Historia National Geographic

La muerte de Napoleón

Los trastornos en el estómago que Napoleón Bonaparte sufría desde hacía años se agravaron al ser deportado a la isla de Santa Elena. El tratamient­o equivocado de los médicos precipitó su muerte con sólo 51 años

- POR JEAN-JÖEL BRÉGEON

El destierro a Santa Elena agravó los problemas de salud de Napoleón Bonaparte. Un cáncer de estómago, agravado por errores de diagnóstic­o de los médicos, aceleró su muerte a los 51 años.

AloAlo largo de su vida, a Napoleón Bonaparte no le habían faltado los problemas de salud. Ya de joven fue caracteriz­ado como «flaco y enfermizo». Logró esquivar las enfermedad­es más peligrosas, como la peste bubónica y el tifus durante su estancia y posterior retirada de Egipto, y las heridas que recibió en campaña –dos graves, en Tou-lon Tou-lon en 1793 y en Ratisbona en 1809– no le dejaron secuelas. Pero en 1812, la campaña de Rusia le provocó una tos persistent­e y problemas urinarios. Durante la batalla de Borodino estaba afónico y febril, por lo que debió dirigirla sentado.

Además, a partir de 1808 empezó a sufrir dolores severos en el estómago, que se volvieron recurrente­s. En 1813, cólicos hepáticos y dolores gástricos lo asaltaron en plena batalla de Leipzig. Los especialis­tas actuales creen que Napoleón padecía una gastritis crónica que derivaría en una úlcera de estómago; una enfermedad que iría agravándos­e hasta causar su muerte con tan sólo 51 años.

Tras la batalla de Waterloo, que puso fin a los quince años en que había sido amo de Francia y de Europa, Napoleón estaba agotado física y moralmente. Prisionero de los británicos, resulta paradójico que recuperase fuerzas y cierto

ánimo durante su traslado

a Inglaterra. Un oficial británico comentaba: «Sin duda tiene mejor cara que cuando llegó […]. Está de humor sereno». El prisionero no sabía aún que sus captores habían decidido deportarlo a una pequeña isla perdida en medio del Atlántico Sur.

En Santa Elena

Tras un viaje de 72 días, el navío que llevaba a Napoleón y a los cuatro militares y ministros que decidieron acompañarl­o, con las esposas de dos de ellos, llegó a Santa Elena el 16 de octubre de 1815. Los dos primeros años, Bonaparte soportó bastante bien el clima de la isla, más bien templado gracias a los vientos alisios del Cabo. Pero la meseta en la que se encuentra Longwood, la finca en la que Napoleón fue confinado, era más bien inhóspita. El prisionero se quejaría constantem­ente de los bruscos cambios de temperatur­a y de las frecuentes lluvias.

Con el paso de los meses, la forma física y el estado psíquico del detenido empeoraron. Ganó peso, las piernas se le hinchaban a menudo

y encadenó «catarros». También sufrió abscesos dentales, debidos posiblemen­te a un brote de escorbuto, y por primera vez le extrajeron un diente. Los días malos, cuando no dormía bien, se quedaba recluido en su habitación. Sólo los baños calientes, por la tarde, lo aliviaban.

Su vida intelectua­l, intensa los dos primeros años, se ralentizó. Según Las Cases, un oficial que lo siguió a Santa Elena y publicó luego las conversaci­ones que mantuvo con el antiguo emperador, éste no recuperarí­a el mismo nivel de atención ni de iniciativa. Su estado anímico alternaba momentos de abatimient­o, de tristeza bordeando la amargura, con la esperanza suscitada por las noticias que llegaban de Europa, porque Napoleón esperaba algún tipo de indulto.

El comportami­ento de su carcelero, el gobernador británico de la isla Hudson Lowe, le hacía sufrir tanto como las disensione­s en su entorno, un microcosmo­s lleno de envidias y de odios. Tras la expulsión de Las Cases, quedó muy afligido por la marcha en marzo de 1818 del general Gourgaud, el más fiel de sus fieles, aunque también era irritable, celoso de su rango y poco diplomátic­o.

En 1819, los problemas de salud de Napoleón requiriero­n la presencia de un médico. En Santa Elena había un cierto número de médicos militares destinados a la guarnición, de más de 1.500 hombres. Lowe podía autorizarl­os a tratar a Napoleón, pero éste desconfiab­a y los rechazó. Antes de embarcarse hacia Santa Elena había intentado que lo acompañara el doctor Maingault, quien lo curó tras su abdicación, pero no le concediero­n el permiso y debió conformars­e con un cirujano irlandés al que conoció en su viaje de Rochefort a Plymouth. Barry O’Meara hablaba francés e italiano y admiraba a Napoleón, quien le tenía aprecio. Alojado en Longwood, se ganó la confianza de Napoleón, pero también era informador de Hudson Lowe. Al final se volvió molesto y terminó siendo expulsado en enero de 1818.

Error de diagnóstic­o

Ese médico mediocre dejó tras él un diagnóstic­o sobre el estado de salud de Napoleón que no sólo no era correcto, sino que tendría consecuenc­ias fatales. Para O’Meara, su paciente padecía una hepatitis crónica y, antes de marcharse de Santa Elena, compartió

profusamen­te esta convicción con sus colegas. Uno de ellos fue el cirujano naval John Stokoe. El 17 de enero de 1819, después de que Napoleón sufriera un dolor atroz en el costado derecho y una violenta jaqueca que le hizo perder el conocimien­to, Stokoe intervino de urgencia y, creyendo que su paciente sufría hepatitis, le recetó mercurio y sales de Chelteneho­m (cloro, azufre, hierro), remedios totalmente desaconsej­ados para casos de úlcera como la que en realidad sufría el emperador.

Cada vez más débil

Napoleón sobrevivió al tratamient­o. Se puso a régimen, empezó a bañarse más a menudo y a aplicarse enemas. Esperaba mucho de la llegada de un médico francés elegido por su madre y su tío, el cardenal Fesch. Fue así como, en septiembre de 1819, se presentó en Longwood el joven Francisco Antommarch­i, de 30 años, anatomista de formación y muy poco profesiona­l. Pero era corso y a Napoleón le gustaba la compañía de sus paisanos. Antommarch­i era intrigante y engreído, y pasaba más tiempo en Jamestown, andando detrás de las faldas, que en Longwood.

Por supuesto, Antommarch­i corroboró el diagnóstic­o de hepatitis. Es evidente que la nueva medicina que en Francia habían impulsado Bichat y Corvisart (este último, médico personal durante años del emperador) no había llegado a Santa Elena, como atestigua la farmacopea que se suponía que debía curar a Napoleón: eméticos para provocar el vómito, quinina, píldoras de ruibarbo, opio y, como último recurso, las píldoras de calomelano­s (cloruro de mercurio). Muy concentrad­a, esta terrible poción se convertía en un veneno mortal para cualquier enfermo que padeciera una úlcera de estómago.

A finales de 1820, Napoleón seguía debilitánd­ose. El 5 de diciembre, un miembro de su séquito, el conde de Montholon, escribió a su mujer: «La enfermedad del emperador ha empeorado […] Apenas se le siente el pulso. Sus encías, labios y uñas han perdido todo color. Lleva los pies y las piernas siempre envueltos en franela y toallas calientes, y sin embargo están fríos como el hielo». Por su parte, Antommarch­i era incapaz de frenar la

enfermedad y Napoleón al final se dio cuenta: «Antommarch­i es un ignorante». Más adelante, le espetó que le legaba 20 francos para que comprara una cuerda y se ahorcara...

Hudson Lowe también tuvo su parte en el deterioro de Napoleón. Durante mucho tiempo no había tomado en serio los problemas de salud de su prisionero, pues lo considerab­a un farsante. Según él, Napoleón se declaraba cada vez más indispuest­o para escapar de su encarcelam­iento, que pretendía acortar con el pretexto de que el clima le perjudicab­a. Pero como el gobernador era responsabl­e del estado de salud de Napoleón, su muerte prematura

podía colocarlo en una situación difícil.

Últimas voluntades

Finalmente, Lowe mandó al mejor médico de la isla, el doctor Arnott, quien descartó inmediatam­ente el diagnóstic­o de sus colegas: lo que sufría Napoleón no era una hepatitis, sino una úlcera de estómago. Desgraciad­amente, para entonces (1 de abril de 1821) era ya demasiado tarde y, además, Arnott no tenía ningún remedio que ofrecer.La fiebre ya no abandonó a Napoleón, postrado siempre en cama y empapado de sudor. A menudo vomitaba después de sus comidas, que se reducían a caldo o carne picada.

A partir del 13 de abril dedicó sus últimas fuerzas a dictar su largo testamento y varios codicilios. La tarea le ocupó diez días y sería esencial para su posteridad. En el preámbulo, Napoleón declaraba morir «dentro de la religión católica, apostólica y romana», una formulació­n común, inevitable, pero ajena a sus verdaderas creencias, que oscilaban entre un vago deísmo y el puro ateísmo. Después, pedía que sus cenizas «reposaran a orillas del Sena, en medio del pueblo francés que tanto amé», lo que era claramente más sincero.

Seguían fórmulas de «reconocimi­ento» a los miembros de su familia; a Eugenio y Hortensia, hijos de su primera esposa, Josefina de Beauharnai­s; a su segunda esposa, María Luisa de Austria, y más aún al hijo de ambos, el rey de Roma, por entonces un niño de diez años, que moriría de tuberculos­is a los 21. Después pasaba a los que le habían dado la espalda y traicionad­o: Marmont, Augereau, Talleyrand… Finalmente, la emprendía con «la oligarquía inglesa y su sicario» (Hudson Lowe), quienes lo habían «asesinado» con

aquel insufrible exilio. La palabra era fuerte, pero debía entenderse como una denuncia del tratamient­o que lo había matado poco a poco; sin embargo, al ser interpreta­da al pie de la letra dio pábulo a la tesis de que Napoleón fue asesinado por sus carceleros.

Agonía y muerte

En sus últimos días, Napoleón padeció un martirio. El 27 de abril tuvo las fuerzas justas para sellar su testamento. No volvió a salir de la cama. Deliraba, no comía, sufría ataques de hipo. A Arnott y Antommarch­i, que aguzaban el oído, les murmuró: «Parece que no hay nada después». El 3 de mayo, los dos médicos le administra­ron diez granos de calomelano­s; una dosis letal que le causó la muerte el 5 de mayo, a las 17.49 horas.

Al día siguiente se procedió a la autopsia, realizada por seis médicos ingleses y Antommarch­i. No les costó descubrir el órgano responsabl­e: el estómago. Pero hubo debate respecto a las conclusion­es, pues se dudaba entre una úlcera y un cáncer. Antommarch­i se negó a firmar el acta. Para el entierro, Lowe accedió a los deseos de Napoleón, que quería una sepultura provisiona­l en Hutt’s Gate, un pequeño valle con una fuente en el fondo. El cadáver se colocó dentro de cuatro ataúdes, uno dentro de otro, y cuando acabó el oficio de difuntos fue llevado a la tumba en un carruaje fúnebre escoltado por soldados que le rindieron honores.

Diecinueve años más tarde, una expedición oficial francesa se llevó los restos de Napoleón de vuelta a su país. Tras una fastuosa ceremonia, el 15 de diciembre de 1840 el ataúd fue depositado en la cripta del Hospital de los Inválidos, en París, haciendo realidad el deseo del emperador de los franceses de reposar con los suyos.

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 ?? PHOTO 12 / GETTY IMAGES ?? El cadáver de Napoleón yace en su lecho en Santa Elena. Sobre su cuerpo reposan su bicornio, un sable y la Legión de Honor, condecorac­ión creada por el propio emperador en el año 1802. Fundación Napoleón, París. EL FIN DEL EMPERADOR
PHOTO 12 / GETTY IMAGES El cadáver de Napoleón yace en su lecho en Santa Elena. Sobre su cuerpo reposan su bicornio, un sable y la Legión de Honor, condecorac­ión creada por el propio emperador en el año 1802. Fundación Napoleón, París. EL FIN DEL EMPERADOR
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Sobre estas líneas, mapa de Santa Elena en el siglo XIX, en el que se señala la finca de Longwood ocupada por Napoleón.
A la derecha, vista de la isla desde una altura.
LA ISLA EN MEDIO DEL OCÉANO Sobre estas líneas, mapa de Santa Elena en el siglo XIX, en el que se señala la finca de Longwood ocupada por Napoleón. A la derecha, vista de la isla desde una altura.
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Napoleón en Santa Elena. Óleo por Oscar Rex. Museo Nacional de los castillos de Malmaison y Bois-Préau.
TIEMPO PARA RECORDAR Napoleón en Santa Elena. Óleo por Oscar Rex. Museo Nacional de los castillos de Malmaison y Bois-Préau.
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Napoleón observa con miembros de su séquito el puerto de Jamestown en Santa Elena. Litografía. Museo del Ejército, París.
EL SÉQUITO DEL EMPERADOR Napoleón observa con miembros de su séquito el puerto de Jamestown en Santa Elena. Litografía. Museo del Ejército, París.
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LONGWOOD. LA RESIDENCIA DE NAPOLÉON EN SANTA ELENA ERA UNA MANSIÓN CON UNA FINCA DE 20 KILÓMETROS CUADRADOS POR LA QUE SE PODÍA MOVER LIBREMENTE.
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Bajo estas líneas, Napoleón dictando sus memorias al general Gourgaud. Detalle de un óleo de Charles-Auguste Steuben. Siglo XIX. Colección privada.
BRIDGEMAN/ACI MEMORIAS DEL EMPERADOR EN SANTA ELENA Bajo estas líneas, Napoleón dictando sus memorias al general Gourgaud. Detalle de un óleo de Charles-Auguste Steuben. Siglo XIX. Colección privada.
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EN EL EXILIO, NAPOLEÓN DORMÍA EN SU CAMA DE CAMPAÑA. MUSEO DEL EJÉRCITO, PARÍS.
CAMA MILITAR. EN EL EXILIO, NAPOLEÓN DORMÍA EN SU CAMA DE CAMPAÑA. MUSEO DEL EJÉRCITO, PARÍS.
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RMN-GRANDPALAI­S
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Una sala de la mansión de Napoleón en Longwood decorada con elementos de la época del emperador.
EL COMEDOR DEL EXILIADO Una sala de la mansión de Napoleón en Longwood decorada con elementos de la época del emperador.
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CON LAS ÚLTIMAS VOLUNTADES DE NAPOLEÓN, DATADO EL 16 DE ABRIL DE 1821.
PRIMER CODICILIO. MANUSCRITO CON LAS ÚLTIMAS VOLUNTADES DE NAPOLEÓN, DATADO EL 16 DE ABRIL DE 1821.
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ANDRÉMARTI­N/RMN-GRANDPALAI­S

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