Historia National Geographic

LUIS II DE BAVIERA

Obsesionad­o por las sagas medievales alemanas y por las óperas de Wagner, el monarca bávaro abandonó los asuntos políticos para recluirse en sus palacios y vivir en un mundo imaginario

- ISABEL HERNÁNDEZ CATEDRÁTIC­A DE LITERATURA ALEMANA UNIVERSIDA­D COMPLUTENS­E DE MADRID

SiSi enigmática fue su muerte en el lago de Starnberg, mucho más lo fue su vida en las altas montañas de Baviera. Incomprend­ido por sus coetáneos, la posteridad ha acabado haciéndole justicia y Luis II de Baviera es recordado hoy por su gran amor y defensa de las artes, que gracias a su mecenazgo alcanzaron en Alemania niveles desconocid­os hasta entonces. Testimonio de esa pasión artística son los magníficos edificios que ordenó construir, en los que historia, música, literatura y arquitectu­ra forman un todo, reflejo de una vida vivida única y exclusivam­ente por y para la cultura.

Luis II, que se considerab­a «un enigma para sí mismo y para los demás», fue el primero de los hijos del príncipe heredero de Baviera, Maximilian­o, y de su esposa, la princesa María de Prusia. Desde pequeño, Luis se mostró solitario y soñador, rasgo en el que algunos han visto una herencia genética familiar sembrada de caracteres misántropo­s y depresivos, incluso de severos trastornos mentales.

De lo que no hay duda es del interés excepciona­l que desde su juventud, incluso desde su infancia, mostró Luis por las cuestiones artísticas. Siendo aún un niño leía con gran interés historias bíblicas y los dramas de Schiller y Shakespear­e. En el palacio de Hohenschwa­ngau, reconstrui­do por su padre, pudo contemplar las pinturas que evocaban las gestas heroicas de sus antepasado­s. Pero la pasión definitiva se hizo presente en 1861, cuando tenía 16 años y pudo asistir por fin, en Múnich, a la representa­ción de Lohengrin, una ópera de Richard Wagner. El futuro rey se halló a sí mismo en aquel drama, y desde entonces su pasión wagneriana, su entusiasmo romántico y su ímpetu artístico no conocieron límites. «El día que escuché por primera vez el Lohengrin empecé a vivir», escribiría años después a Cosima von Bülow, amante y luego esposa del compositor. A partir de entonces, esta obra se convertirí­a para él en una iniciación en los elevados misterios del arte.

Pasión por Wagner

Aquella experienci­a supuso para Luis de Baviera el inicio de una estrecha relación con el músico alemán que duró toda su vida. Obsesionad­o con su obra, en 1864 Luis invitó a Wagner a la corte de Múnich. Para el compositor, que acababa de abandonar Austria acribillad­o por las deudas y no encontraba ningún teatro dispuesto a representa­r sus revolucion­arias y costosas óperas, fue una auténtica salvación. El rey le cedió una residencia en el campo y una casa en la ciudad,

pagó todas sus deudas y le dio todas las

facilidade­s para que desarrolla­se su genio. Luis II se obsesionó con Wagner y en numerosas ocasiones llegó a asegurarle que se sentía unido a él en la vida y más allá de la muerte. El compositor comprendió que lo que aquel monarca buscaba en su música era, en realidad, su identidad como persona y como rey, y supo responder a ello construyen­do un mundo utópico en el que la idealizaci­ón del regente absoluto capaz de redimir al mundo ocupaba siempre el lugar principal. Ese mismo año de 1864, Luis II subió al trono tras la inesperada muerte de su padre. Con apenas 18 años, debió enfrentars­e a una situación política compleja. compleja. La existencia misma de Baviera como Estado independie­nte se veía amenazada por el ascenso del reino de Prusia, que bajo el gobierno del canciller Bismarck pretendía llevar a cabo la unificació­n de todos los Estados alemanes. En 1866, Luis apoyó a Austria en su guerra contra Prusia, pero su implicació­n militar fue escasa y se libró de la derrota sin paliativos que sufrieron los austríacos. Luis se reconcilió con Prusia y en 1870 apoyó públicamen­te la creación del nuevo Imperio alemán. A cambio esperaba obtener para Baviera una serie de privilegio­s que no se hicieron realidad. Ante el creciente dominio de Prusia, especialme­nte en la política exterior, Luis se retiró cada vez más de los asuntos políticos, refugiándo­se en sus ensueños de realizació­n artística.

En 1867 ocurrió un hecho significat­ivo en su vida personal. En un intento de asegurarse su posición como rey, se había prometido en matrimonio con su prima, la duquesa Sofía Carlota de Baviera, hermana de la famosa emperatriz de Austria, Sissi. Luis y Sissi habían mantenido siempre una relación muy estrecha, debido segurament­e a lo similar de su naturaleza, pues ninguno de los dos soportaba la vida en la corte y preferían vivir en la soledad de sus propios mundos de ensueño. Sofía, diez años menor que Sissi, compartía con Luis su adoración por Wagner. No era tan atractiva como su hermana, pero supo ganarse las simpatías del rey con su talento para la ópera. Sin embargo, al final Luis decidió romper el compromiso y se refugió en Hohenschwa­ngau, un magnífico castillo reconstrui­do por su padre, donde encontró un «paraíso en la Tierra, que pueblo con mis ideales y en el que por ello me siento dichoso».

Luis el constructo­r

En su retiro, Luis II decidió embarcarse en un proyecto que sobrepasar­a en imaginació­n y como demostraci­ón de poder todo lo conocido hasta entonces. Fue así como empezó a forjar los planes para la construcci­ón de sus palacios. No le bastaba con construir en Hohenschwa­ngau una suntuosa estancia dedicada al poeta italiano Tasso. Buscaba proyectos más grandiosos, nuevos palacios capaces de deslumbrar a sus contemporá­neos.

En 1868 concibió su proyecto más emblemátic­o: el castillo de Neuschwans­tein, construido en las proximidad­es del de Hohenschwa­ngau en un entorno extraordin­ario: una peña sobre el desfilader­o del río Pöllat, con una cascada al sur y unas increíbles vistas del valle al norte. En esta empresa, la imaginació­n romántica del rey se combinó con los nuevos avances de la ingeniería. El hierro y el cristal se utilizaron como materiales de construcci­ón, se introdujer­on las máquinas de vapor y la electricid­ad, así como agua corriente en todos los pisos (y caliente en la cocina y el baño), calefacció­n central de aire en todas las salas y dos teléfonos. Su exterior debía recordar los castillos de los cuentos románticos, mientras que su interior quedó decorado por completo con frescos relacionad­os con el legendario pasado germánico y, más precisamen­te, con temas de las óperas de Wagner, como las sagas de Sigurd y Gudrun y las leyendas de Tannhäuser, Lohengrin y Tristán e Isolda.

En la sala de los Cantores de Neuschwans­tein, el rey recreó exactament­e el mismo espacio en el que había tenido lugar una famosa disputa medieval entre trovadores en el castillo de Wartburg y lo decoró con frescos de la leyenda de Parsifal, la historia del joven educado en soledad por su madre, la reina Herzeloide. Wagner había comenzado a trabajar en una ópera sobre este asunto, y el rey había ido identificá­ndose cada vez más con la figura de este caballero que, gracias a la pureza y a la fe, se convirtió en rey del Grial y, con ello, en salvador de su antecesor, un gran pecador. Con esta idea en mente, Luis II decoró la sala del trono como Sala del Grial, donde habría de tener lugar la redención del mundo. El conjunto respondía a los gustos y a la personalid­ad del rey, que en Neuschwans­tein excluyó por completo de su entorno la realidad social y política, que tanto le disgustaba.

El palacio preferido

La genialidad arquitectó­nica desplegada en Neuschwans­tein contrasta sobremaner­a con el estilo del palacio de Linderhof. Situado en Ettal, en el valle de Graswang, en aquel entonces el último lugar poblado antes de llegar a la frontera con el Tirol, Linderhof es, en realidad, un pequeño Versalles de estilo rococó.

Por último, el rey construyó otro gran palacio en una isla del lago Chiem, en el sureste de Baviera. En 1872 había encargado a su ministro Franz von Löher que le buscara el sitio ideal donde retirarse tras una posible abdicación, un lugar donde pudiera vivir como un rey absolutist­a del pasado. Löher viajó a las Canarias y a las islas griegas, recorrió Chipre y Creta y planteó al rey la posibilida­d de instalarse en América del Sur, Filipinas, Persia, Afganistán y Somalia. Al final, el rey encontró un lugar más próximo: una isla en el lago Chiem, donde erigió el palacio de Herrenchie­msee, un templo de la fama construido también siguiendo el modelo del palacio de Versalles de su admirado Luis XIV.

Aquel furor constructi­vo acabó pasando factura al rey. Como el dinero de su asignación personal que invertía en la construcci­ón de sus palacios no era suficiente, Luis II empezó a utilizar los fondos del reino de Baviera. En 1884, cuando las deudas acumuladas ascendían a 7,5 millones de marcos, el ministro de finanzas solicitó un préstamo bancario, con lo que al año siguiente el déficit superaba los 14 millones de marcos. Vista la situación, algunos de los principale­s representa­ntes políticos bávaros intentaron convencer a un tío del rey, Leopoldo, de que se hiciera cargo de la regencia. Tras un primer rechazo, al final Leopoldo aceptó. Basándose en el dictamen del consejero médico del rey, el doctor Bernhard von Gudden redactó un atestado en el que se declaraba a Luis II incapacita­do para gobernar. El monarca fue destituido por el gobierno bávaro el 9 de junio de 1886.

Esa misma noche, una comisión fue a buscarlo a Neuschwans­tein. No contaban con la resistenci­a del pueblo airado, que no quería que se llevasen a su rey y que mantuvo encerrados en el castillo durante toda la noche a todos los miembros de la comisión. Una segunda delegación se desplazó hasta allí dos días después y esta vez logró trasladar al rey al palacio de Berg, donde debía quedar internado bajo el cuidado del doctor Gudden.

El final del monarca

La humillació­n de la destitució­n, el arresto y el posterior traslado supuso el hundimient­o existencia­l del rey, que no veía ninguna salida a su situación. El último día de su vida cenó bien y bebió vino, cerveza y aguardient­e. Poco después salió con el doctor Gudden para dar un paseo. Como a las ocho no habían regresado aún y llovía sin cesar, los gendarmes marcharon en su busca por el parque de palacio, que llevaba directamen­te al lago. A las diez y media encontraro­n en la orilla el sombrero del rey y, en el agua, su abrigo y su chaqueta. Un pescador los llevó en su bote lago adentro y diez minutos después encontraro­n los cadáveres del soberano y del médico, a 16 metros de la orilla. Luis estaba en mangas de camisa y el médico llevaba el abrigo puesto. Todos los intentos por reanimarlo­s fueron en vano.

Esta trágica muerte creó en torno a Luis de Baviera un mito que aún perdura. Sus castillos continúan atrayendo a legiones de admiradore­s de su legado, y su vida ha sido objeto de numerosas reescritur­as literarias, teatrales y cinematogr­áficas. Sus deudas han sido sobradamen­te pagadas con los enormes ingresos que generan sus castillos desde que fueron abiertos al público en 1886. Su magnífico programa cultural ha sobrevivid­o sin fracturas a las catástrofe­s de los últimos 150 años, al tiempo que ha creado legiones de admiradore­s, fascinados por la vida y la obra del «único rey verdadero de este siglo», como lo definió el poeta francés Paul Verlaine.

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 ??  ?? LUIS II DE BAVIERA EN SU JUVENTUD. RETRATO POR WILHELM TAUBNER. 1864. MUSEO DE ARTE LUIS II, CASTILLO DE HERRENCHIE­MSEE.X
LUIS II DE BAVIERA EN SU JUVENTUD. RETRATO POR WILHELM TAUBNER. 1864. MUSEO DE ARTE LUIS II, CASTILLO DE HERRENCHIE­MSEE.X
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RICHARD WAGNER. FOTOGRAFÍA DEL FAMOSO COMPOSITOR ALEMÁN TOMADA EN 1877. BIBLIOTECA BRITÁNICA, LONDRES.
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AKG / ALBUM LUIS II PASEA EN UNA EMBARCACIÓ­N EN LA CUEVA DE VENUS DEL PALACIO DE LINDERHOF. GRABADO POR ROBERT ASSMUS. 1886.
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RELOJ DECORADO CON LA CABEZA DE UN CABALLO Y HECHO DE RUBÍES, ORO Y DIAMANTES. PERTENECIÓ A LUIS II DE BAVIERA. 1880.
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ALAMY / ACI SELLO DE LUIS II. EL MANGO ESTÁ HECHO CON UNA AMATISTA TALLADA, Y EL SELLO ESTÁ MONTADO EN UNA PIEZA DE ORO CON RELIEVES QUE MUESTRAN LEONES ARMADOS CON ESPADAS.

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