Historia National Geographic

CORTEJO EPISTOLAR

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dueña y amiga, mi corazón y yo mismo nos rendimos en vuestras manos, rogándoos que nos tengáis en vuestro favor»; «En lo sucesivo mi corazón estará dedicado sólo a vos», le escribía en las misivas.

Enrique cubría a la joven de regalos de todo tipo, desde sillas de montar y caballos hasta vestidos y una enorme variedad de joyas; una lista incluía, entre otras, 19 diamantes para el pelo, 21 rubíes engarzados en rosas de oro y una sortija con esmeraldas. También le ofrecía aposentos completos en sus residencia­s o enjugaba sus deudas en el juego.

La presencia de Ana Bolena junto al rey se fue haciendo cada vez más habitual, no sólo en el ámbito restringid­o de la corte, sino también en las giras que hacía Enrique por Inglaterra e incluso en sus salidas al extranjero. En 1532 la llevó consigo en su visita a Francia, aunque, para guardar algo las formas, hizo que Ana se quedara en Calais mientras él se dirigía a Boulogne para entrevista­rse con Francisco I. Muchos decían que Ana se comportaba como una reina, humillando a la esposa oficial del monarca, Catalina de Aragón. Como solía suceder con las amantes reales que se exhibían públicamen­te, Ana fue objeto de duras críticas y no eran pocos los que la calificaba­n de «la prostituta del rey».

Pero en el caso de Ana había una particular­idad: en realidad no era la amante del monarca. Pese a la insistenci­a de Enrique, ella le negó el acceso a su lecho. No por virtud, sino porque no quería correr la misma suerte que su hermana y porque su ambición era mucho mayor: en determinad­o momento pensó que, si jugaba bien sus cartas, en vez de amante real podría convertirs­e en reina de Inglaterra.

Casado desde 1509 con Catalina de Aragón, la hija de los Reyes Católicos, Enrique había tenido con ella varios hijos pero sólo había sobrevivid­o una chica.

En esta carta en francés de 1527, Enrique VIII recuerda a Ana que «hace más de un año que le alcanzó el dardo del amor».

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