas de fuego portátiles, como las espingardas. Y apareció un cuerpo de especialistas en el manejo de las armas de fuego: los artilleros.
Los recursos del sultanato eran muy inferiores: se calcula que la caballería de todo el reino (una caballería ligera que montaba a la jineta) difícilmente superaría los 7.000 combatientes, pero repartidos por todo el territorio, de modo que el soberano nunca podría contar con todos para una operación concreta. El número de ballesteros sería mucho mayor, pero también estaban distribuidos por todas las ciudades, villas y fortalezas del reino. Y no parece que las armas de fuego alcanzaran la magnitud y eficacia de las empleadas por los castellanos.
Una derrota anunciada
El ejército estaba encabezado por el sultán y contaba con una guardia personal de los monarcas (los elches, originalmente cautivos
Con los granadinos lucharon bereberes del norte de África, los guzat o «voluntarios de la fe»
ESPADA DE ALÍ ATAR, SUEGRO DE BOABDIL, QUE MURIÓ EN LA BATALLA DE IZNÁJAR. MUSEO DEL EJÉRCITO, MADRID. ORONOZ / ALBUM
cristianos que se habían convertido al Islam), con contingentes reclutados por el Estado (el ejército regular), con voluntarios que luchaban en cumplimiento del yihad y con efectivos de diversas localidades que podían ser movilizados para algunas campañas. Según el autor granadino Ibn Hudayl, el ejército tenía una organización definida, al menos en teoría: grandes unidades de 5.000 hombres, bajo el mando de un general, se dividían en cinco cuerpos de 1.000, a su vez subdivididos en cinco grupos de 200. Estos últimos se repartían en cinco secciones de 40 hombres, cada una de las cuales se articulaba en cinco escuadras de ocho combatientes.
Granada también contó con el apoyo de un importante grupo de bereberes norteafricanos conocidos como guzat, «voluntarios de la fe», zenetas o gomeres, que tuvo un notable papel militar, como sucedió con la defensa de Málaga durante el asedio de 1487.
El desequilibrio entre los dos bandos hacía inevitable un desenlace final del que los granadinos eran plenamente conscientes.
Durante los seis meses que duró el asedio de Baza en 1489, las tropas granadinas, dirigidas por el Zagal (el penúltimo rey de Granada, expulsado del trono por Boabdil), estuvieron asentadas muy cerca, en Guadix, pero este gobernante nazarí nunca lanzó un ataque masivo contra el real castellano. Los responsables de la defensa de la ciudad, diezmados por el hambre y los combates, creían que sólo el auxilio de aquel ejército nazarí podría evitar la capitulación, y se lo dijeron al Zagal. Las palabras con las que éste respondió a los defensores bien pueden tenerse como un explícito reconocimiento de fatalismo y resignación: su deseo de socorrerlos era tan grande como flaco su poder para hacerlo. La suerte estaba decidida.