Historia National Geographic

ADICTO AL TRABAJO

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Este óleo muestra al soberano en su estudio de Schönbrunn, despachand­o asuntos de Estado. Un retrato de su esposa Elisabeth preside la estancia. Óleo por Franz von Matsch. Museo Karlsplatz, Viena.

capitales europeas y presintió el papel que los medios de comunicaci­ón y de reproducci­ón de imágenes podían tener como elemento de propaganda política. De ahí que los periodista­s le acompañara­n siempre en sus numerosos viajes.

Venerado y detestado

Mediante la hábil utilizació­n de los nuevos medios de comunicaci­on de masas, el gobierno imperial promovió una imagen pública de Francisco José al servicio de la unidad del Imperio. En las peores crisis de Estado, el emperador aparecía en los periódicos cazando o practicand­o el excursioni­smo, lo que le vinculaba con el mundo rural. Ya en la ancianidad, su imagen cercana y bonachona caló profundame­nte entre los austríacos.

Sin embargo, su popularida­d no fue la misma en el resto del Imperio austrohúng­aro. En muchos lugares el emperador aparecía como la cara visible de la opresión que sufrían los pueblos no alemanes, desde los checos y los polacos hasta los judíos. Evidenteme­nte, tampoco gozó del favor de los liberales. Absolutist­a convencido, únicamente las presiones internas y las derrotas militares le obligaron, a partir de 1867, a

hacer de su gobierno una monarquía parlamenta­ria y a conceder una mayor autonomía a Hungría.

El mayor reproche que se ha hecho a Francisco José fue su decisión, en 1914, de declarar la guerra a Serbia tras el asesinato de su sobrino y sucesor Francisco Fernando en Sarajevo, lo que desencaden­aría la primera guerra mundial. En años anteriores el emperador se había mostrado a favor de la paz, pero no pudo resistir la presión de Alemania. Se embarcó en el conflicto aunque intuía que aquel sería el fin de su Imperio: «Si la monarquía debe perecer, al menos que lo haga con decencia». Nunca abdicó de sus responsabi­lidades ni dejó de trabajar en su despacho de Hofburg. El 21 de noviembre de 1916 amaneció con fiebre, aunque insistió en ir a misa y despachar los asuntos de Estado. Aquella misma tarde falleció. La muerte, piadosa, le evitó ver el derrumbe de un imperio al que había consagrado su vida.

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