LA CAÍDA DEL IMPERIO ROMANO
Una sucesión de desastres ambientales y devastadoras epidemias precipitó el desmoronamiento del dominio de Roma
ANTES DE QUE, en el año 476, fuera depuesto el último emperador romano, el Imperio de Occidente había sufrido un largo declive. Además de las causas económicas, fiscales y militares, investigaciones recientes señalan la importancia que tuvieron en ese proceso los factores climáticos y, en particular, las epidemias que desde el siglo II asolaron los dominios de Roma.
SurgidoSurgido en el año 753 a.C., con la fundación de la ciudad de Roma por Rómulo, el Estado romano llegó a su fin en 476, con el derrocamiento de su último soberano, Rómulo Augústulo. Esta historia de más de mil doscientos años lo convierte en uno de los más duraderos de la Antigüedad, además de uno de los más extensos y poblados.
Las razones por las que este imperio llegó a su fin han atraído a infinidad de historiadores, alimentando un debate que está muy lejos de haber desembocado en un consenso ni siquiera aproximado. Prueba de ello es la lista recopilada en 1984 por el historiador alemán Alexander Demandt de más de doscientas causas, que intentan, de una forma u otra, explicar el declive de Roma. En el pasado se solía plantear la decadencia y caída de Roma como un proceso de corrupción interna. En su gran obra Historia de la decadencia y caída del Imperio romano (17761788), Edward Gibbon escribía: «La caída de Roma fue el efecto natural e inevitable de una grandeza desmesurada. La prosperidad maduró el proceso de putrefacción; las causas de la destrucción se multiplicaron con el alcance de las conquistas, y en cuanto el tiempo o los accidentes hubieron eliminado los apoyos artificiales, el estupendo tejido cedió bajo su propio peso».
Autores posteriores han señalado factores más específicos. Algunos han centrado su análisis en la evolución de la economía romana, estancada a partir del siglo III d.C. a causa de la excesiva dependencia de la mano de obra esclava. También se ha llamado la atención sobre el aumento de la burocracia y del ejército romano, cuyo coste ahogaba la economía imperial, así como sobre el incremento de los impuestos y la gran corrupción interna. También se ha apuntado a los continuos conflictos militares y a las guerras civiles que se desencadenaron a partir del siglo III, pues debilitaron la autoridad central y propiciaron la fragmentación del Imperio, haciéndolo más vulnerable ante las amenazas externas.
Cambio climático en la Antigüedad
Frente a esta variedad de hipótesis, en años recientes ha surgido un planteamiento novedoso que destaca el impacto de los cambios climáticos y las epidemias sobre el devenir del Imperio romano. En una obra publicada en 2017, el historiador norteamericano Kyle Harper, profesor de la Universidad de Oklahoma, ofreció una ambiciosa síntesis sobre las causas de la caída del Imperio, en la que argumenta que «el fatal
destino de Roma fue escenificado por emperadores y bárbaros, senadores y generales, soldados y esclavos. Pero también lo decidieron bacterias y virus, volcanes y ciclos solares [...]. El fin del Imperio romano es una historia en la que la humanidad y el medioambiente son indisociables».
Harper y otros estudiosos han aprovechado gran cantidad de nuevos datos, provenientes, entre otras, de disciplinas como la climatología o la epidemiología, que han permitido abrir novedosas líneas de investigación sobre el estudio del pasado. Hoy se sabe que el apogeo del Imperio romano estuvo enmarcado en el período conocido como Óptimo Climático Romano, que se extendió entre 200 a.C. y 150 d.C. y estuvo caracterizado por un clima templado, húmedo y estable en gran parte del Mediterráneo, condiciones que propiciaron el progreso agrícola, económico y demográfico. Testimonios como el del agrónomo Columela indican que en el siglo I d.C. la lluvia en el centro y sur de Italia era en verano más frecuente que en la actualidad. Asimismo, sabemos que en el norte de África el desierto ha invadido amplias zonas que en época romana eran cultivables.
El mundo ha envejecido
Esas condiciones propicias llegaron a su fin en la segunda mitad del siglo II. Ligeras variaciones en la órbita, el eje de inclinación o el movimiento de rotación de la Tierra alteraron la cantidad y la distribución de energía solar que penetraba en la atmósfera terrestre, y, por consiguiente, el clima. Este pasó a caracterizarse por una mayor variabilidad, por una tendencia al enfriamiento y por el aumento de la aridez en el Mediterráneo. Las consecuencias que ello tuvo sobre la productividad agrícola sin duda contribuyeron a la crisis que atravesó el Imperio en el siglo III.
Algunos testimonios, como el de san Cipriano, obispo de Cartago, dan cuenta de esta situación: «El mundo ha envejecido y no posee el vigor de antaño, ni tampoco la fortaleza y la vivacidad que rezumaba en su día [...]. En invierno no hay tanta abundancia
de lluvia para nutrir las semillas. El sol estival brilla con menos fuerza sobre los campos de cereales. La templanza de la primavera ya no es para regocijarse y la fruta madura no cuelga de los árboles otoñales».
Esta crisis estuvo también marcada por otro flagelo natural: el de las epidemias. Su expansión en el siglo III fue, en cierto modo, un resultado del éxito de la civilización romana. En efecto, bajo el Óptimo Climático Romano el mundo romano había experimentado un notable crecimiento económico y demográfico y se había desarrollado una red de ciudades densamente pobladas y estrechamente ligadas entre sí. La consecuencia negativa de ello fue que de esta forma se facilitó el avance de enfermedades contagiosas. Como ha escrito Harper: «Los densos hábitats urbanos, la transformación de los paisajes y las tupidas redes de conectividad dentro y fuera del Imperio contribuyeron a crear una ecología microbiana única». Algunos de estos males, como la tuberculosis, la lepra o la malaria, se extendían a una escala limitada. Otros, en cambio, se convirtieron en grandes epidemias. Si en el pasado éstas habían tenido una incidencia regional y estacional, a partir de la segunda mitad del siglo II surgieron epidemias que afectaron a amplias regiones del Imperio con una intensidad desconocida hasta entonces.
Tiempo de epidemias
La primera gran epidemia que afectó al conjunto del Imperio romano fue la peste Antonina (165-180). Originada en Oriente, esta plaga (conviene señalar que los términos latinos pestis y pestilentia se utilizaban en la Antigüedad para designar todas las enfermedades epidémicas) afectó al territorio romano en diversas oleadas, propiciada por el regreso de los legionarios que combatían en territorio persa junto al emperador Lucio Vero. La conocemos bien gracias a la descripción de sus síntomas que hizo el gran médico Claudio Galeno,
que se vio obligado a acudir a Roma desde su residencia en la costa egea para asistir al emperador Marco Aurelio y a la familia imperial. Actualmente se considera que se trató de una epidemia de viruela. Se le ha calculado una mortalidad de casi el 10 por ciento de la población, lo que significa que acabó con la vida de unos 7 o 7,5 millones de personas en una población que contaba con cerca de 75 millones de habitantes.
A mediados del siglo III se produjo un nuevo episodio pandémico con la irrupción de la peste de Cipriano, llamada así por el escritor cristiano cartaginés mencionado anteriormente, que dejó el testimonio más detallado de sus síntomas en el sermón De mortalitate (Sobre la mortalidad). Posiblemente originada en Etiopía, afectó entre los años 249 y 269 a territorios como Egipto, el Levante mediterráneo, Asia Menor, Grecia e Italia. Orosio, historiador del siglo V, declaraba de forma catastrofista que «casi no hubo provincia romana, ni ciudad ni casa que no se viera atacada y vaciada por esta pestilencia general».
Inesperada recuperación
La llamada crisis del siglo III no supuso el final del Imperio romano, ya que éste consiguió recuperarse a lo largo del siglo IV. Esta revitalización suele asociarse a las figuras de emperadores enérgicos como Constantino (306-337) y Teodosio (379-395), pero habría que tener en cuenta también la tregua climatológica que vivió el Imperio durante la cuarta centuria.
Kyle Harper apunta como causa de esta relativa bonanza el fenómeno denominado Oscilación del Atlántico Norte, una fluctuación entre zonas de altas y bajas presiones atmosféricas que provocó un sensible incremento de las precipitaciones en el continente. Sin embargo, la meteorología se hizo también más variable, lo que explicaría la frecuencia de grandes sequías y hambrunas que se registran en el área mediterránea. Un ejemplo es la hambruna que padeció la
provincia de Capadocia (en el centro de la actual Turquía) en los años 368 y 369, conocida por el testimonio de Basilio Magno, obispo de Cesarea desde 370, quien llamaba en sus sermones a socorrer a los pobres, forzados a vender a sus hijos en el mercado para conseguir comida.
Refugiados climáticos
Con todo, el mayor impacto de estos cambios climáticos se produjo más allá de las fronteras del Imperio romano. Un período de sequía prolongada en la estepa euroasiática, desde las llanuras de Hungría hasta Mongolia, afectó directamente a la vida de los pastores nómadas. Es a partir de esta época cuando los hunos comienzan a aparecer en las fuentes escritas, debido a su progresivo desplazamiento a través de la estepa euroasiática hacia Occidente. Se ha argumentado que los hunos, enfrentados a una crisis medioambiental, se convirtieron en refugiados climáticos en busca de nuevos pastos, empujando a otros pueblos nómadas del norte a desplazarse hacia las tierras del Imperio romano.
Epidemias y sequías fueron, pues, un factor significativo en el proceso que llevó a la caída definitiva del Imperio romano en 476. Ciertamente, nuestro conocimiento de los períodos climáticos del pasado no es completo, más si cabe para una región tan extensa como la que abarcó el Imperio romano. Por ello es imprescindible evitar conclusiones deterministas; la historia no se explica por una variación de la temperatura o de las precipitaciones ni por el simple impacto de las plagas, por muy mortíferas que sean. Pero, como arguye Kyle Harper, el devenir del Imperio romano es un ejemplo del «insólito poder que ejerce la naturaleza en el destino de una civilización».