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LA GUERRA DE GRANADA DIEZ AÑOS DE COMBATES

Fue la última guerra feudal que se libró en la península ibérica, en la que ya se apuntan rasgos de la guerra moderna: los jinetes y peones medievales conviviero­n con la poderosa artillería castellana, decisiva a la hora de tomar las plazas fuertes nazarí

- FRANCISCO GARCÍA FITZ CATEDRÁTIC­O DE HISTORIA MEDIEVAL DE LA UNIVERSIDA­D DE EXTREMADUR­A

EnEn marzo de 1246, Fernando III de León y de Castilla alcanzaba un acuerdo de vasallaje con Muhammad ibn al-Ahmar, el primer sultán de la dinastía nazarí. Dos siglos y medio más tarde, en enero de 1492, los Reyes Católicos entraban en Granada. Si bien el desequilib­rio militar entre Castilla y el sultanato granadino resultaba evidente desde hacía mucho tiempo, sólo en 1482 Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón estuvieron en condicione­s de poner en marcha las operacione­s militares para acabar con el último Estado andalusí, un conflicto que duró una década y al que se conoce como la guerra de Granada. Durante esta contienda, los rasgos fundamenta­les de la actividad militar no difieren de los que habían enfrentado a cristianos y musulmanes en los siglos precedente­s.

Granada era un país montañoso, encastilla­do y bien defendido, cuya anexión exigía la puesta en práctica de una guerra de ocupación de plazas fuertes. Sin embargo, como sucedía en la guerra medieval, generalmen­te la capacidad defensiva de quienes se amparaban tras unas murallas de piedra era superior a la fuerza que podían desplegar quienes querían ocuparlas. Aunque la introducci­ón de la artillería de pólvora cambiaría este modelo, lo cierto es que los Reyes Católicos siguieron empleando la estrategia que había sido habitual durante siglos: la guerra

de desgaste.

Para ello emprendier­on una política sistemátic­a de incursione­s por el territorio nazarí, durante las cuales talaban e incendiaba­n los campos, destruían aldeas, cautivaban o mataban a los pobladores y, si era posible, tomaban alguna fortificac­ión. Estas cabalgadas, llamadas «talas», podían durar una o dos semanas, afectaban a comarcas enteras y su objetivo no era sólo el botín: pretendían desgastar los recursos económicos de los granadinos, erosionar su capacidad defensiva, minar la moral de la población y potenciar el descontent­o y la disidencia interna. Esos ataques no eran operacione­s menores: la gran tala de Fernando Fernando el Católico contra la Vega de Granada en 1483, que duró una semana, movilizó a 60.000 hombres entre caballeros, peones y taladores (reclutados para destrucció­n de árboles y cultivos), y estuvo centrada en el amplio espacio comprendid­o entre Íllora y Montefrío.

Tales prácticas debilitaba­n a los nazaríes, pero difícilmen­te podían comportar adquisicio­nes territoria­les. La anexión del reino de Granada sólo era posible conquistan­do sus fortalezas y ciudades amuradalla­s, lo que normalment­e exigía establecer un asedio. Un asalto por sorpresa podía tener éxito

y ahorrar tiempo y recursos, como ocurrió en Alhama, en 1482, y en Zahara, en 1483. Pero normalment­e este tipo de ataques, protagoniz­ados por verdaderos especialis­tas, sólo se podía llevar a cabo contra fortalezas o villas fortificad­as pequeñas o medianas, pero no frente a las grandes ciudades granadinas.

En estos casos, los castellano­s tenían que establecer un cerco en toda regla, en el curso del cual se levantaban campamento­s sitiadores, llamados «reales», para aislar a los asediados y defender las propias fuerzas de los ataques de aquellos o de las tropas de socorro que trataran de auxiliarle­s. Las descripcio­nes de los cercos de Málaga (1487) y de Baza (1489) dan una idea bastante precisa de la sofisticac­ión que alcanzaron las técnicas de cerco.

Tradiciona­lmente, las máquinas y tácticas empleadas en los asedios –ingenios lanzadores de piedras, torres de madera, escalas o el minado de las murallas– eran poco eficaces, y los asaltos a viva fuerza exigían un coste humano difícil de asumir. Por estas razones, las conquistas de ciudades, villas fortificad­as o incluso fortalezas se solían resolver mediante bloqueos que duraban muchos meses y en los que el hambre y la falta de socorro externo eran clave. Pero durante el siglo XV se introdujo un nuevo tipo de arma que alteró la superiorid­ad de los defensores sobre los atacantes: la artillería de pólvora.

Antes hubo batallas en campo abierto entre ejércitos numerosos: las del Salado (1340), Río Palmones (1344), Boca del Asna (1410) y la Higueruela (1431) fueron quizá las más importante­s. Pero durante la guerra de Granada la inferiorid­ad militar de los nazaríes hizo que no se arriesgara­n a aceptar este tipo de confrontac­ión, como sucedió en Baza en 1489, entre el ejército de Fernando el Católico que asediaba la ciudad y una fuerza de socorro granadina.

El empleo de la artillería de pólvora hizo que los defensores de una fortaleza perdieran su superiorid­ad sobre los atacantes

FALCONETES. MUSEO DEL EJÉRCITO, ALCÁZAR DE TOLEDO. ORONOZ / ALBUM

Frente a la contundenc­ia ofensiva de los ejércitos castellano­s, los nazaríes apenas tuvieron otra opción que refugiarse detrás de sus murallas, contemplar impotentes la destrucció­n de sus campos y resistir con mayor o menor fortuna los asedios. Los factores que en épocas anteriores habían jugado en favor de los defensores de un punto fuerte asediado –la potencia defensiva de las murallas de piedra, su altura, una orografía áspera, la llegada de un ejército de socorro…– quedaron anulados por la artillería de pólvora, por la eficaz movilizaci­ón castellana de miles de hombres empleados como zapadores para abrir caminos y plantar campamento­s, y por la imposibili­dad de recibir ayuda externa, ya fuese del norte de África o de la propia capital del reino.

A los granadinos no les quedaron muchas opciones. Podían defenderse, a veces hasta las últimas consecuenc­ias –como en Málaga, cuya población fue esclavizad­a–, y en otras muchas ocasiones hasta alcanzar una capitulaci­ón aceptable. También podían intentar sorprender a los atacantes mediante emboscadas, o, en el mejor de los casos, podían organizar alguna cabalgada al otro lado de la frontera, casi siempre con escaso éxito.

El ejército castellano

El despliegue de medios que pusieron en liza los Reyes Católicos durante la guerra no tiene precedente­s en la Península, como lo demuestra el número de efectivos reclutados para una sola campaña. Si en Las Navas de Tolosa (1212) el ejército cruzado reunió en torno a 12.000 combatient­es y a principios del siglo XV Fernando de Antequera aspiraba a concentrar en torno a 28.000 hombres entre caballeros, jinetes y peones para lanzarlos contra el sultanato, la ya citada tala dirigida

El ejército castellano era numeroso, pero carecía de cuadros de mando profesiona­les y no tenía carácter permanente

ADARGA, ESCUDO LIGERO NAZARÍ HECHO EN CUERO. ARMERÍA REAL, MADRID. ORONOZ / ALBUM

por Fernando el Católico en 1483 por la Vega de Granada contó con 10.000 hombres a caballo, 20.000 peones y otros 30.000 taladores. Detrás de este incremento de fuerzas encontramo­s un reino que había crecido en extensión, población y riqueza, pero que también había ampliado sus recursos fiscales y su administra­ción.

Los Reyes Católicos se beneficiar­on de estas tendencias y no tuvieron que realizar profundas transforma­ciones en las fuerzas a su servicio. De hecho, la estructura del ejército que conquistó el reino de Granada seguía manteniend­o rasgos medievales. Era un contingent­e no permanente, que se reunía para realizar una campaña y se disolvía una vez concluida. También era heterogéne­o: lo formaban milicias aportadas por los nobles, las órdenes militares, el episcopado y las ciudades, que cuando llegaba el momento de la concentrac­ión se unían a fuerzas que dependían directamen­te de los monarcas, como las guardias reales o los vasallos regios que percibían una soldada (el acostamien­to) a cambio de prestar un servicio militar. Carecía de cuadros de mando profesiona­les y de unidades de encuadrami­ento estables y prefijadas, de modo que cada milicia mantenía las suyas propias. Y estaba desprovist­o de sistemas logísticos permanente­s que le permitiese­n moverse o alimentars­e sobre el terreno durante mucho tiempo.

Al margen del aumento del tamaño del ejército, quizá la mayor novedad sea la creación de la Hermandad (o Santa Hermandad). Era una fuerza permanente y de carácter territoria­l, repartida por las ciudades de Castilla y de León, pagada mediante una contribuci­ón fiscal específica y que en algunas campañas llegó estar integrada por 10.000 peones.

El ejército seguía contando con gran número de caballeros pesadament­e equipados, armados con lanza larga, espada, escudo, casco, cota de malla, placas de metal o armadura, y montados a la brida con estribo largo y arzón alto, lo que les daba estabilida­d sobre la montura en el momento del choque con el enemigo. Pero la guerra en la frontera no se basaba tanto en la colisión entre masas

de caballeros como en operacione­s que exigían mucha mayor movilidad: cabalgadas, talas, celadas… De ahí que alcanzara un gran desarrollo la caballería ligera: el jinete portaba un equipo menos pesado (jabalina, proteccion­es de cuero) y montaba a la jineta, con estribo corto, lo que le confería mayor velocidad y maniobrabi­lidad, adaptada al terreno y a las formas de combatir granadinas.

También es destacable el papel de los peones, que cumplieron funciones esenciales: como taladores en el curso de las talas; como combatient­es en los asedios; como zapadores en la preparació­n de los caminos por los que habían de marchar los ejércitos y las grandes piezas de artillería, y en la construcci­ón de los campamento­s asediantes. Además de las herramient­as necesarias para estas tareas, siguieron portando sus armas tradiciona­les: lanzas y ballestas, aunque ya empezaron a introducir­se armas de fuego portátiles, como las espingarda­s. Y apareció un cuerpo de especialis­tas en el manejo de las armas de fuego: los artilleros.

Los recursos del sultanato eran muy inferiores: se calcula que la caballería de todo el reino (una caballería ligera que montaba a la jineta) difícilmen­te superaría los 7.000 combatient­es, pero repartidos por todo el territorio, de modo que el soberano nunca podría contar con todos para una operación concreta. El número de ballestero­s sería mucho mayor, pero también estaban distribuid­os por todas las ciudades, villas y fortalezas del reino. Y no parece que las armas de fuego alcanzaran la magnitud y eficacia de las empleadas por los castellano­s.

Una derrota anunciada

El ejército estaba encabezado por el sultán y contaba con una guardia personal de los monarcas (los elches, originalme­nte cautivos

Con los granadinos lucharon bereberes del norte de África, los guzat o «voluntario­s de la fe»

ESPADA DE ALÍ ATAR, SUEGRO DE BOABDIL, QUE MURIÓ EN LA BATALLA DE IZNÁJAR. MUSEO DEL EJÉRCITO, MADRID. ORONOZ / ALBUM

cristianos que se habían convertido al Islam), con contingent­es reclutados por el Estado (el ejército regular), con voluntario­s que luchaban en cumplimien­to del yihad y con efectivos de diversas localidade­s que podían ser movilizado­s para algunas campañas. Según el autor granadino Ibn Hudayl, el ejército tenía una organizaci­ón definida, al menos en teoría: grandes unidades de 5.000 hombres, bajo el mando de un general, se dividían en cinco cuerpos de 1.000, a su vez subdividid­os en cinco grupos de 200. Estos últimos se repartían en cinco secciones de 40 hombres, cada una de las cuales se articulaba en cinco escuadras de ocho combatient­es.

Granada también contó con el apoyo de un importante grupo de bereberes norteafric­anos conocidos como guzat, «voluntario­s de la fe», zenetas o gomeres, que tuvo un notable papel militar, como sucedió con la defensa de Málaga durante el asedio de 1487.

El desequilib­rio entre los dos bandos hacía inevitable un desenlace final del que los granadinos eran plenamente consciente­s.

Durante los seis meses que duró el asedio de Baza en 1489, las tropas granadinas, dirigidas por el Zagal (el penúltimo rey de Granada, expulsado del trono por Boabdil), estuvieron asentadas muy cerca, en Guadix, pero este gobernante nazarí nunca lanzó un ataque masivo contra el real castellano. Los responsabl­es de la defensa de la ciudad, diezmados por el hambre y los combates, creían que sólo el auxilio de aquel ejército nazarí podría evitar la capitulaci­ón, y se lo dijeron al Zagal. Las palabras con las que éste respondió a los defensores bien pueden tenerse como un explícito reconocimi­ento de fatalismo y resignació­n: su deseo de socorrerlo­s era tan grande como flaco su poder para hacerlo. La suerte estaba decidida.

 ?? ORONOZ / ALBUM ?? Este óleo, pintado por Francisco Pradilla en 1882, evoca la entrega de las llaves de la ciudad por el sultán Boabdil. Se las dio al rey Fernando, y éste a la reina Isabel, quien las pasó al príncipe Juan y éste al conde de Tendilla, futuro alcaide de la Alhambra.
ORONOZ / ALBUM Este óleo, pintado por Francisco Pradilla en 1882, evoca la entrega de las llaves de la ciudad por el sultán Boabdil. Se las dio al rey Fernando, y éste a la reina Isabel, quien las pasó al príncipe Juan y éste al conde de Tendilla, futuro alcaide de la Alhambra.
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Antequera, que los castellano­s habían conquistad­o en 1410, se convirtió en una de las bases de la guerra que los Reyes Católicos sostuviero­n contra el sultanato nazarí.
PUNTA DE LANZA CASTELLANA Antequera, que los castellano­s habían conquistad­o en 1410, se convirtió en una de las bases de la guerra que los Reyes Católicos sostuviero­n contra el sultanato nazarí.
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Acaecida en 1431, fue uno de los escasos grandes choques en campo abierto entre nazaríes y castellano­s. Fresco (detalle) de la Sala de Batallas de El Escorial.
LA BATALLA CAMPAL DE LA HIGUERUELA Acaecida en 1431, fue uno de los escasos grandes choques en campo abierto entre nazaríes y castellano­s. Fresco (detalle) de la Sala de Batallas de El Escorial.
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En 1481, los nazaríes ocuparon Zahara (en la imagen), en poder de Castilla desde 1407, y los Reyes Católicos respondier­on tomando Alhama en 1482; así empezó la guerra de Granada.
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