LA CIUDAD VIEJA DE PRAGA
y administrador llevaba su tintura roja en una caja dorada adosada al pantalón. Él sí que llegó a ser el alquimista favorito de Rodolfo II. Incluso Maier lo reconoció como el gran adepto de su era y uno de los doce más grandes alquimistas de todos los tiempos. Sus escritos, especialmente su Novum lumen chymicum, constituyeron un desconocido e inesperado éxito editorial, siendo leídos con fervor por los estudiosos de la alquimia y los filósofos naturales durante los siguientes doscientos años.
Ningún otro supuesto miembro de la «corte alquímica» de Rodolfo II fue formalmente empleado y contratado por el emperador. Pero Sendivogius sí, y durante dieciocho años. A pesar de ello, poco se conoce conoce de su relación con el soberano. Sólo han sobrevivido al paso del tiempo dos cartas que envió a Rodolfo II y otras dos que envió a Hans Popp, secretario imperial y hombre de confianza de Rodolfo. Por una de ellas, fechada el 10 de febrero de 1597, sabemos que Sendivogius estaba irritado con el monarca porque llevaba esperando dos meses para revelarle su secreto sobre cómo se hacía la piedra filosofal, a cambio de la exagerada cifra de 5.600 táleros. En la carta, el polaco exigía que, en caso de que muriera repentinamente y se probara que su método era cierto y válido, se compensase a sus herederos con un vasto territorio (Libochovice), que incluía un magnífico castillo y diecisiete pueblos alrededor.
Rodolfo II devolvió a Praga el estatus de corte real que había tenido con los reyes de Bohemia en los siglos XIV y XV. En la imagen, iglesia de Nuestra Señora del Tyn y, al fondo, la de San Nicolás.
Gracias al reciente descubrimiento de una segunda carta con la misma fecha sabemos que Sendivogius ya había dado a Rodolfo II un «aceite especial» y que el emperador le insistió en que quería aprender a hacerlo por él mismo. Sabemos también que tanto el polaco como Edward Kelley, que se conocían de antes, tenían una tintura metálica en forma de aceite. Hemos de suponer que dicho aceite llegó, directa o indirectamente, a Rodolfo. Pero éste nunca le pagaría lo que el polaco le pidió, sino que le prometió «unas valiosas piedras de mineral», que no sabemos si llegaron a sus manos. Así, un despechado Sendivogius decidió abandonar sus negocios imperiales e introducirse en el círculo alquímico del mercader Luis Koralek, donde al parecer hizo algunas transmutaciones con su aceite rojo. Esta vez tuvo suerte y «transformó» en plata unas pepitas de hierro. Convencido de ello, el mercader hizo que le pagaran 5.695 táleros, que llegaron a su destino el 16 de octubre de 1597.
Centro de cultura alquímica
Rodolfo II fue, pues, menos crédulo y más prudente de lo que se nos ha querido vender cuando trataba con alquimistas que le querían vender sus productos. Sin embargo, no se ofrecería una imagen completa sobre este asunto si olvidáramos dos cuestiones más. La alquimia no era más que una actividad experimental encerrada en una búsqueda espiritual. Unía una metalurgia muy práctica con una metafísica muy especulativa. Y todo esto fue lo que entró en conjunción en la corte de Praga. En efecto, en las tierras de los Habsburgo había muchísimos estímulos para la química aplicada: minas y explotaciones mineras, especialmente en Hungría, afamadas en toda Europa por los extraños fenómenos observados en ellas; médicos entusiasmados con las técnicas iatroquímicas de Paracelso, o señores de la guerra como Albrecht von Wallenstein, hambrientos de oro.
En las leyes más generalmente aceptadas de la alquimia, toda materia, de cualquier reino que fuese, se componía de dos elementos: azufre y mercurio. Y esta idea siempre