RAFAEL EL GENIO SONRIENTE DEL RENACIMIENTO
Hace 500 años moría en Roma, víctima de unas fiebres, Rafael Sanzio, el pintor que en sus 37 años de vida plasmó el ideal de belleza clásica de la era renacentista
PocoPoco tiempo después de ser elegido papa en 1503, Julio II decidió que no quería vivir en los aposentos que habían pertenecido a su odiado predecesor, Alejandro VI. Escogió algunas habitaciones en el segundo piso del palacio apostólico y llamó a los artistas más importantes del momento para acondicionarlas y decorarlas. En 1508 convocó también a un joven pintor y le encargó que se ocupara de la estancia de la Signatura (el nombre deriva de «Signatura de Gracia y Justicia», el tribunal papal que anteriormente se ubicaba en aquella sala). Después de unas pruebas, el papa quedó convencido del talento del artista, ordenó destruir las pinturas realizadas por los demás autores y le confió la decoración de todas las estancias. Con sólo 25 años, Rafael Sanzio, conocido simplemente como Rafael, hacía su entrada en la historia de la pintura occidental.
Un niño prodigio
Rafael nació en Urbino en 1483, hijo de Màgia Ciarla y de un pintor llamado Giovanni Santi. La forma latinizada Santius dio lugar más tarde al apellido Sanzio. Probablemente vino al mundo un 28 de marzo, aunque según algunos nació el 6 de abril, el mismo día en que murió 37 años después. Rafael aprendió los primeros rudimentos artísticos con su padre y mostró enseguida una habilidad extraordinaria. Es dudoso que, tal como sostiene la tradición, fuera alumno de Pietro Vannucci, llamado el Perugino, uno de los artistas más de moda en aquella época. Lo que se sabe a ciencia cierta es que, aún adolescente, era capaz de pintar cuadros cada vez más complejos, y con sólo 17 años firmó un contrato como maestro, junto con su colega Evangelista da Pian di Meleto, para ejecutar el retablo del altar de una iglesia de Città di Castello.
En poco tiempo, Rafael fue considerado una estrella en alza del arte italiano y empezó a recibir encargos de va
rias zonas del centro de Italia. En 1504 se trasladó a Florencia gracias al interés de la duquesa Giovanna da Montefeltro, hermana del duque de Urbino, que lo recomendó al gonfaloniero Pier Soderini –gobernante de la república florentina tras la expulsión de los Médicis–, describiéndolo como un artista ya consolidado y digno de encargos de prestigio. Muy pronto se convirtió en protagonista de la escena artística florentina, trabajando para las élites de la ciudad, como las familias Doni o Dei. Precisamente estaba ocupado con esta última cuando fue requerido por Juli0 II en el Vaticano.
En Roma, mientras estaba ocupado con las estancias papales, Rafael no renunció al resto de encargos que le llegaban, que se multiplicaron rápidamente. Muy pronto necesitó ayuda y organizó un grupo de jóvenes artistas
entre los cuales se hallaban Perin del Vaga y, a partir de 1516, también Giulio Romano, uno de sus colaboradores más talentosos y de mayor confianza. Tras la muerte de Rafael, fueron estos ayudantes los que terminaron los frescos de la última sala del Vaticano, la Estancia de Constantino, basándose en sus dibujos.
Amante del placer
En 1509, el papa le ofreció un segundo trabajo: escribir los breves apostólicos, cartas papales de pequeño formato. Y es que al parecer Rafael también tenía habilidad para la escritura, pues se le atribuyen seis sonetos amorosos que se hallaron junto a algunos dibujos preparatorios para los frescos de las estancias.
El pintor de Urbino era conocido por su apostura y su carácter afable. También por esta razón tenía gran éxito con las mujeres. Giorgio Vasari, en sus biografías de artistas, las Vidas, cuenta que Rafael era «persona muy amorosa y aficionada a las mujeres» y amante de los «placeres carnales». Se le atribuyeron relaciones –verdaderas o presuntas– con diferentes mujeres, entre ellas Beatrice Ferrarese e Imperia Cognati, dos famosas cortesanas.
Pero, según la tradición, el gran amor de Rafael fue una plebeya llamada Margherita Luti, conocida como la Fornarina porque su padre era panadero (en italiano fornaio). Según una versión romántica de la historia, Rafael vio por primera vez a Margherita al asomarse a una ventana: ambos se enamoraron al instante y permanecerían juntos hasta
la prematura muerte del pintor. Después, la mujer se encerró en un convento y se perdió su rastro. Probablemente Rafael la pintó en un cuadro conocido precisamente como La Fornarina. Una reciente restauración ha señalado que en una primera versión la mujer retratada llevaba un anillo que después fue borrado, de lo que algunos deducen que los dos se habrían casado en secreto.
En realidad, Rafael estaba prometido oficialmente con Maria, la jovencísima sobrina del poderoso cardenal Bernardo Dovizi da Bibbiena. Se trataba, sin embargo, de una relación de conveniencia y el pintor intentó durante mucho tiempo posponer la boda, a pesar de la insistencia cada vez mayor del cardenal. Al final, el matrimonio no se celebró a causa de la temprana muerte de la muchacha.
El «divino Rafael»
Mientras tanto, en 1513 murió Julio II, siendo sucedido por León X. Éste no sólo confirmó el encargo de las estancias a Rafael, sino que también le confió la dirección de las obras de la nueva basílica de San Pedro e incluso le encargó supervisar los hallazgos de esculturas e inscripciones antiguas que tenían lugar por aquel entonces. En la Ciudad Eterna, Rafael se rodeó de prestigiosos amigos y conocidos, como el banquero Agostino Chigi, que le confió algunas obras en su villa; el literato Baltasar de Castiglione, con el cual escribió una carta a cuatro manos dirigida al pontífice sobre los mármoles antiguos, y el cardenal Julio de Médicis, quien le encargó el proyecto de la villa Madama.
Signo de su triunfo como artista, en 1517 Rafael compró el palacio Caprini en Roma. Sin embargo, el pintor falleció apenas tres años después: el 6 de abril de 1520, un viernes santo. Vasari atribuyó su muerte a sus «excesos amorosos», aludiendo quizás a alguna enfermedad venérea. En realidad, sólo sabemos que padeció una fuerte fiebre y murió tras algunos días de agonía. El intelectual y coleccionista de arte Marcantonio Michiel, presente en aquellos momentos, describió en una carta la desesperación de todos, incluido el papa. Habló también de algunos extraños fenómenos que tuvieron lugar aquel día, como la aparición de una grieta en el palacio Vaticano o el oscurecimiento del cielo. Sucesos que, unidos a la fecha de la muerte, que supuestamente coincidía con la de Cristo, favorecieron la idea de un «divino» Rafael que se había ido extendiendo entre sus contemporáneos gracias a la belleza de sus obras. Un ejemplo de la excepcionalidad que la figura de Rafael había alcanzado es el epitafio que le dedicó el literato Pietro Bembo: «Mientras él vivió, la naturaleza tuvo miedo de ser vencida, y, cuando murió, tuvo miedo de morir con él».