LA REVANCHA DE ALEJANDRO
En este detalle de un sarcófago de mármol, Alejandro Magno aparece a caballo durante su invasión del Imperio persa. 310 a.C. Museo Arqueológico, Estambul.
El rey espartano avisó a la flota de Artemisio de que no resistiría más en su posición y permitió a sus hombres abandonar el campo de batalla. Todos se retiraron excepto los tebanos y los tespieos. El adivino Megistias, aunque no era espartano, le rogó que le concediese el privilegio de morir a su lado, pero que permitiera que su hijo se marchase.
Los guerreros comieron para tomar fuerzas y Leónidas les dijo con humor negro: «¡Desayunad como si fueseis a cenar en el Hades!», es decir, en el Más Allá. Se pusieron las armas y se colocaron en orden de combate. Aquel día Jerjes no se apresuró a atacar, pues Hidarnes necesitaba tiempo para completar su maniobra; hizo ofrendas al sol naciente, que era especialmente venerado por los persas, y esperó a «la hora en que se llena la plaza» (media mañana, en torno a las diez).
Esta vez, Leónidas abandonó la protección del muro focense y presentó batalla en los lugares menos angostos, donde pudiese desplegar a todos sus hombres y matar al mayor número de enemigos. Los bárbaros se abalanzaron desordenadamente, empujados por sus oficiales que los azotaban con látigos; muchos cayeron por el precipicio al mar y se ahogaron y otros murieron pisoteados por sus propios compañeros, pues, como escribe Heródoto, «nadie se preocupaba del que moría».
Los griegos, conscientes de que sólo les esperaba la muerte, lucharon con frenesí despreciando el peligro. Cuando rompieron las