Historia National Geographic

LOS DOS PROCESOS DE JUANA

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Esta miniatura del siglo XVI recrea de forma imaginaria el proceso a Juana de Arco. El rey es Enrique VI 1, representa­do con más de los nueve años que tenía en el momento del juicio, en el que no intervino. Como rey de Inglaterra y Francia, su manto luce flores de lis y leones pasantes o leopardado­s, símbolos de las coronas francesa e inglesa. A la izquierda aparecen, sentados, los dos jueces de Juana: el dominico Jean le Maître 2, con el hábito blanco y negro de su orden, y Pierre Cauchon 3, tocado con la mitra de obispo. El personaje de pie en el centro es Juana de Arco 4. El proceso incluyó a un procurador o promotor (el equivalent­e a nuestro fiscal), Jean d’Estivet; a tres notarios, gracias a los cuales disponemos de las actas del juicio, y a más de 130 asesores, desde miembros de la Universida­d de París y prelados de Normandía e Inglaterra hasta canónigos de la propia catedral de Ruan. El proceso comenzó el 9 de enero de 1431, con la instrucció­n del caso, y el 21 de febrero empezaron los interrogat­orios a Juana. El 24 de mayo le leyeron la sentencia en el cementerio de Saint-Ouen y Juana abjuró, pero el 28 de mayo se consideró que había recaído en la herejía y el tribunal, reunido al día siguiente, la condenó como reincident­e en un segundo y rápido proceso. Fue quemada el 30 de mayo.

y los ejecutaba. Y esto fue lo que sucedió la mañana siguiente. O, mejor dicho, lo que debería haber sucedido.

No está claro lo que sucedió en la celda de Juana entre el amanecer del 30 de mayo y la hora en que partió para el suplicio. Varias personas estuvieron con la joven, entre ellas el dominico Martin Ladvenu, que debía prepararla para la muerte como su confesor. Cuando le anunció que la quemarían aquel mismo día, Juana rompió a llorar desgarrado­ramente: «¡Pobre de mí! Me habéis tratado tan horrible y cruelmente... Y ahora mi cuerpo limpio e íntegro, que nunca fue corrompido, tiene que ser consumido y convertido en cenizas!», palabras que desmentirí­an que Juana, como se ha dicho, hubiera sido violada en su celda. «¡Prefiero que me decapiten siete veces antes que ser quemada de esta forma!», añadió la muchacha, pues esa muerte implicaba que no sería enterrada en sagrado. En ese momento entró Cauchon, a quien Juana espetó: «¡Obispo, muero por ti!».

Hacia la hoguera

¿Por qué se había presentado allí Cauchon? Quizá para completar su obra. Juana había elegido morir, pero el fin que se le impondría era espantoso y, peor aún, moriría excomulgad­a, fuera de la Iglesia y sin recibir los sacramento­s, lo que aterraba a la muchacha, que era una creyente fervorosa. Cauchon aprovechó esta debilidad: «Nos has dicho siempre que tus voces te decían que serías liberada –dijo, dirigiéndo­se a Juana–, y ahora ves que te han engañado. Dinos la verdad». Juana contestó: «Sí, me han engañado»; luego se quedó a solas con Ladvenu y se confesó. El dominico envió al alguacil Massieu para que le dijera a Cauchon que la joven quería recibir la eucaristía, lo que el obispo autorizó porque la muchacha había reconocido sus errores in articulo mortis, en trance de muerte.

Este dramático episodio es controvert­ido. De entrada, porque se contradice con lo que declaró años más tarde el propio Ladvenu: que Juana «siempre sostuvo y afirmó hasta el fin de su vida que las voces que oía venían de Dios, que todas sus acciones las había llevado a cabo por orden de Dios y que no creía que

PÁGINA FINAL DEL PROCESO, CON LOS SELLOS NOTARIALES, Y PRIMERA PÁGINA DE LA INFORMACIÓ­N PÓSTUMA.

Juana rompió a llorar amargament­e cuando supo que moriría en la hoguera

sus voces la hubieran engañado». Después, porque estas declaracio­nes de Juana se recogieron en la llamada Informació­n póstuma, un escrito que los notarios del proceso no quisieron firmar por no haber estado presentes cuando sucedió lo que allí se cuenta; esto volvía sospechoso aquel documento, que tal vez fue un montaje.

¿Juana admitió finalmente que estaba equivocada y pudo comulgar, o no sucedió nada de eso y Cauchon sintió una chispa de compasión por aquella criatura y autorizó su comunión a pesar de que iba a excomulgar­la? Se ha señalado que la comunión de Juana significab­a que Cauchon no creía en realidad que la muchacha fuese culpable, pero el procedimie­nto inquisitor­ial no impedía recibirla

si el reo mostraba signos de contrición: años atrás, en 1415, el reformador religioso Jan Hus había podido confesarse antes de ser quemado en Constanza.

Hacia las ocho, tras recibir la comunión, Juana partió a bordo de una carreta, vestida con una túnica blanca; se dijo que sobre su cabeza rapada llevaba una mitra en la que se habían escrito las palabras hereje, relapsa, apóstata e idólatra, los cargos por los que se la había condenado. La flanqueaba­n Ladvenu y otro dominico, Isembard de la Pierre, así como el alguacil Massieu, rodeados por entre 80 y 120 soldados con hachas y espadas. Durante el angustioso trayecto por una ciudad que desconocía, Juana lloró y rezó en voz alta.

En la plaza del Mercado Viejo, un gran espacio abierto presidido por la majestuosa iglesia de Saint-Sauveur (hoy desapareci­da), se apretujaba un enorme gentío sobre el cual se elevaban tres construcci­ones: un estrado para los jueces civiles, representa­ntes de la justicia secular a la que sería entregada, una gran tribuna destinada a los eclesiásti­cos y una construcci­ón aún más alta, con una base de mamposterí­a sobre la que se apilaban haces de leña y en cuya cima se erguía ominosamen­te una estaca.

Primero, Juana se vio obligada a escuchar cómo la reconvenía un predicador (eso era la amonestaci­ón), lo que alargó dramáticam­ente la agonía de la muchacha, acompañada por Ladvenu y Massieu. Cuando terminó el sermón, hacia las nueve, se leyó la sentencia: los jueces la acusaron de cismática e idólatra, de invocar diablos y de otros muchos males; le recordaron que había prometido no caer en los mismos errores, según estaba escrito en una cédula firmada de su propio puño, pero que había vuelto a ellos «como el perro que acostumbra a volver a su vómito», y la declararon relapsa y herética. Esta declaració­n, por cierto, desmentirí­a la Informació­n póstuma, según la cual Juana había reconocido aquella misma mañana que sus voces no eran de fiar.

A continuaci­ón, le anunciaron que, «como miembro podrido, te hemos desechado y rechazado de la unidad de la Iglesia y te enviamos a la justicia secular, a la que pedimos te trate suave y humanament­e, ya sea para la perdición de la vida o de cualquier miembro». Juana, abandonada a su suerte ante miles de personas, rezaba en busca de fuerzas y consuelo, expuesta a las burlas y bromas obscenas de los soldados ingleses. No todos ellos fueron crueles. Cuando la muchacha pidió una cruz, fue un inglés, compadecid­o de aquella criatura acongojada, quien rompió un bastón para fabricarle una. Ladvenu o Massieu se la debieron de dar, y Juana la tomó y la puso en su seno, entre la carne y la ropa.

En la pira

Tras la lectura de la sentencia eclesiásti­ca, la justicia civil tendría que haber emitido la sentencia de muerte, pero no se hizo así. El procurador de Ruan, rodeado de soldados ingleses furiosos, medio amotinados y hartos ya de formalidad­es, no quiso poner en riesgo su vida y gritó al verdugo: «¡Cumple con tu oficio!», para que llevase a la muchacha a la pira. Geoffroy Thérage, verdugo de Ruan desde hacía más de una década, arrancó a Juana del lado de Massieu, que intentaba confortarl­a y a quien un inglés espetó: «¡Venga, cura, no nos hagas cenar aquí». Thérage arrastró a Juana sin miramiento­s, la condujo a lo alto de la pira y la ató a la estaca.

Que el tribunal civil no leyera la pena de muerte constituía una ilegalidad flagrante. Tal vez por eso el conde de Warwick, capitán de Ruan, no estaba presente aquella mañana: siendo el máximo representa­nte de la ley, habría tenido que cumplirla y Juana no habría sido ejecutada sin proceso civil, como pasó. De hecho, es posible que él mismo hubiera ordenado al procurador y al verdugo que procediera­n rápidament­e, para evitar que en plena lectura de la condena a muerte Juana se reafirmase en la realidad de sus voces.

Mientras el verdugo la ataba a la estaca, Ladvenu permaneció sobre la pira, consolándo­la. Abajo estaban Massieu e Isembard de la Pierre, quien corrió hacia la iglesia de Saint

Sauveur cuando Juana le rogó que le pusiera la cruz de ese templo ante los ojos. Volvió con ella y la mantuvo ante su vista mientras el verdugo prendía la hoguera. Thérage no había estrangula­do a Juana para evitarle el sufrimient­o del fuego, como se solía hacer con los condenados a esta pena; dijo que la estaca estaba demasiado alta para alcanzar su cuello, pero lo más probable es que tuviera miedo de que los ingleses, que querían ver con sus propios ojos cómo moría la bruja, acabaran también con él si le ahorraba padecimien­tos. La leña empezó a arder y Juana le dijo a Ladvenu que se fuera. Las llamas se elevaron y el humo envolvió a la muchacha, cuya mirada estaba fija en la cruz que sostenía Isembard de la Pierre mientras ella invocaba el nombre de Jesús entre gemidos de dolor. Ésa fue la última palabra que pronunció, dando un fuerte grito que se oyó en toda la plaza mientras expiraba y su cabeza caía a un lado. Había muerto sofocada por el humo.

Sangre y cenizas

Al cabo de un rato, el verdugo rebajó el fuego y apartó las brasas del cadáver para que todo el mundo pudiera verlo y convencers­e de que la muchacha estaba muerta. Las llamas habían consumido la túnica, y el pobre cuerpo de Juana, quemado y desnudo, quedó expuesto ante la multitud mostrando «todos los secretos que puede y debe tener una mujer», como dice un texto de la época, el Diario de un burgués de París. Esa desnudez póstuma e infamante fue la última venganza de los ingleses contra la joven audaz que los había desafiado. Pero les aguardaba una sorpresa. Thérage avivó el fuego, cuya acción provocó el estallido de la bóveda craneal y la cavidad abdominal, así como el endurecimi­ento de los miembros, que se replegaron sobre el torso. Entonces la leña de la pira se acabó, la cremación quedó incompleta, el torso dejó escapar sus entrañas humeantes y quedó a la vista un corazón aún lleno de sangre. El verdugo intentó quemar lo que quedaba del cuerpo con una mezcla de aceite y azufre, pero no lo logró, y los restos fueron arrojados al Sena. Los ingleses no querían que quedase de Juana ninguna reliquia.

LOS CARCELEROS DE JUANA LE PIDEN PERDÓN. ESCULTURA DEL SIGLO XV CONSERVADA EN EL CASTILLO DE PLESSIS-BOURRE.

Geoffroy Thérage, el verdugo, no la ahogó como se solía hacer para evitar sufrimient­os al reo

La valerosa actitud de Juana ante la muerte hizo creer a muchos que no habían quemado a una hereje, sino a una santa. El dominico Pierre Bosquier, que había actuado como asesor en el proceso, se emborrachó, dijo que los jueces habían obrado mal y fue encerrado en su convento a pan y agua durante nueve meses. Guillaume Manchon, uno de los tres notarios del proceso, se puso enfermo durante un mes y con el dinero que le dieron por su trabajo en el juicio compró un misal para rezar por Juana.

La Doncella había muerto y los ingleses siguieron en Francia durante veinte años, hasta que en 1450 perdieron Normandía. Tras la victoria, Carlos VII instó ante el papa la revisión del proceso de Juana, ya que el rey de Francia no podía deber su corona a una hereje.

Las irregulari­dades que salpicaron el proceso (el que Cauchon fuera obispo de Beauvais y no de Ruan, el encierro de Juana en Bouvreil y no en una cárcel eclesiásti­ca, la ausencia de una sentencia secular antes de su ejecución...) facilitaro­n la rehabilita­ción de Juana en 1456; una rehabilita­ción que, como su condena, obedeció a razones políticas. Y la Iglesia, que la había quemado casi quinientos años atrás, la declaró santa el 16 de mayo de 1920.

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Charles-Henri Michel evocó en este óleo la única comunión de Juana en Ruan, de manos de Martin Ladvenu, antes de partir hacia la hoguera. 1899. Museo de Bellas Artes, Ruan.
JOSSE / LEEMAGE / GETTY IMAGES ANTES DEL SUPLICIO Charles-Henri Michel evocó en este óleo la única comunión de Juana en Ruan, de manos de Martin Ladvenu, antes de partir hacia la hoguera. 1899. Museo de Bellas Artes, Ruan.
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En 1429, Carlos VII de Francia decidió ennoblecer a Juana y le otorgó el escudo de armas que muestra este relieve; en Ruan se la acusó del pecado de orgullo por su ennoblecim­iento.
JOSSE/BRIDGEMAN/ACI EL ESCUDO DE ARMAS En 1429, Carlos VII de Francia decidió ennoblecer a Juana y le otorgó el escudo de armas que muestra este relieve; en Ruan se la acusó del pecado de orgullo por su ennoblecim­iento.
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AFP / GETTY IMAGES
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Fue Clément de Fauquember­gue quien anotó en su dietario, el mismo 30 de mayo, que Juana llevaba una mitra con sus pecados. Abajo, óleo por Eugène Pascau, 1933.
PETERHORRE­E/AGEFOTOSTO­CK CULPAS BIEN VISIBLES Fue Clément de Fauquember­gue quien anotó en su dietario, el mismo 30 de mayo, que Juana llevaba una mitra con sus pecados. Abajo, óleo por Eugène Pascau, 1933.
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Pierre Cauchon era obispo de Beauvais, no de Ruan, donde no tenía derecho a juzgar a nadie. Pero el Gran Inquisidor de Francia lo autorizó a dirigir el proceso en esa ciudad, que Juana, la supuesta hereje, no había pisado jamás.
LA CATEDRAL DE RUAN Pierre Cauchon era obispo de Beauvais, no de Ruan, donde no tenía derecho a juzgar a nadie. Pero el Gran Inquisidor de Francia lo autorizó a dirigir el proceso en esa ciudad, que Juana, la supuesta hereje, no había pisado jamás.
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ALEXANDRE MARCHI / EFE
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Richard Beauchamp sostiene al pequeño Enrique VI en una miniatura de la época. Este poderoso noble inglés era la autoridad suprema de la ciudad de Ruan.
AKG/ALBUM EL CONDE DE WARWICK Richard Beauchamp sostiene al pequeño Enrique VI en una miniatura de la época. Este poderoso noble inglés era la autoridad suprema de la ciudad de Ruan.
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KHARBINE-TAPABOR / ALBUM
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Arriba, detalle de una de las ocho grandes pinturas de Lionel Royer sobre la vida de Juana en la basílica de BoisChenu, consagrada a ella y levantada cerca de Domremy, donde había nacido.
MOMENTOS DE AGONÍA Arriba, detalle de una de las ocho grandes pinturas de Lionel Royer sobre la vida de Juana en la basílica de BoisChenu, consagrada a ella y levantada cerca de Domremy, donde había nacido.

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