Juana de Arco, la hereje de Francia
EN LA HOGUERA
El 30 de mayo de 1431, Juana de Arco fue quemada viva en la hoguera de Ruan por las autoridades inglesas. Acusada de herejía, su verdadero delito fue el apoyo que dio al rey francés Carlos VII.
Hace seis siglos, una muchacha de 19 años fue condenada como hereje por la Iglesia y quemada viva en Ruan; la prueba de su delito fue haber vestido ropas de hombre. Pero su auténtico crimen fue apoyar al rey de Francia frente al monarca inglés
HaciaHacia las seis de la mañana, las primeras luces del miércoles 30 de mayo de 1431 iluminaron los muros del castillo de Bouvreuil, que con sus diez grandes torres dominaba la ciudad normanda de Ruan. La claridad penetró por la estrecha ventana enrejada que se abría en una de esas torres, y fue disipando la oscuridad de una estancia en la que una muchacha con el pelo rapado yacía inmóvil en un camastro, sobre un montón de paja. Dos grilletes de hierro en el extremo de una larga cadena, clavada en una enorme viga de madera, le aprisionaban los tobillos y le llagaban la carne. En la misma cámara, tres soldados –sus carceleros– contemplaban a la prisionera mientras se regodeaban con su destino. La muchacha ignoraba que moriría en la hoguera antes de siete horas. Las privaciones de la cárcel, donde llevaba seis meses encerrada, los continuos interrogatorios y la angustia habían enflaquecido a la chica y vuelto anguloso su rostro. Sin embargo, a pesar de su aspecto demacrado y de verse privada de su pelo, seguía siendo la misma Juana de Arco que había contribuido a alterar el curso de la guerra de los Cien Años, rompiendo la línea implacable de continuas victorias inglesas en beneficio de las decaídas armas de Francia y su rey Carlos VII. La misma joven valerosa que había cabalgado junto a los mejores capitanes de su tiempo, había sido herida tres veces en combate y había intentado escaparse en dos ocasiones de las cárceles donde la habían encerrado.
Seis días antes, su destino no era consumirse en el fuego. Iba a extinguirse lentamente en la cárcel, a pan y agua, encerrada entre las cuatro paredes de una celda. Había aceptado esa existencia miserable a cambio de traicionarse a sí misma.
El primer proceso
Juana, una joven campesina, había sido acogida por Carlos VII dos años atrás, cuando la posición del monarca vacilaba frente al empuje de sus dos enemigos coaligados: Inglaterra y Borgoña. Según explicó ella misma, las voces que oía desde los trece años,
En su aldea de Domremy, a los trece años, Juana oye por primera vez voces divinas.
II 1429
Impelida por las voces, Juana logra la ayuda del capitán de Vaucouleurs para ir ante Carlos VII.
V 1429
Juana impulsa el fin del asedio inglés de Orleans. Luego induce al rey a ir Reims para su consagración.
1430
Juana es hecha prisionera en Compiègne por los borgoñones, que la venden a los ingleses.
1431
En Ruan, un tribunal de la Iglesia condena a Juana por herejía; es ejecutada el día 30 de mayo.
procedentes del Cielo, le habían dicho que era la elegida para ayudar a Francia. Fue recibida como una profeta en la corte francesa, y ella misma se encargó de que se cumplieran sus profecías. Provista de una armadura y un estandarte, su actuación en primera línea infundió a los soldados franceses el coraje necesario para levantar el asedio inglés a la ciudad de Orleans, y después logró convencer a Carlos VII de penetrar más de doscientos kilómetros en territorio enemigo hasta llegar a Reims, para consagrarlo en su catedral con el óleo santo que, a ojos del pueblo, confería a los reyes de Francia la legitimidad para gobernar. Luego, todo se torció.
Apresada y juzgada
Tras varios fracasos militares, Juana fue capturada por los borgoñones, que la vendieron a los ingleses. Éstos la llevaron a Ruan, la capital de sus dominios en Francia, y aceptaron complacidos la idea de la Universidad de París (ciudad aliada de Inglaterra y Borgoña) de juzgar a Juana por diversos cargos que la convertían en hereje y bruja. Porque si para los franceses la chica era una enviada de Dios, para los ingleses y sus aliados en el continente era una criatura diabólica. El duque de Bedford –gobernante de la Francia inglesa– ya había escrito a su joven sobrino Enrique VI de Inglaterra –a quien sus partidarios también habían proclamado rey de Francia– que el fracaso inglés en Orleans se debió a «un discípulo y perro del diablo, llamado la Doncella, que usó falsos encantamientos y brujería».
Durante el proceso, dirigido por Pierre Cauchon, obispo de Beauvais, y por el inquisidor Jean le Maître, los cargos contra Juana quedaron reducidos básicamente a dos: que las voces que oía la muchacha (y que durante el proceso identificó con las de santa Catalina, santa Margarita y el arcángel san Miguel) eran de diablos, no de ángeles ni de santos, y, sobre todo, que había vestido ropas de hombre, un hecho condenado en el libro bíblico del Deuteronomio y que constituía la única acusación contra ella verdaderamente demostrable. La muchacha, en efecto, había utilizado ropas masculinas porque con las de mujer no se podía ir a la guerra y porque, además, la protegían de la concupiscencia de los soldados. El 23 de mayo le leyeron la sentencia, que la declaraba hereje y cismática, y la requirieron para que «corrigiera sus erro
Los franceses veían en Juana a una enviada de Dios; los ingleses y sus aliados, una criatura diabólica
res». Pero ella se mantuvo en sus trece, de manera que se recurrió a un procedimiento más expeditivo para convencerla.
Renuncia y arrepentimiento
El jueves 24 de mayo se desarrolló en el cementerio de la abadía de Saint-Ouen el penúltimo acto de la tragedia de Juana. Allí se había levantado un gran estrado para numerosos eclesiásticos, entre ellos Cauchon, y otro más pequeño para Juana y un predicador que la amonestó. El verdugo esperaba; si Juana no admitía que había actuado contra la Iglesia, la llevaría a la pira que se había erigido allí mismo o bien, según otras fuentes, en la plaza del mercado Viejo de Ruan. Sin embargo, que Juana muriese en la
hoguera, como esperaban los ingleses, sería una derrota para Cauchon; el auténtico triunfo del obispo sería que la joven admitiera sus errores. Después de que el sermón del predicador no surtiera efecto, Cauchon empezó a leer la sentencia; tal vez lo hizo lentamente, para que el temor a las llamas hiciera recapacitar a la muchacha.
En todo caso, fue esto lo que sucedió. Juana cedió y abjuró. Dijo que, como para las gentes de la Iglesia sus apariciones no se podían ni sostener ni creer, ella tampoco quería sostenerlas ni creerlas y se remitía a la Iglesia y a sus jueces. Lo que siguió resulta confuso. Le pusieron delante la cédula de abjuración para que la firmase. Juana trazó un círculo en el papel, lo que resulta extraño porque ella sabía firmar y su gesto se tomó como una burla; alguien, al parecer un secretario del rey de Inglaterra, le tomó la mano y la obligó a trazar una cruz.
Cauchon leyó allí mismo, en voz alta, una segunda sentencia que se había preparado pensando que Juana podía abjurar, con la fórmula ritual: la condenaban «a prisión perpetua, al pan del dolor y al agua del sufrimiento». Pero los ingleses estaban furiosos. Habían venido a presenciar cómo se quemaba a la bruja francesa que había matado a sus compañeros y veían cómo seguía viva; algunos soldados arrojaron piedras a Cauchon. Por su parte, Juana fue devuelta a su celda de Bouvreuil, y no recluida en una prisión eclesiástica bajo la custodia de mujeres, como requería el procedimiento legal y como ella imaginaba que sucedería tras firmar.
La tarde de aquel mismo día, el inquisidor Le Maître visitó a Juana para comprobar que cumplía con la pena que se le había impuesto. Ya vestida con ropas femeninas, un barbero le rasuró la cabeza para que el cabello le creciera de forma natural como el de una mujer, porque hasta entonces –y como testimonio de su maldad– le habían seguido cortando el cabello corto, a la manera masculina con que Juana lo llevaba en sus campañas. Sin embargo, las cosas no marcharon según lo previsto: la abjuración exigía que la chica vistiera ropas de mujer, pero no lo hizo. ¿Se las escondieron sus carceleros, dejando a su alcance sólo las de hombre para vestirse, quizás abandonadas en su celda como signo de sumisión? Puede, pero muchos historiadores creen que tomó esa decisión por su propia voluntad, como una manera de reconciliarse consigo misma después de sentir que al abjurar se había traicionado a sí misma y a Dios: recuperar el vestido masculino suponía reafirmarse en el origen divino de sus voces y de su misión.
La condena definitiva
El día 27, los ingleses comunicaron a Cauchon que la joven se había vuelto a poner ropa masculina y, al día siguiente, el obispo, junto con Le Maître y algunos asesores, entró en la celda de Juana y la encontró vestida de hombre. A las preguntas de Cauchon, Juana dijo que se había puesto aquel vestido «porque no cumplisteis vuestra promesa de dejarme escuchar la misa, recibir el Cuerpo de Cristo y no encadenarme». Juana creía que esta era la contrapartida a su abjuración.
Cauchon formuló entonces la pregunta clave: ¿Había escuchado de nuevo sus voces? (ésas que, según la Iglesia, eran demoníacas). Juana contestó afirmativamente. «Dios me hizo saber por santa Catalina y santa Margarita la gran miseria de la traición que había cometido al abjurar y retractarme para salvar mi vida –explicó la joven–, y que me estaba condenando para salvar mi vida». El notario del proceso que recogió estas palabras en su minuta anotó, al margen, responsio mortifera, respuesta mortal. Juana selló su suerte: «Todo lo que hice fue por miedo al fuego».
Al otro día, martes 29, se estableció que Juana había recaído en la herejía, y el alguacil Jean Massieu acudió a la celda para comunicarle que se la convocaba la mañana siguiente en la plaza del Mercado Viejo de Ruan, donde sería declarada relapsa –reincidente en la herejía–, excomulgada y herética. Pero Massieu no le mencionó la hoguera porque la Iglesia no vertía sangre: aquéllos a quienes condenaba eran entregados al brazo secular, es decir, a la justicia civil, que era quien los condenaba a muerte