Cuando las máscaras eran un signo de clase
En los siglos XVI y XVII, las mujeres de clase alta viajaban enmascaradas para proteger su piel de los malos aires
PocosPocos objetos hay más multiformes que las máscaras. Pueden cubrir todo el ros-tro, ros-tro, sólo los ojos o únicamente la boca. A veces forman parte de un rito religioso o festivo, otras son una garantía de anonimato, o bien sirven para proteger la salud, como las mascarillas médicas inventadas por Berger y Mukulicz en 1897 y popularizadas en ocasión de la «gripe española» de 1918-1919. En los siglos XVI y XVII las hubo también de muchos tipos. Se usaban en ocasiones especiales, como el carnaval, o por parte de grupos particulares, como los actores. Pero había también quien se las ponía siempre al salir de casa, en particular mujeres de condición elevada que querían proteger su tez y, de paso, darse un aire de misterio.
Desde la Antigüedad, las máscaras se habían usado para proteger el cutis de los rayos del sol. La tez clara era un signo de pertenencia a una clase alta, pues la piel curtida se asociaba con los trabajos físicos y, por consiguiente, con las posiciones sociales más bajas. La blancura del rostro era asimismo un ingrediente fundamental fundamental del ideal de belleza femenino. Esto explica que las mujeres trataran de no exponerse largo tiempo al sol. Cuando no podían evitar encontrarse al aire libre, por ejemplo durante un desplazamiento a pie o a caballo, un modo de protegerse era ponerse una máscara.
Agujeros para mirar
Esta costumbre caló tanto entre las damas de la nobleza que numerosos artistas reprodujeron esos atuendos propios de los largos paseos. Así, en una recopilación de moda realizada por el grabador neerlandés Abraham de Bruyn y titulada Omnium Poene Gentium Habitus aparece una mujer montando un caballo a la amazona con la cara cubierta por una máscara, máscara, imagen explicada mediante una glosa: «Así cabalgan o se pasean las damas de la nobleza». Por su parte, el inglés Philip Stubbes, en su obra Anatomie of Abuses (1583), explicaba: «Cuando las mujeres salen fuera, llevan una máscara de terciopelo con la que se cubren todo su rostro, con unos huecos en los ojos por donde miran. De modo que si un hombre que antes no conocía su aspecto se encontrara con una de ellas, pensaría que se ha topado con un monstruo o un demonio; pues cara no verá ninguna, excepto dos agujeros frente a sus ojos con cristales en ellos».